Así También Se Puede Morir

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Jaime van H.

          Como todos los mortales, Juan y Catalina no se hacían ilusión sobre la brevedad de la vida; sabían perfectamente que la muerte es inevitable. Sin embargo les parecía que, tal vez, tendrían todavía unos cuantos años para disfrutar juntos del retiro y de la nueva casita que se habían hecho. Pero, de repente, algo interrumpió sus planes y pensamientos…

Juan, que ya se acercaba a los 68 años, tuvo que someterse a una intervención quirúrgica. Después de la operación el cirujano se dirigió a Catalina con estas palabras: “Señora, ¡cuánto lo siento!, al abrirle a su marido, encontramos un cáncer bastante avanzado…, y es inoperable… Creo que no le quedan más que unos meses, quizás medio año…”

Fue grande el golpe para Catalina. Su primera reacción fue la de querer contárselo todo a Juan un día próximo. Pero más tarde lo pensó mejor; decidió esperar más tiempo hasta que Juan, por lo menos, se repusiera de su operación.

Los esposos se querían mucho y no tenían secretos el uno para el otro, así que, de forma natural, ella se dispuso a comunicárselo todo en el momento oportuno. Y más porque, siendo creyentes en Cristo, sabían a ciencia cierta que todos sus pecados habían sido borrados. ¡Otro había muerto por ellos, es decir, en el lugar de ellos: Jesucristo! Él había dado su vida en la Cruz, para salvarles a ellos de la condenación eterna.

Hacía ya casi 20 años que un día, entendiendo bien por la Biblia lo que es el evangelio de la salvación, se abrieron para ese gran Salvador. Y Él cambió sus vidas. Desde entonces sabían que para el auténtico creyente el morir, lejos de mera pena o pérdida, es “ganancia”. Lo sabían porque así lo declara la Biblia.

Cuando había pasado algo más de un mes, Catalina se sentó junto a él y le dijo cariñosamente, “Juan, mi amor, ¿nunca se te ocurrió que lo que tú tienes pudiera ser cáncer?” “¡Ay!”, le contestó él, “¿por qué usas esa palabra terrible?” Pero Catalina siguió y con sencillez le contó todo lo que había sabido del médico.

Lógicamente, fue hondo el impacto de tal noticia inesperada. No obstante, siendo Juan creyente en Cristo, no tardó mucho en sobreponerse al susto inicial. A partir de ahí, cada día, en su cuarto-de-estar, los dos esposos se sentaban con su libro de cánticos evangélicos. ¿Para qué? Para ponerse a cantar entre los dos. Sus voces ya un poco gastadas se levantaban a Dios en alabanza por medio de los viejos cantos que, desde que se habían convertido a Cristo, el Salvador, habían significado tantísimo para ellos.

Estaban acostumbrados a cantarlos siempre en reuniones con otros creyentes, pero ahora la situación había cambiado. Estaban más aislados que antes en su casita nueva, y Juan ya no podía salir a la calle. ¿Por qué no cantarlas, entonces, entre los dos? Después, cuando todo había pasado, Catalina comentaría que aquellas horas de levantar sus voces y sus corazones al Dios de amor, se hicieron las más felices de su vida.

Otra cosa que les ocupó era el programa del entierro; ¿quién daría la predicación bíblica en el tanatorio? Pronto decidieron que debían pedírselo a su buen amigo Guillermo, un fiel creyente que les había sido de mucha ayuda y bendición a través de los años. Y, aparte de Guillermo, uno de los cuatro hijos también debía hablar.

Y de cantar, ¿qué? Claro, los esposos se dieron perfecta cuenta que no era tan usual, ¡cantar en un entierro! Pero, entre los dos, decidieron que sí, y Juan se puso a escoger cuatro de sus cantos evangélicos favoritos para la ocasión. Llegado el momento, aquellos cuatro se imprimirían en un folleto para que cualquier concurrente pudiera ver la letra y sumarse a los que cantaban.

“Y”, dijo Juan, “también quisiera ponerle un pasaje de la Escritura”. Ya se lo había pensado. Eran dos versículos de la Segunda Carta de Pablo a los Corintios. Los quería arriba en primera página y bien visibles:

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          Razón tenía, porque en su mismo cuerpo se notaban cada vez más los estragos del cáncer que por dentro le consumía. Es decir, según el pasaje citado, la “morada terrestre, este tabernáculo”, se estaba deshaciendo. Juan estaba preparado para la “mudanza” de esta “morada terrestre”, la que estaba quedando en la ruina, a la “casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”.

Una cosa de mucho ánimo para ellos fue la llegada de María, la única hija del matrimonio. Vino para asistir a su mamá con todas las cosas de la casa, aunque su propia familia numerosa tuviera que apañarse un poco de tiempo sin ella…

Mientras tanto, la noticia, corriendo por todos lados, hizo que empezaran a llegar los visitantes, los que querían ver a Juan mientras podían, algunos de lejos. Querían despedirse de él, darle algún ánimo… Había antiguos colegas, vecinos, familiares y, sobre todo, hermanos en la fe de Cristo.

Lo curioso es que Juan, que nunca había sido hombre de muchas palabras, ahora, debilitado y todo, y permanentemente en cama, tenía para todos una palabra animadora de gozo y esperanza. Es decir, los que se sentaban al lado de su cama para animarle, salían luego animados por él. Así le pasó a Gerardo, antiguo compañero que por cuestiones del transporte público no pudo quedarse mucho. Quedó profundamente impactado cuando, en el momento de la despedida, Juan le dijo: “Fíjate, Gerardo, ahora estoy sintiendo el apretón de tu mano, ¡pero pronto el mismo Salvador me estará dando su apretón de bienvenida! ¡Qué cosa grande, Gerardo!”

Es la maravilla de un Salvador vivo en el corazón, que vence la frialdad y la oscuridad y el terror de la muerte… Días después Juan dejó de hablar, ya no podía formular palabras, pero le quedó un poquito de fuerza en los brazos. Con este poquito le dio a Catalina un último abrazo de despedida. Era para decirle: “No te aflijas, ¡pronto estaremos juntos otra vez, en la otra orilla, en la presencia del Salvador!” Después cayó en coma, y a los pocos días falleció.

En el entierro había mucha gente. Unos cuantos quedaron extrañados de que un entierro pueda ser cosa gozosa, donde incluso se cante. A Catalina a veces se le veía una lágrima; entonces ella decía: “Si veis que yo llore, sabed que no lloro por Juan. Él está muy bien, mil veces mejor que nosotros aquí. Si lloro es por mí misma. Es que le echo de menos tanto…”

La plática bíblica de Guillermo y el testimonio del hijo, todo fue escuchado con mucha atención. Al finalizar, muchos se marcharon con una silenciosa alabanza en sus corazones al Dios que hace maravillas; otros se fueron con un hondo sentido de extrañeza, diciéndose: “¡Vaya entierro raro!” No obstante, una semilla de nueva vida quedó sembrada en todos los corazones. Quizás ya haya brotado para dar mucho fruto…

Seguro que, al leer este relato, en tu corazón también cayera alguna semilla. Es que la muerte no está muy distante de ninguno de nosotros. ¡Tu hora también está por llegar! ¿Captaste que NO hace falta que tu muerte y entierro sean de estos tristes que no ofrecen ninguna esperanza? ¿Qué no es cuestión de ser “religioso” y morir “religioso”? ¿Qué nada tiene que ver con todo lo tradicional? Toma la Biblia; lee el Nuevo Testamento sobre todo. Allí vas a tener un encuentro con ese gran Salvador. Luego, con todos tus pecados borrados, estarás preparado para la vida y para la muerte.

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