En el Calabozo Comenzó el Camino

image003

¡Quedó Contento el Cordobés!

Pero Cuando un Camino Conduce al Cáncer…

¿Qué Pensar…?   ¿Cómo Hacer…?   ¿A Quién Acudir…?

Ángel Bea Espinosa

image005
Esta es la gran historia de mi gran amigo, Pepe, oficialmente, José Rodríguez Pastorini, de Córdoba, España.

          Un día comenzamos a notarle un aspecto amarillo intenso. Esto hizo que todos creíamos que algo andaba mal con su hígado. Después supimos que no, que era más bien el páncreas, es decir, que se le diagnosticó un cáncer de páncreas… Era nuestra primera equivocación.

La segunda fue así: No nos enteramos de ningún tipo de crisis que él pasara al respecto… Según los médicos, este cáncer, una vez diagnosticado, no deja esperanza de vida más que para unos pocos meses máximo. Por lo que creíamos que, al no notarle que le hubiera afectado emocionalmente, que a Pepe nadie le hubiera dicho nada de lo que tenía. ¡Qué desliz nuestro…!

Supimos que sí, que Pepe lo había sabido desde el primer momento. Y que, de hecho, con Josefa, su esposa, había estado haciendo ya los planes de cómo encauzar las cosas para el momento de despedida en el entierro.

Incidentalmente, en una de esas conversaciones, su vecino de cama, impresionado por la paz y la sencillez de lo que oía sin querer, ni corto ni perezoso, corrió la cortina y le preguntó cómo podía hablar así del tema. Entonces Pepe le habló de la confianza que tenía en Cristo, y como Él le tenía un lugar reservado a su lado. Después de varias conversaciones, a los dos días, ese hombre oró, guiado por Pepe. ¡Recibió a Cristo como su Salvador! Más tarde, al volver al hospital por las sesiones de quimioterapia, coincidieron un par de veces. La última vez Pepe se despidió con estas palabras: “…y si no nos vemos aquí, nos veremos en el cielo”. El hombre asintió con confianza y se despidió de Pepe. Era en la próxima sesión de quimioterapia, cuando Pepe se enteró de que había muerto…

…………………………………………

          Tenemos que regresar a 1967, concretamente a un calabozo militar, para ver como comenzó esta historia.

En ese entonces, a finales de 1966, yo había llegado a un conocimiento personal de Cristo, como mi Salvador. Eso fue por el testimonio de otro amigo cordobés, llamado Antonio Ramón. Cuando a este amigo y a mí nos tocó hacer la ‘mili’, nos encontramos en el mismo reemplazo, en la misma compañía, e incluso en la misma chabola del campamento que en ese tiempo se conocía como “el campo amarillo”. Pero, al acabar el campamento, Antonio Ramón fue para un cuartel y yo para otro, aquí en Córdoba.

Un lunes del mes de julio, en mi cuartel, el teniente que nos solía dar la gimnasia de la mañana estaba dado de baja por algún tipo de indisposición, por lo que nos tocó otro teniente. Este se regodeó con nosotros, haciéndonos revolcar por el suelo todo cuanto quiso. Así que, cuando terminamos y nos íbamos para cambiarnos de ropa e incorporarnos a otras tareas, íbamos bien enfadados por todo aquello.

Mientras íbamos sacudiéndonos el polvo de la camiseta y del pantalón de deporte, un sargento a quien nadie tenía ninguna simpatía, nos gritó, llamándonos a voces a los que veníamos del campo de deportes. Entonces, mientras me sacudía, dije: “¿Qué querrá el desgraciado este ahora?” Yo creía que estaba solo y que nadie me había oído, pero detrás de mí había un cabo primero. Había oído lo que dije y me llamó la atención. Yo traté de justificarme, diciendo que no era algo serio, sino que estábamos enfadados por… Bueno, en el ejército ese tipo de explicaciones no valen para nada (y está bien que sea así), así que, se encargó el cabo de informar al sargento, el cual me llevó a capitanía, donde el capitán de guardia, después de hacerme algunas preguntas, me metió en el calabozo. Cuando, a su vez, el coronel supo del asunto, este dictaminó un mes de calabozo. Pero yo, nada más que entrar en ese lugar temido, me encuentro con otro soldado, y era Pepe Pastorini…

          En este proceso mencionado, desde que el cabo primero me llamó la atención, sentí vergüenza, y mucho más cuando estaba delante del capitán. Me sentí fatal y pensé en lo serio de lo que había hecho, a pesar de que había otros que decían verdaderas burradas de los superiores con el mayor de los desprecios. Pero no se trataba de otros, sino de mí. Y ante el capitán no supe que decir, excepto que reconocí que estuvo mal lo que dije. A partir de ahí pedí perdón al Señor, y su paz volvió a llenarme. La molestia era más por el testimonio de lo que aquello suponía ante los demás, que por el mes de arresto en el calabozo.

Fue con esa paz, y asumiendo que me merecía el arresto, que entré en el calabozo y que me encontré con Pepe. No nos conocíamos, así que, al principio casi no cambiamos impresiones. Me dispuse más bien a preparar mi cama. Yo ya sabía cuál iba a ser mi prioridad durante ese mes; era la de leer toda la Biblia, desde Génesis hasta Apocalipsis. Y así lo pude llevar a cabo.

La primera noche, cuando apagamos la luz y nos pusimos a dormir, al rato y cuando estaba conciliando el sueño, empecé a sentir muchos picores y una desazón muy grande. Me levanté, encendí la luz y vi la cama cubierta de chinches… ¡Qué cosa más desagradable! Saqué el colchón de la cama, pues muchas chinches salían del mismo. Luego, enrollé hojas de periódico e hice antorchas para quemar los hierros de la cama que estaba cuajada de aquellos inquilinos tan desagradables. A partir de ahí, con un par de frazadas encima del somier, dormía sin colchón.

Por algo que no recuerdo, Pepe guardó silencio sobre el tema. Tal vez temía ser ‘chinchoso’…

          Ya, al segundo día, me senté y comencé a leer la Biblia, mientras Pepe no hizo más que pasearse por la habitación, sin descanso alguno. Me preguntó qué fue lo que me pasó para estar allí. Cuando se lo dije, y el tiempo que me habían puesto de arresto, se extrañó de que con todo un mes de arresto estuviera yo tan tranquilo y leyendo como si nada. Le dije que asumía que había cometido un fallo serio, y que las consecuencias también las tendría que asumir, y que por tanto no tendría ningún problema de estar en el calabozo durante ese tiempo. “No lo entiendo”, me dijo, “a mí me han caído quince días, y con la semana que llevo ya estoy desesperado”.

Ahora me tocó a mi preguntarle que por qué él estaba allí. Me contó que era asistente de un capitán, pero que la mujer de este lo solía mandar a hacer las compras de la casa. Así que, estando harto ya, un buen día, cuando, de nuevo la señora lo mandó a hacer una compra – esta vez eran patatas – Pepe le respondió que él estaba allí para hacer la mili, no para comprar patatas. La mujer se lo dijo a su marido, el capitán, y este le expresó: “Lo siento Pepe, pero te tengo que arrestar en el calabozo; quince días”.

El capitán apreciaba a Pepe, y entendía que aquello no tenía ni pies ni cabeza, y que Pepe tenía razón, pero no podía dejar en evidencia a su esposa. Así que, allí estaba Pepe, como una fiera enjaulada, desesperado.

          Terminamos de hablar – por lo menos, así me parecía – y reanudé la lectura, pero, luego, él seguía preguntando. Así que, era un poco incómodo para mí, ya que no me podía concentrar en la lectura; sólo a ratos.

Pepe seguía extrañado de que yo estuviera tan tranquilo y, de alguna manera, intuyó que esa paz mía algo tuviera que ver con el libro que estaba leyendo. Entonces, comenzó a hacerme pregunta tras pregunta sobre el ‘libro’. Le hablé del mensaje cristiano y cómo el Señor me había dado paz cuando me entregué a Él, incluso ahora, al haber reconocido mi pecado en lo tocante al sargento. Después le invité a recibir a Cristo. Oramos juntos, allí mismo en el calabozo, y Pepe se entregó al Salvador.

          Supongo que su entrega y oración, en ese momento, estaban condicionadas un poco por su situación, y es posible que, al oír hablar de paz y de sosiego, ‘probó’ a ver si ‘aquello’ era verdad. Lo cierto es que después de su entrega a Cristo, Pepe se tranquilizó, aunque algo de nerviosismo quedó. El no se creía que su oración pudiera “cambiarle”. Recuerdo que decía: “Esto tengo yo que verlo fuera de este calabozo; cuando salga de aquí, en la vida normal del día a día”.

Como faltaban todavía unos cuatro o cinco días, tuvimos ocasión de hablar mucho, y como yo conocía bastante el Nuevo Testamento, por haberlo leído mucho en los meses anteriores – e incluso antes de entregarme a Cristo, cuando era católico – pude darle muchas palabras de Jesús y de los discípulos de Jesús.

También le hablé del grupo de ‘hermanos creyentes’ que, allí en Córdoba, nos reuníamos en casa de un matrimonio joven, Miguel y Diana. Le insté para que los visitara nada más salir del calabozo, en la primera oportunidad.

Así lo hizo. A los pocos días de salir pudo visitar a los ‘hermanos’. Por todos fue recibido con cariño y pudo experimentar que el Señor es real y fiel en todo lugar y tiempo.

          Por mi parte, estuve el tiempo que me correspondió en el calabozo y tuve la oportunidad de leer la Biblia entera. Por primera vez en mi vida pude dar testimonio del evangelio a toda una serie de personas. No sé cómo, pero el calabozo se hizo todo un centro de visitas. Me había hecho de una cantidad de Biblias y las pude ir regalando a muchos soldados.

Creo que es conveniente añadir que el sargento del cual yo hice aquel comentario desatento, fue arrestado él mismo. Fue por algo que dijo a un teniente, faltándole al respeto. Así que, a los quince días de estar allí, al sargento lo encerraron en mi calabozo y a mí me trasladaron a otro. Sin embargo, al encontrarnos en el mismo sitio, casi se disculpó por haberme metido allí. Pero le dije que no se preocupara, que yo había hecho mal y que lo tenía asumido. De forma personal le pedí perdón por aquello. Creo que fue un tiempo provechoso, pues el sargento tenía mala fama por su trato con los soldados. Había sido militar en el norte de África y esto le había condicionado el carácter. Además, su concepto de la ‘disciplina’ militar era distinto.

Cuando me trasladé al otro calabozo, tuve cuidado de exterminar en seguida toda la indeseable población de chinches que lo habían colonizado. Allí no me iban a cazar otra vez por sorpresa.

          Tanto Antonio Ramón, como Pepe y yo, terminamos con nuestro servicio militar. Seguíamos creciendo en las cosas de la Biblia, juntamente con los demás ‘hermanos’ del grupo mencionado. Llegamos a casarnos y a tener hijos. Pepe se casó con la que ya se ha mencionado al principio, con Josefa, una hermosa joven creyente. Pasaron los años, pero aunque se produjeran altibajos de variada índole, la fe de Pepe seguía arraigándose más y más en Cristo y en su Palabra.

Llegaron dos hijas. Seguían pasando los años y llegaron también tres nietos. Después de unos pocos años más, le tocó ese extraño image006fenómeno de verse todo amarillento… ¿Era esa la señal que anunciaba el fin para Pepe?

……………………

          Por su parte, una vez que Pepe había salido del hospital, ya plenamente consciente de lo que padecía, lo primero que hizo fue mirar en Internet y leer todo lo referente al cáncer de páncreas. Pero, a pesar de que sea llamado “el cáncer silencioso”, que cuando aparece es para anunciar que quien lo padece no tiene más de unos meses de vida, Pepe luchó con valentía en contra de su avance, ayudado en todo momento por Josefa y sus hijas. Los ‘hermanos’ le apoyamos con oraciones noche y día, confiados en la soberanía y misericordia de nuestro buen Dios.

          Mientras tanto, animados nosotros por la posibilidad de que pudiéramos ver el poder de Dios obrando, aunque sin ninguna presunción de nuestra parte, Pepe fue aportando a diestra y siniestra, es decir, compartiendo cosas provechosas y preciosas que encontraba en la Biblia. También a nivel familiar era amar y adorar a Dios por sobre todas las cosas; siempre indagando acerca de ese momento cuando estaría en su presencia, y manifestando lo que descubría. Solía subir a lo que llamaba su “aposento alto” – una habitación en piso alto de la casa – y allí se gozaba con gran deleite, escuchando música de alabanza, y orando y escuchando al Señor a través de sus lecturas de la Palabra.

          Un domingo, Pepe, sentado – debido a su creciente debilidad – nos habló de la adoración a Dios, del perdón y de la reconciliación entre los hermanos. Nunca tuvo una gran voz, al contrario, pero ahora tenía menos. Sin embargo, sus palabras estaban respaldadas por el peso de la Palabra de Dios y por su propia experiencia, por lo que el Espíritu Santo pudo hacer su obra a través de su exposición. Fue impactante para todos y cada uno de los que estábamos presentes. No habíamos escuchado nada nuevo, pero era un mensaje renovador que produjo el efecto deseado. En un sentido, a través de sus palabras, Pepe, humillándose como el Señor se humilló, en el Evangelio de Juan, capítulo 13, nos había refrescado espiritualmente; nos había “lavado los pies”…

          Durante los meses que duró su enfermedad, él no quiso dejar de cumplir con algunas responsabilidades de su ministerio, por tanto visitaba la Prisión Provincial en algunas ocasiones. En este lugar, por más de dos años, había estado llevando a cabo un ministerio junto con otros. Era muy apreciado, tanto por los compañeros del ministerio, como por muchos presos, por los funcionarios y hasta por la dirección del centro.

Dentro de la prisión funcionaba una “iglesia”, conocida como “Senda Real”, con unos cuarenta integrantes, es decir, presos cuyas cadenas espirituales habían sido ya rotas por Cristo. Entre ellos se oró mucho por el ‘hermano Pepe’; luego le lloraron cuando había fallecido. ¡Cómo hubiera disfrutado Pepe, cuando en un sábado no mucho tiempo después, 18 ‘hermanos’ nuevos dieron testimonio público, bautizándose en el nombre de Jesucristo!

          Por otra parte, visitó a algunas personas que estaban en la misma situación que él, padeciendo cáncer, pero… sin tener la seguridad y la esperanza que él tenía. Grande fue el consuelo que llevó a esas personas, y algunas profesaron fe en el Señor Jesucristo.

De entre ellas, una mujer, después de hablar con Pepe, se entregó al Señor, falleciendo a los pocos días. Otra mujer hospitalizada con cáncer aceptó que Pepe le hablase y orara por ella. Recibió consuelo y paz. Toda la familia de ella quedó impresionada por el testimonio confiado y seguro de la esperanza que Pepe compartía. El propio hermano de esa mujer, quien abiertamente se manifestaba incrédulo, visitó a Pepe, acompañado de su esposa. Esto fue cuatro días antes de que Pepe entrara en coma. Durante unas horas Pepe estuvo hablándoles del mensaje de la seguridad de la salvación en Cristo Jesús, lo que para él significó un gran esfuerzo, pero luego, los dos visitantes, invitados y acompañados por Pepe, oraron al Salvador y se entregaron a Cristo.

          Antes de ser ingresado la última vez en el hospital, animado por el bien que algunas personas habían recibido en medio del dolor y la desesperanza, abrió un foro en Internet y, a través de él, tuvo muchos contactos con personas con cáncer. Les testificaba con ternura y cariño de la fe en Cristo Jesús, el Único que podría ayudarles. Ahora, cuando él ya no está, su hija Raquel se da cuenta de cuántas personas todavía reclaman de su padre una conversación, unas palabras de ánimo. Y ella aprovecha y les testifica que Pepe ya se fue al Hogar del cual les hablaba. Así Raquel mantiene la misma confianza y seguridad con la cual su padre les animaba.

          Un mes y medio antes de ese último ingreso en el hospital, mi hija Rossana y yo fuimos a visitarle a él y a la familia en casa. La idea era la de estar con él un buen rato y juntos celebrar la “Cena del Señor”. Ya hacía tiempo que, a causa de su debilidad, no se reunía más. Aparte de la enfermedad misma, las sesiones de quimioterapia, con los demás tratamientos, todo le había debilitado considerablemente.

Pasamos un buen rato juntos, compartiendo. Él nos habló de lo importante que es vivir cerca de Dios: “Cuando vivimos cerca de Dios – decía – y le amamos a Él sobre todas las cosas, todo lo demás deja de tener la importancia que muchas veces le damos”. Por otra parte añadió: “Ya le he dicho a la Pepa – se refería a su esposa – cómo quiero que se haga todo cuando yo me vaya”. También nos dijo qué canción quería que se cantara y algunos aspectos más del acto.

Entonces le pregunté: “¿Y el texto bíblico para la predicación?” Se quedó pensativo unos instantes, luego dijo: “Eso te lo dejo a ti”. “Ya lo tengo”, le dije. “¿Cuál es?”, preguntó. Entonces le cité, “No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay. Si así no fuera yo os lo hubiera dicho; voy, pues a preparar lugar para vosotros…” (Evangelio de Juan 14:1-3).

          De nuevo necesitó unos momentos para pensar; luego respondió, “Ese pasaje está muy bien”. Cuando habíamos compartido algo más de la Palabra, celebramos la ‘Cena del Señor’ juntos. Era como David lo describía en el salmo 133: ¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! … Porque allí envía el Señor bendición, y vida eterna. Efectivamente, respiramos esa bendición de Dios. Cuando, por un momento, Pepe se ausentó, su hija Raquel añadió: “Jamás pensé que se podría aprender tanto por medio del cáncer”.

Cuando Pepe volvió a incorporarse a la conversación, nos contó como, el día anterior, su hermana, que siempre había sido muy católica, llegó más temprano que de costumbre y le explicó con franqueza: “Pepe, la verdad es que estaba por ir a ver al cura, pero al final decidí venir mejor a verte a ti”.

El caso es que, teniendo muchas inquietudes, e impresionada por el testimonio de su hermano, el Espíritu Santo estaba haciendo su obra en ese corazón. Era Él quien le estaba impulsando a que busque de Dios esa misma seguridad en la esperanza que apreciaba todo el tiempo en su hermano.

Mucho tiempo quedaron hablando. Pepe le habló sin tapujos sobre la inutilidad de confiar en la religión, ya que ninguna religión puede otorgar salvación alguna. Sólo Cristo puede salvarnos y darnos la seguridad de la vida eterna. Y, por fin, ella se rindió. Cayó en la cuenta que es el mismo Cristo quien dice: He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo (Apocalipsis 3:20). Los dos hermanos se inclinaron ante el Dios omnipresente; Pepe oró por ella, y ella misma oró, recibiendo a Cristo en su corazón.

          A los dos o tres días Pepe fue ingresado en el hospital nuevamente. Ya no volvería a casa, pero tuvo una salida más. Su hija Elena había terminado la obra relacionada con una guardería infantil, en cuyo trabajo estaba por desempeñarse, y Pepe tenía ilusión de visitar las instalaciones. Tuvieron que firmar ciertos papeles para poder salir por un par de horas, ya que el médico no daba autorización.

Era domingo, antes de la hora de la reunión, y fuimos algunos hermanos. Encontramos las instalaciones por demás preciosas. Cuando llegó el coche con Pepe y cuando vimos como fue bajado y se le puso en silla de ruedas, no pudimos evitar alguna lágrima. Luego, para llevarle a la planta alta del edificio, fue alzado en brazos…

Esa hubiera sido una oportunidad para que se derramaran sus emociones y llorando hubiera dicho algo como que “no es justo que yo me tenga que ir…”. Sin embargo, elevando sus manos para señalar todo el edificio, dijo: “Cuando uno se tiene que separar de todo cuanto ama aquí abajo, es duro…” Sólo se le escapó un leve gemido acompañado de una leve sonrisa, pero continuó, diciendo, plenamente convencido: “¡pero hay que aceptar la voluntad de Dios!”

          Allí oramos y, una vez más, lo encomendamos a Dios y pedimos su ayuda y fortaleza; pedimos por él, por su familia y por aquel nuevo trabajo que su hija estaba por iniciar. Pepe volvió al hospital, y nosotros, sobrecogidos por el entrañable y solemne amor que experimentamos, vueltos a nuestra reunión, la celebramos con una fe renovada, aunque un poco tristes por la ausencia del hermano y su familia.

Unos cuatro días antes de que Pepe entrara en coma fui a verle. Después de un rato se incorporó en la cama, y me dijo: “Aquí he escrito lo que quiero que se haga en mi ‘despedida’ de entre vosotros”. Me dio una hoja con todas las instrucciones. Noté que para el texto bíblico de la predicación había apuntado el salmo 73:25-26, que dice así:

          “¿A quién tengo yo en los cielos, sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra.  Mi carne y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi salvación y mi porción, es Dios para siempre.”

Entonces le dije: “Pepe, me has cambiado el texto… ¿Recuerdas que te había mencionado Juan 14:1-2?” Los días de sufrimiento en el hospital, las medicaciones y los calmantes, le habían impedido recordar ese detalle. Sin embargo, si bien él se sentía cada vez más débil, su fe no decrecía, al contrario, se fortalecía cada vez más. Mi texto de Juan 14:1-2 era mi aportación, pero su texto era su experiencia. Después de una pausa, me dijo: “Es verdad, pero tú sabrás combinar los dos pasajes”. “Por supuesto que así lo haré”, le dije.

          La realidad de esa experiencia reflejada en los versículos del salmo 73, quedó muy patente a los dos días cuando yo me encontraba haciéndole una nueva visita. Estando yo allí con Josefa y una de las hijas, entró la doctora – oncóloga y directora adjunta del departamento de oncología del hospital – acompañada de otra doctora que estaba por terminar su especialidad. Después de hacer la revisión pertinente, la primera le preguntó: “¿Y tú cómo estás, Pepe?” “Yo estoy bien – le contestó él – tengo paz, gozo y estoy rodeado de buena compañía.” Movía las manos con ademanes suaves, como tratando de aportar algo más de firmeza a su débil voz, aunque la firmeza y la confianza que expresaban sus palabras no necesitaran de tales gestos.

“Además – continuó – estoy experimentando lo que dice la Biblia, que esta leve tribulación momentánea está produciendo en mí un cada vez más excelente y eterno peso de gloria.”   *   Pausa. El silencio se podía cortar y la solemnidad de aquel momento nos tenía santamente sobrecogidos. Luego añadió: “Ya me queda poco para ir a ese lugar que dice la Biblia, donde no habrá más dolor, ni sufrimiento, ni llanto, y dice que Dios mismo secará las lágrimas de los ojos de ellos…”

Aunque semejante testimonio a nosotros nos producía gozo, es decir, a su esposa, a su hija y a mí, yo podía percibir que aquello era demasiado para las doctoras. No podían entender que, aparte de los procesos físicos y emocionales, puede haber todo un proceso en otro nivel más, es decir, en el espiritual. Para aquellos que son auténticos creyentes en Cristo, este proceso espiritual es una maravillosa realidad – también y sobre todo – cuando sufran una enfermedad como el cáncer terminal.

Luego dijo Pepe: “Además tengo un regalito para vosotras dos”. Tomó dos sobres que Josefa le extendió y se los dio a las doctoras. Parece que contenían palabras de agradecimiento por sus servicios prestados durante todo el tiempo que duró la enfermedad, además de algún texto bíblico que les podría servir de orientación espiritual. Ellas sabían que Pepe se estaba despidiendo de ellas…

Cuando salieron de la habitación, Josefa salió con ellas. La doctora jefa, se abrazó a ella, llorando por las impresiones recibidas, y le confesó que, siempre que visitaba aquella planta, el último a quien veía era Pepe. Es que si le veía a él primero, la honda impresión producida le impediría seguir con las demás visitas. Difícilmente ellas, y otros tantos del personal médico, podrán olvidar a su paciente Pepe.

          Al día siguiente le visitó el hermano de la mujer que murió de cáncer y a la cual Pepe había testificado de Cristo. De tal encuentro ya hablamos más arriba. Josefa me contó después como a Pepe esa conversación de dos horas, con el visitante y su esposa, significó un esfuerzo muy grande… A estas alturas ya le habían retirado el alimento, porque no servía de nada.

A los dos días de dicha visita Pepe entró en la fase final. Muchos hermanos, sobre todo en Córdoba, estaban orando; había visitas de unos y de otros para dar aliento a la familia. Un martes por la mañana, sobre las 9, como en otras ocasiones, se oían al fondo las canciones de alabanza que tanto le gustaban. Pepe había tenido los ojos cerrados por más de dos días, pero, de repente, al sonar las palabras de una de sus canciones favoritas: “Aquí estoy, con manos alzadas vengo; ¡tuyo soy Señor!”, ¡los ojos se le abrieron! Aunque ya no tenía voz, con su mirada supo despedirse, como diciendo a las que estaban allí a su lado, a Josefa y a las hijas: “¡Hasta pronto, mis queridas…!”
Los volvió a entornar y expiró…

          Al día siguiente, tal y como él mismo había dispuesto, se celebró el funeral en una iglesia evangélica de Córdoba.

Varios allí usaron la oportunidad de dar testimonio; entre ellos los compañeros de trabajo en la Prisión Provincial de Córdoba. Su querida hija Raquel pronunció palabras de agradecimiento a Dios, primero por su mismo “papi” y luego, por tanto que en ese tiempo, de casi un año de enfermedad, les había enseñado. Estaban también aquellos hermanos, tan cercanos y amorosos, que se habían turnado con Josefa y las hijas para acompañarle en los tiempos de hospitalización. Pepe les había dicho a ellas que dejaran que los hermanos estuvieran con él y que le atendieran; que así el personal y los pacientes, dijo, podrían apreciar algo de lo que es “la iglesia del Dios viviente”.

          Por mi parte, tuve la oportunidad de honrar la confianza que Pepe había manifestado en la realidad de aquel “lugar”, la “Casa del Padre”. No dudaba de que allí su arribo fuera esperado próximamente. Es en este ‘lugar’ que Dios tiene “muchas moradas” reservadas para todos los que han llegado a ser hijos suyos por fe en Cristo, gracias a su obra consumada en la cruz. Guiado por las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan, capítulo 14, hablé sobre esa “Casa del Padre”, pero en combinación, como Pepe quería, con el salmo 73.

Ahí el escritor expresa primero su desfallecimiento, porque está lleno de amargura y en su torpeza no entiende nada, pero después le consta que Dios, en su amor y fidelidad, le guía suavemente con su mano. ¡Esto hace que todo cambie! Ya no puede menos que exclamar: “¡Mi carne y mi corazón desfallecen; masla roca de mi salvación y mi porción es Dios para siempre!”

          Unas trescientas cincuenta personas quedaron impresionadas, no con los logros de un gran hombre, más bien con lo que Dios logra cuando una vida, cualquier vida, se abre a Él incondicionalmente. ¡A Él sea la gloria por siempre!

          Como conclusión queda una anécdota por ser contada.

Ya que había hecho referencia pública a la forma en que Pepe y yo nos habíamos conocido, es decir, en el calabozo compartido, hacía 42 años, y a la manera en que él allí llegó a ‘conocer a Cristo’, uno de los oyentes, un hombre de mi edad, se me acercó al haber terminado. Dijo ser amigo de Pepe desde su juventud, y que él también hizo la mili con Pepe. Lo que me contó era lo siguiente: “Mire, yo no soy de su comunidad, pero me acuerdo de ese momento cuando a Pepe le metieron en el calabozo, y me acuerdo como salió de allí cambiado”.

Añadió que él y otro compañero de mili, que era igualmente amigo de Pepe, comentaron entre sí de esta manera: “Allí en el calabozo ha tenido que haber alguien que ha cambiado a Pepe, porque ¡el Pepe ya no es el mismo!”

Por mi parte, me alegró que aquel hombre estuviera allí, y le expliqué que el único capaz de cambiar a Pepe, como a cualquiera, era el Señor Jesucristo; que ni yo, ni nadie, puede efectuar tal cambio. Lo cierto es que el hombre quedó muy emocionado con todo lo que había visto y oído. Ojalá, esa misma semilla de la Palabra de Dios que engendró VIDA en Pepe, la engendre en él también, y así en otros muchos más…

          ¿Diremos ahora, al terminar: “¡Qué en paz descanse!”?
No. Lo que decimos es:

“¡Pepe ya ha entrado en el gozo de su Señor!
¡A ti, Señor, te damos las gracias!
Caminando contigo, Pepe ya no se cansa más.”

*   Citado de 2ª Corintios 4:16-18

image010

Quien quiera contactar con el autor,
lo puede hacer por uno de estos medios:

Angel Bea Espinosa
e-mail: abeaespinosa@yahoo.es
Tlf.      +34 676484336