El Obrero Cristiano Normal – por Ni To-Sheng (Watchman Nee)

por

Ni To-Sheng (Watchman Nee)

(traductor: Jaime van Heiningen)

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P R E F A C I O

Cuando en una serie de mensajes un siervo de Dios dio libre curso a la carga que llevaba sobre su corazón, no pensaba en hacer ningún libro. No se dirigía a unos seres ausentes, o a unos personajes imaginados; hacía un llamamiento directo a sus colaboradores presentes.
Impresionados por el valor de estos mensajes, algunos de ellos quisieron compartir sus beneficios con otros cristianos que no tuvieron el privilegio de estar allí presentes. Este es el origen y el motivo de este libro.
Aunque estos mensajes van especialmente dirigidos a quienes están ocupados en la obra del Señor, poco se dice en cuanto al mismo trabajo: todo el énfasis está puesto en el obrero y su carácter moral.
Un varón de Dios hace un llamamiento a quienes han de ser los verdaderos colaboradores de Dios, no superhombres, ni gente cortada según determinado “patrón” cristiano, sino hombres que, según la norma cristiana, hayan sido llevados, por medio de la disciplina, a armonizar con la propia naturaleza de Dios – hombres que, por lo tanto, han de poder responder a la necesidad de Dios en el mundo actual.

 


 

C A P Í T U LO Simage008

 

1      DILIGENTE                           
2     ESTABLE                                        
3     QUE AMA AL PRÓJIMO           
4     BUEN OYENTE                            
5     MODERADO EN EL HABLAR                     
6     NO SUBJETIVO
7     QUE DISCIPLINA SU CUERPO
8     DISPUESTO A SUFRIR
9     FIEL EN CUANTO AL DINERO
10   LEAL A LA VERDAD

 

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           La vida diaria de un obrero cristiano está íntimamente relacionada con su trabajo. Por lo tanto, al examinar las cualidades requeridas para el ministerio cristiano, necesitamos considerar los problemas de su disposición natural y de su conducta. Para que un hombre esté calificado para el servicio espiritual, no sólo debe tener cierta disposición de carácter. El carácter de un obrero debe estar adaptado al carácter de la obra; y el pleno desarrollo del carácter de un ser humano no se lleva a cabo en un día. Si un obrero debe tener aquellas cualidades que son requeridas para que pueda servir al Señor, entonces deben examinarse varios asuntos relacionados con su vida diaria. Deberá dejar viejas costumbres y crearse nuevas mediante un proceso de disciplina. Reajustes fundamentales tendrán que verificarse en su vida para que llegue a estar en consonancia con la obra.

Hay algunos jóvenes que, desde el principio de su vida cristiana, revelan cualidades que justifican nuestra confianza de que lleguen a ser siervos útiles de Cristo. Por otra parte, los hay que ciertamente están dotados, pero que pronto caen por el camino y deshonran el nombre de su Señor. Puede que preguntes: ¿Cómo se explica que el desarrollo en las vidas de los obreros cristianos sea tan desigual?
Permíteme contestar muy francamente que hay ciertos rasgos fundamentales en la constitución de cada uno de ellos que determinan si el Señor podrá valerse de ellos o no. Así, un joven puede manifestar ciertos rasgos prometedores para el futuro, pero si carece de otras cualidades básicas, su servicio será un fracaso. Puede que tenga un verdadero deseo de servir al Señor, pero le faltan las disposiciones de un verdadero siervo. Nunca hemos conocido a un obrero cristiano que no pudiera refrenar su temperamento y que, sin embargo, fuese un buen obrero. Nunca hemos visto que una persona desobediente fuese un siervo útil al Señor.

Hay ciertas características que son indispensables para que uno pueda ser un obrero cristiano eficiente. Se requiere todo un proceso de derribo y de edificación para que el Señor tenga obreros aptos para cumplir sus requisitos. Las dificultades que pueden surgir con un candidato para el servicio cristiano, no se deben a la ignorancia, ni a la falta de habilidad; es el mismo hombre que está mal – hay una carencia fundamental en su formación. Por lo tanto, debemos humillarnos delante de Dios y someternos a la disciplina necesaria si aquellas lagunas en nuestro carácter han de ser rectificadas. Detengámonos delante de Él para descubrir algunas de esas cualidades indispensables en quienes han de servir al Señor de forma aceptable.

Una de dichas cualidades es la diligencia. Parece superfluo el tener que decirlo, pero es una afirmación esencial sobre la cual hay que hacer énfasis: el obrero cristiano debe ser una persona dispuesta y con ganas de trabajar. Hemos leído en el Evangelio según Mateo la historia de aquellos siervos a los que confiaron respectivamente, cinco, dos y luego un talento. Cuando, al cabo de una larga ausencia vuelve el señor de aquellos siervos para ajustar cuentas con ellos, el que sólo recibió un talento dice:
       

“‘Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste, por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo’.
         

Respondiendo su señor le dijo: ‘Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros y al venir, yo hubiera recibido lo que es mío con los intereses’.
         

‘Quitadle, pues, el talento y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera: allí será el lloro y el crujir de dientes’” (Mt. 25:24-30).
Este pasaje de la Escritura nos demuestra que el Señor requiere de cada uno de sus siervos que sea diligente en su servicio. Asimismo Él nos indica cuál era la principal dificultad en la vida de ese último siervo: era a la vez “malo” y “negligente”.  Reveló su maldad atreviéndose a llamar a su amo “hombre duro”. No nos detendremos sobre este aspecto de su carácter; hablaremos más bien del otro: su pereza o dejadez.

La negligencia no es una falta insólita. Los perezosos nunca buscan trabajo y si éste les viene al encuentro, intentan evadirlo. Desgraciadamente mucha gente, cristiana inclusive, padece de aquella “dolencia” y son un freno para sus colaboradores. ¿Has visto alguna vez a un obrero cristiano efectivo que fuese indolente? Al contrario, todos son diligentes, siempre atentos para no malgastar su tiempo y sus energías. En vez de estar siempre buscando una oportunidad para descansar, anhelan redimir cada oportunidad de servir al Señor.

Sólo mira a los apóstoles – ¡cuán diligentes eran! Piensa en la tremenda cantidad de trabajo que Pablo llevó a cabo a lo largo de su carrera. Recuerda cómo viajó de un lugar a otro, predicando el Evangelio por doquier o razonando asiduamente con personas en particular. E incluso cuando está encarcelado, sigue aprovechando las oportunidades, predicando a cuantos encuentra y escribiendo a aquellos de quienes está separado. Lee lo que mandó a Timoteo desde la cárcel: “¡Qué prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo!” (2ª Ti. 4:2). Las cadenas podían restringir los movimientos físicos de Pablo, pero no pudieron limitar la eficacia de su ministerio. ¡Cuántas riquezas espirituales no ministró por medio de las epístolas que escribió en cautiverio! No había el menor asomo de pereza en el apóstol Pablo – siempre aprovechaba las oportunidades que se le presentaban.

Por desgracia, muchos de los que profesan ser ministros cristianos no se molestan en buscar oportunidades de servir al Señor; y si alguien les viene sin haber sido llamado, lo consideran como una interrupción más bien que como una oportunidad – sólo anhelan que la persona inoportuna se vaya pronto y deje así de molestar. ¿Cómo se llama semejante actitud? Se llama pereza.

¿Conoces por casualidad a uno de tales obreros “obstruccionistas”? Se comprometen a hacer cierto trabajo, pero lo hacen de manera floja, dilatando todo lo que pueden, mientras dan una impresión de productividad. No tienen un interés serio en trabajar – sencillamente quieren “matar el tiempo”. ¿Qué les pasa? Su problema es una pereza absoluta.

En su carta a los filipenses dice el apóstol: “A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro” (3:1). Aunque Pablo estaba preso, no le molestaba tener que repetir la misma cosa al escribir a los filipenses, porque era para el bien de ellos. ¡Cuán diferentes son muchos cristianos! Si se les pide el menor esfuerzo, reaccionan como si les hubiesen cargado con un peso tremendo. Alguien que considera cualquier cosa como una carga no puede ser un fiel siervo del Señor; ni siquiera podrá ser un fiel siervo del hombre. Algunos de los que son llamados “ministros cristianos a pleno tiempo” son tan “súper-espirituales” que no ven la necesidad de trabajar duro, ni de rendir cuenta a nadie. Si fuesen empleados en un trabajo secular, ningún patrón toleraría semejante relajamiento; y sin embargo, engañándose, piensan que a Dios, sí, pueden servir de este modo. ¡Nuestros caracteres necesitan ser disciplinados! – hasta que ya no nos resulte molesto el trabajo, sino que, al contrario, gastemos nuestro tiempo, nuestras energías y nuestros recursos sin reserva alguna para servir a los demás. Pablo no sólo se entregó del todo al ministerio espiritual, sino que conocía por experiencia lo que significa un arduo trabajo material. Fíjate en su propia declaración: “Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido” (Hch. 20:34). He aquí a un verdadero siervo del Señor.

Algunos de esos llamados “obreros cristianos” tienen en verdad una aversión al trabajo; siempre encuentran una excusa para evitarlo. Otros carecen del impulso para buscar el trabajo y están meramente dando vueltas, a ver si se presenta algún trabajo para hacer. Todo fiel siervo de Cristo redime las horas y los minutos y cuando no está ocupado en lo exterior, está interiormente activo, esperando al Señor con verdadero ejercicio de corazón. En cierta ocasión, nuestro Señor dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Jn. 5:17); y en otra ocasión formuló a sus discípulos esta pregunta pertinente: “No decís vosotros: ‘Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega?’” Y contestando Él Mismo, añadió: “He aquí os digo: ‘Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega’” (Jn. 4:35).

Los discípulos estaban dispuestos a esperar durante cuatro meses antes de emprender la tarea, pero nuestro Señor dice que el tiempo para obrar es ahora y no en alguna fecha futura: “Alzad vuestros ojos y mirad”, dijo, indicando así cuál era la clase de obreros que necesitaba. No precisaba a quienes están esperando a que el trabajo venga hasta ellos, sino a quienes tienen vista para descubrir la obra que ya está esperando que se haga. Nuestro Señor estaba siempre alerta para cooperar con el Padre en cuanto Él hiciera; y como el Padre era activo de continuo, el Hijo lo era también.

No es la febril actividad de personas cuya disposición inquieta las tiene siempre en movimiento, la que proveerá para la necesidad, sino la solicitud de un siervo diligente que ha aprendido a tener la mirada “levantada”, viendo así siempre la obra del Padre que le está esperando. ¡Qué trágico que tan poca gente sea capaz de percibir qué es lo que Dios está haciendo en el día de hoy! Es trágicamente posible que pasemos al lado mismo de un campo blanco para la siega sin advertir siquiera el grano maduro. La obra puede estar “a la mano” y no nos demos ni cuenta. Los creyentes que no están conscientes de la urgencia de la tarea y que pueden esperar cómodamente “cuatro meses” antes de emprender la obra son “siervos inútiles”. Cristo necesita obreros que rediman celosamente el tiempo y que nunca dejen para mañana lo que puedan hacer hoy.

En algunos lugares la cosecha se pudre sobre el campo porque hay tantos creyentes que no tienen ganas de trabajar. La diligencia es pues algo esencial si queremos servir al Señor, pero ésta es en primer lugar una disposición interior que no puede medirse por la actividad exterior. Para no dar lugar a nuestra indolencia natural, debemos empeñarnos en cultivar una disposición de diligencia. Sin embargo, si somos perezosos por naturaleza, no tiene sentido el que nos esforcemos a trabajar algo más duro – de nada nos servirá, porque después de un esfuerzo grande, volveremos a ser lo que éramos antes. Lo que necesitamos es cambiar de naturaleza, de constitución. Nos es muy conocido aquel versículo que dice que el Señor “vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. No se limitó a establecer “contactos” con las personas; vino para buscarlas y para salvarlas. ¡Con cuánta diligencia buscaba y salvaba! Esa misma disposición es la que necesitamos.

En el primer capítulo de su segunda carta el apóstol Pedro escribe: “Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; y al conocimiento, dominio propio; y al dominio propio, paciencia; y a la paciencia, piedad; y a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor” (5-7). Estas continuas añadiduras son propias de cualquier persona diligente. Debemos cultivar una disposición que nunca deja de apropiar nuevos territorios en el ámbito espiritual, porque así seremos siervos útiles al Señor.

¡Cuán intensamente positivos necesitamos ser en su servicio! Algunos obreros cristianos dan la impresión de carecer en absoluto de un sentido de responsabilidad; no se dan cuenta de la tremenda extensión del campo que se abre ante ellos; no se sienten movidos a llegar hasta los confines de la tierra con el evangelio; sólo hacen su migaja de trabajo y esperan que todo salga bien. Si hoy no han visto la salvación de un alma, lo aceptan como cosa natural y entretienen una esperanza vaga de que mañana los resultados serán mejores; pero si al día siguiente no logran llevar a un alma a los pies de Jesús, vuelven a resignarse a “lo inevitable”. ¿Cómo podrá el Señor cumplir sus propósitos a través de tales obreros?

Pedro era muy distinto. En el pasaje que acabamos de citar intenta seriamente estimular a sus lectores para que no permanezcan pasivos. Vuelve a leer dicho pasaje y nota la divina energía que late en todo su ser, la que intenta comunicar a los demás por medio de su carta. Dice, en efecto, que tan pronto como hemos adquirido una virtud cristiana, debemos esforzarnos inmediatamente para suplementarla con otra; y al haber adquirido otra, buscar para ella algo que sea complemento adecuado. Así que, debes seguir adelante sin cesar; nunca relajándote contento con lo que ya alcanzaste; siempre añadiendo, cesando nunca hasta llegar a la meta. ¿Con qué propósito nos esforzamos así? “Si estas cosas están en vosotros y abundan”, nos explica Pedro, “no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (v. 8).

Nota como la diligencia neutraliza la ociosidad. El lado negativo de la ociosidad tiene su respuesta en el lado positivo de la diligencia. No se puede tratar la ociosidad de modo negativo; está arraigada en la pereza, y la cura de la pereza es la diligencia. Si como obreros cristianos estamos habitualmente sin empleo, tendremos que ser drásticos con nosotros mismos; tendremos que suplir lo que nos falta por naturaleza. Y, habiendo remediado la primera deficiencia, le toca a la segunda, luego a la tercera. Y así sucesivamente con las demás lagunas hasta que no estemos más ociosos, “ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo”. Si Dios nos capacita para obrar de este modo, nuestros caracteres serán transformados. Ya no estaremos desocupados sino que aceptaremos con gusto el duro trabajo y seremos siervos gozosos del Señor.

Pedro era siempre diligente, a fin de conseguir que sus lectores lo fuesen también. Nota lo que dice en el versículo 15: “También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas”. Lo que aquí nos llama la atención no es una mera actividad obvia y exterior. Es un apremio interior, una premura espiritual, la que en el apóstol Pedro engendró este esfuerzo incansable.

¡Ojalá despertemos al peso de nuestra responsabilidad, a la urgencia de las necesidades espirituales que nos rodean y a la ligereza del paso del tiempo! Si la gravedad de la situación nos oprime, no podremos menos que trabajar, incluso si tenemos que privarnos de alimento y de sueño para llegar a la meta. Casi se ha gastado nuestro tiempo, y todavía existen inmensas necesidades; aún queda nuestra solemne obligación sin ser llevada a cabo. Cual hombres moribundos, démonos con todas nuestras energías a los moribundos en derredor nuestro. No permitamos que nuestra pereza natural nos engañe para demorar, sino levantémonos hoy mismo, no esperando de nuestros cuerpos otra cosa que un verdadero servicio. ¿De qué nos vale decir que nuestro deseo sea servir al Señor si no nos levantamos de nuestro letargo? Y, ¿de qué nos valdrá todo nuestro conocimiento de la verdad si no es capaz de salvarnos de nuestra indolencia nata?

Volvamos al pasaje de Mateo 25 que ya consideramos al principio. En aquella parábola vemos al siervo de un señor teniendo que responder de dos cargos cuando comparece: el de ser “malo” y el de ser “negligente”. Su señor pronuncia la sentencia: “y al siervo inútil, echadle en las tinieblas de afuera” (30). A un siervo perezoso, el Señor lo califica de “inútil”. Sólo puede valerse de la utilidad de un servidor diligente.

No tomemos este asunto a la ligera – es una solemne advertencia. Desde hoy mismo miremos al Señor para que nos capacite para cambiar radicalmente nuestras indolentes costumbres. Siendo la indolencia un hábito arraigado, y desarrollado a lo largo de los años, no podemos esperar que se corrija en un día o dos; ni que se remedie con un tratamiento blando.
Tendremos que tratar con nosotros mismos de forma drástica delante del Señor, si es que queremos llegar a ser obreros que no sean “inútiles” en su servicio.

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 La estabilidad es otra de las cualidades que debe manifestarse en la vida de cada obrero cristiano. Por desgracia, ¡muchos cristianos son muy cambiadizos! Su estado de ánimo varía con el tiempo, de tal modo que, a veces, siendo juguete de las circunstancias, dejan de ser fiables. Sus intenciones son buenas, pero como son emocionalmente inestables, pierden el control de sí mismos con cierta frecuencia.

La Biblia nos bosqueja a un hombre de semejante temperamento en la persona de Simón Pedro. Cierto día, el Señor preguntó a sus discípulos acerca de la opinión que la gente tenía de Él; a lo que contestaron que unos decían que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que era Jeremías o algún otro de los profetas.

Luego dirigió la pregunta a ellos mismos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” La contestación de Pedro, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, produjo esta respuesta inmediata: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt. 16:13-18).
Nota la declaración: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia”. Parece que el Señor alude aquí al contraste que trazó, en el “sermón del monte”, entre el hombre prudente que construyó su casa sobre la roca, la que resistió a las lluvias y a la tempestad, y el hombre insensato que edificó su casa sobre la arena, la que bajo las mismas condiciones, se derrumbó. No importa las presiones y aprietos a que la Iglesia esté sometida, no puede jamás desmoronarse por cuanto está firmemente asentada sobre la Roca, Jesucristo.

Más tarde, Pedro escribió las siguientes palabras: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual” (1ª P. 2:5). El “armazón” y los “muros” de la Iglesia son de la misma sustancia, del mismo material, que los “cimientos”. Como la estabilidad es una característica del fundamento, así caracteriza toda la construcción. La estabilidad es un rasgo necesario en el carácter de cada obrero cristiano – cada uno es una “piedra viva”.

Así Cristo dijo a Pedro: “Tú eres Pedro (en griego: “petros”, una piedra o guijarro), y sobre esta roca (en griego: “petra”) edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. En el edificio, una sola piedra no es una masa rocosa como lo es el fundamento; pero aunque el fundamento y el resto del edificio difieren en tamaño, su sustancia es la misma. Cabe que cada uno de los que integramos el edificio de la Iglesia seamos “pequeños” (por lo que al tamaño se refiere), pero en nada diferimos de la Cabeza de la Iglesia por lo que atañe a su naturaleza: es la misma.

Y observa cómo sigue el pasaje ya citado: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”. Esta promesa hecha a Pedro, fue hecha más tarde a la iglesia (Mt. 18:18). Es evidente que el pasaje va dirigido personalmente a Pedro, pero nota que es en su condición de ministro de Cristo que las llaves del Reino le son confiadas, es decir, Dios le capacita para funcionar como quien abre puertas. En Pentecostés y más tarde en casa de Cornelio funcionó claramente en esta capacidad.

En el primer caso abrió las puertas del Reino a los judíos, y en el segundo, a los gentiles. Pero cuando el Señor Jesucristo se dirigió a Pedro en Cesarea de Filipos, su carácter no correspondía a su nuevo nombre de “piedra”, de modo que, en aquel entonces, no pudo (todavía) valerse de las llaves del Reino. En cambio, cuando por la gracia del Señor fue librado de la inestabilidad – la que le caracterizó hasta aquel entonces – y fue transformado en un ministro de Cristo, firme como una roca, entonces pudo usar las llaves que le habían sido confiadas y pudo valerse de su autoridad para “atar y desatar”.

Nadie que sea de temperamento vacilante puede ejercer un ministerio de tal naturaleza. El carácter del ministro debe concordar con el carácter del ministerio. Ambos han de reflejar ese carácter de la Iglesia que hace que las puertas del Hades no pueden prevalecer. Por desgracia, sí, prevalecen sobre muchos obreros cristianos por cuanto están siempre vacilantes. Es por esto que no son de confianza en la obra. A menos que nuestras naturalezas movedizas y variables sean transformadas, no podremos funcionar en el ministerio específico que nos ha sido encomendado. Pero, ¡alabado sea el Señor! – Él tiene los medios para transformar nuestro carácter. Transformó el carácter de Pedro. El Señor puede tratar cualquier tipo de debilidad que enturbia nuestras vidas y puede reconstituirnos de tal modo que llegamos a serle aptos para sus designios.

La Biblia nos enseña que si Pedro pudo confesar a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, fue por revelación. Por sí mismo, nunca habría podido hacer tan maravilloso descubrimiento. No fue hombre alguno quien se lo manifestó, sino Dios mismo. A partir de la confesión de Pedro, Jesús empezó a contar a los discípulos algo de los padecimientos que le esperaban; y les habló claramente de su inminente crucifixión y de su resurrección. Esto provocó que Pedro le tomara aparte. “Comenzó a reconvenirle, diciendo: ‘Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca’. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ‘¡Quítate de delante de mí, Satanás!’” (Mt. 16:22-23).

¡Nota el repentino cambio convulsivo! Pedro, que acaba de alcanzar sublimes alturas de experiencia espiritual, ya tiene un bajón profundo y peligroso. Apenas habíamos oído como el Señor le dijo que tenía una maravillosa revelación de Dios, y ya oímos que declare que Pedro es instrumento en las manos de Satanás. De un momento, en que Pedro dice al Señor: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, a otro en que es recriminado por el Señor. Estos dos momentos, tan próximos en el tiempo, son polos opuestos en la experiencia espiritual; y el mismísimo hombre que acaba de ser un instrumento de la revelación divina se ha convertido, en un espacio brevísimo, en herramienta en la mano de Satanás, que procura impedir que el Señor se encamine hacia la cruz.

El Señor reacciona inmediatamente, y, dirigiéndose directamente a Pedro, a quien hacía momentos había dicho, “Bienaventurado eres”, le dice, “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” Sólo transcurrieron unos breves instantes desde que dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia”. Y ahí está el dilema, ¿cómo un hombre, vencido él mismo por Satanás, podría ser de alguna utilidad para edificar la Iglesia, de la cual afirma el Señor que las puertas del Hades no prevalecerán contra ella? Para que Pedro pueda ser un instrumento útil, necesita experimentar un cambio fundamental. Y esto es precisamente lo que ocurrió. Leamos la historia relatada en Mateo 26.

Cuando los discípulos se reunieron en torno al Señor, después de la celebración de la pascua, les dijo: “Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: ‘heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas’”. Con su característico arrojo, Pedro protestó inmediatamente: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”. Con lo cual, Pedro estaba claramente contradiciendo al Señor; pero no fue una mera bravata, él estaba convencido de que decía la verdad. Por cuanto Pedro estaba tan firmemente creído en sí mismo, el Señor repitió su afirmación general dirigida a todos los discípulos, y, dirigiéndose directamente a Pedro, añadió detalles que describen cuán profunda sería su caída al desertar al Señor. Pero la autoconfianza de Pedro estaba tan hondamente arraigada que las afirmaciones del Señor no pudieron convencerle y, más vehemente que nunca, protestó: “Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré”. Pedro no intentaba engañar a nadie – estaba convencido de cada una de sus palabras. Amaba al Señor y anhelaba seguirle sin reservas. Al expresarse de este modo, manifestó el anhelo de su corazón; pero se equivocó – creía que era verdaderamente el hombre que deseaba ser. Pedro estaba dispuesto a pagar el precio de seguir al Señor – aun el más alto – pero se desconocía a sí mismo; en su “crédito” espiritual no había fondo para tan alto precio.
Poco después de que Pedro hiciera sus repetidas afirmaciones de que le seguiría a cualquier precio, el Señor le dijo a él y a otros dos discípulos, a quienes llevó aparte en el huerto de Getsemaní: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo”. Pero los tres se durmieron. Dirigiéndose otra vez a Pedro, Jesús le dijo: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” Pero sin esperar la contestación de Pedro, añadió: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”. ¡Exactamente! Ahí estaba Pedro – tan dispuesto, pero tan débil.

Aquella escena de nuevo cambió. Y con las circunstancias cambiantes, cambió también Pedro. Una turba se acerca para prender a Jesús – ahora, sí, se despierta Pedro y sus emociones. Alarga la mano, saca la espada y corta la oreja del siervo del sumo sacerdote. ¿No prueba esto que está dispuesto a morir por su Señor? Espera un poco… – Jesús es arrestado y se lo llevan solo – ¿dónde está Pedro? “Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron.” Pedro ha desertado a su Señor.

Marcos informa que: “Pedro le siguió de lejos hasta dentro del patio del sumo sacerdote; y estaba sentado con los alguaciles, calentándose al fuego” (15:54). Repentinamente, una de las criadas del sumo sacerdote le reconoció y exclamó: “‘Tú también estabas con Jesús el Nazareno’. Mas él negó diciendo: ‘No le conozco, ni sé lo que dices’” (67-68). ¿Es este el mismo hombre – aquel que ese día, temerariamente, cortó la oreja del siervo del sumo sacerdote? Sí, es Pedro, ahora vencido por el miedo cuando una criada del sumo sacerdote le identifica como uno de los discípulos… Y le niega a su Señor. Poco tiempo antes anhelaba seguirle a cualquier precio, incluso dando su vida, pero ahora sólo quiere preservarse la vida a cualquier precio.

Aquella fuerte emoción que surgió y le sacudió, ya pasó. Mientras que Jesús es escarnecido ante el tribunal, Pedro, preso del pánico, trata de esquivar cualquier relación con sus sufrimientos. Con este fin se aleja hasta la entrada donde oye a otra criada decir a los presentes: “También éste estaba con Jesús…” Es lo que provoca otra negación inmediata. Mateo nos dice: “Pero él negó otra vez con juramento: ‘¡No conozco al hombre!’” (26:72).

Poco después, acercándose los que por allí estaban, le dijeron a Pedro: “‘Verdaderamente, también tú eres de ellos, porque aún tu manera de hablar te descubre.’ Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: ‘¡No conozco al hombre!’” (73-74) ¿Cabe que esto sea Pedro, un hombre que niega tres veces a su Señor, y con juramentos y maldiciones? Sí, esto es Pedro.

La dificultad de Pedro no era meramente superficial. Había un defecto fundamental en su carácter. Se dejaba arrastrar por sus emociones, y su conducta era siempre imprevisible, como ocurre con la gente cuya conducta es controlada por sus sentimientos. El entusiasmo les lleva unas veces a las alturas más sublimes; otras veces, la depresión los hunde profundamente. Cabe que reciban revelación divina, pero cabe también que pongan obstáculos a lo que Dios quiere hacer.

Son capaces de hablar y de obrar rápidamente cuando surge un repentino impulso, pero el impulso puede que no sea de Dios. Muchos problemas en la obra del Señor surgen a causa de este defecto radical en la vida de sus siervos. Y como la dificultad es radical, la corrección necesita ser radical.

Pedro era dado a la sinceridad. No le gustaba la diplomacia ni la duplicidad; pero tenía fuertes emociones y confió en sus emociones hasta que, en el día de la prueba, salió a luz que no era ese hombre de devoción férrea a su Señor que sus sentimientos le habían hecho creer.

Hermanos, por desgracia podría ser que el amor que imaginamos tener hacia el Señor sea poco más que un apego sentimental. Nuestras reacciones emocionales a su amor no son necesariamente tan hondas y tan puras como nos imaginamos. “Sentimos” que le amamos profundamente; pero nos movemos en el ámbito del “alma”, en contraste con el del “espíritu”, y fácilmente pensamos que somos realmente el tipo de persona que “sentimos” ser. Sentimos que queremos vivir sólo para Él y morir para Él, si así Él lo requiere; pero si el Señor no quebranta esa autoconfianza como quebrantó la de Pedro, seguiremos siendo engañados por nuestros sentimientos, y nuestra vida será un interminable vaivén.

Pedro no mintió deliberadamente cuando afirmó su devoción al Señor, pero sus sentimientos le indujeron a creer una cosa que no correspondía con la verdad. Es algo horrible decir una mentira, pero es cosa patética creer una mentira. Si seguimos confiando en nuestros sentimientos, puede que el Señor nos haga descubrir — por un quebranto serio – que nuestra vida emocional no es digna de confianza. La medida de nuestra aptitud para seguir al Señor no puede evaluarse por la medida de nuestro anhelo de seguirle.
¡Ojalá reconozcamos el hecho de que la Iglesia es una estructura eternamente estable! El fundamento de la Iglesia es un fundamento-roca, y cada piedra, a través del edificio entero, ha sido sacada de la misma cantera. Si nuestro carácter no ha llegado a armonizar con el carácter de la Iglesia, ¿qué esperanza podemos entretener de jugar alguna parte en su construcción? El edificar con materiales inferiores pondría en peligro toda la estructura.

Material de una calidad distinta a la del fundamento no resistirá la presión a la que estará expuesto. Esto hará que nuestros esfuerzos para edificar sólo resultarán en un fracaso y el fracaso significará pérdida para nosotros y para otros, además la pérdida de un tiempo precioso para completar el trabajo. Hacemos bien en tener en cuenta la palabra de 1ª Corintios 15:58: “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre.”

Gracias a Dios, Pedro, como resultado de su quebranto, fue llevado a descubrir su propia debilidad, y su caída tuvo la suficiente profundidad como para que su autoconfianza se hiciera añicos. Nuestras pasadas faltas ¿no fueron suficientemente graves como para convencernos de nuestra falta de fiabilidad? Seguimos orando para que el Señor arroje luz sobre nuestra condición espiritual, pero ¿no es el conocimiento de nuestros pasados fracasos luz suficiente para hacer que nos postremos ante Dios, con honda contrición, permitiendo que Él nos vuelva a hacer, así como volvió a hacer a Pedro? Cuando el colapso de Pedro le reveló que tipo de persona era, leemos que “salió y lloró amargamente”. Desde aquel momento, el Señor empezó a remoldear su carácter hasta corresponder con su nuevo nombre, Pedro. Sólo entonces pudo usar las llaves del Reino y con poderoso efecto.

No podemos esperar llegar a ser tan señalados instrumentos como lo fue Pedro, pero confiamos en que el Señor tenga misericordia de nosotros y obre en nuestras vidas una transformación como la obró en la suya. Un cambio radical es necesitado en nuestro carácter si hemos de ser obreros cristianos dignos del nombre.

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          Si el amor a los hermanos es algo esencial en la vida de cada obrero cristiano, no menos esencial es su amor hacia todos los hombres. Dijo Salomón que “quien escarnece al pobre afrenta a su Hacedor” (Pr. 17:5). Dios es el Creador de todos los seres humanos y quien no ama, o quien desprecia, a cualquiera de ellos, no es apto para ser siervo de Dios. Es verdad que el ser humano ha caído, pero el hombre caído ha venido a ser el objeto del amor redentor; y el mismo Señor, quien redimió al hombre, se hizo hombre. Gradualmente crecía desde su infancia hasta la plena madurez. Y cuando Dios tenía ahí al Varón de su deseo en la persona de su Hijo, y cuando le había exaltado a su diestra, entonces nació la Iglesia, “un nuevo hombre” en Cristo.

Cuando llegamos a entender la Palabra de Dios, y de forma real, entonces nos damos cuenta que la expresión “hijos de Dios” no es de tanto peso como el término “hombre”. Nos damos cuenta, además, que la elección divina tenía por objeto un hombre glorificado – un hombre colectivo. Cuando ves cuál es el lugar que el hombre ocupa en el propósito de Dios; cuando lo ves como el enfoque de todos sus pensamientos; cuando ves como el Señor se humilló a sí mismo haciéndose hombre; entonces aprendes a apreciar a toda la humanidad.

Cuando nuestro Señor estuvo sobre la tierra dijo: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mr. 10:45). No afirmó que el Hijo de Dios vino para servir al hombre; lo que dijo es que: “El Hijo del Hombre vino…” Ahí vemos la actitud del Señor para con el ser humano.

Un serio problema con los que están ocupados en la obra cristiana, es su falta de amor para el hombre, su carencia de estima hacia el hombre, su falta de darse cuenta del valor del hombre a los ojos de Dios. Hoy nos figuramos haber alcanzado una gran altura si hemos empezado a amar a los hijos de Dios. Pero, ¿basta eso? ¡Necesitamos ser ensanchados! ¡Necesitamos llegar a la convicción que nuestro amor tiene que abrazar a todos los hombres; necesitamos entender que todos los hombres son igualmente preciosos para Dios! No tengo la menor duda de que tengas interés en unas pocas personas – tal vez particularmente inteligentes – es decir, en unos pocos que destacan de un modo u otro. Ese interés por personas excepcionales no me hace falta averiguar – lo que quisiera saber es si te interesas por EL HOMBRE.

Este es un asunto de suma importancia. La frase: “El Hijo del Hombre vino…”, implica en primer lugar un intenso interés de parte suya en el hombre – un interés tan grande que Él mismo se hizo hombre. ¿Y tú? ¿Hasta qué punto estás interesado? Quizá piensas: “Bueno, ese fulano no vale gran cosa”. O: “Aquel individuo casi no sirve”. Pero ¿qué es lo que había en la mirada del Señor? Él vino a estar entre los hombres como Hijo del Hombre.

Tan alto era su aprecio del hombre que se hizo hombre, para que pudiera servir a los hombres hasta lo sumo. Es cosa asombrosa, cosa doliente, que muchos de los hijos de Dios no tengan más preocupación por los hombres. Hermano, hermana, ¿sabes lo que significa realmente esta palabra: “el Hijo del Hombre vino”? Quiere decir que Cristo llevó sobre su corazón a toda la humanidad. ¡Qué cosa anormal si nuestro interés no pase de unos pocos preferidos!

Un interés en la raza humana es requisito básico para todo obrero cristiano — no el interés en cierta sección. “De tal manera amó Dios al mundo”. Su amor abarcó a todos, y así debe ser el nuestro. No hemos de limitar nuestro interés a sólo los hijos de Dios, o a cualquier otra clase particular de gente, sino que debe manifestarse hacia todos.

Nos hemos acostumbrado a hablar de ciertos hombres como de nuestros “hermanos” y de todos los hombres como nuestros «semejantes»; y quizás hemos empezado a apreciar el hecho de que algunos hombres y mujeres son verdaderamente hermanos nuestros. Pero ¿estamos apreciando este otro hecho – el que todos los seres humanos son “semejantes”, que son “compañeros” nuestros?

¡Desgraciadamente, muchos de los que profesan ser siervos del Señor nunca abrieron sus corazones a todos sus “compañeros”! Si sólo cayéramos hondamente en la cuenta de que Dios es nuestro Creador y que todos los hombres somos compañeros de creación, ¿cómo podríamos buscar un “aprovechamiento” de los demás de manera alguna? Si en relación con nuestros semejantes, sólo buscamos nuestros propios intereses, nuestra obra será de un valor muy limitado a los ojos de Dios, por muy amplia que sea su extensión.

“Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr. 10:45). “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10). Fue por el hombre que el Señor Jesús vino a la tierra – vino con el propósito específico de servir al hombre. Fue su intenso interés en el hombre lo que le trajo del cielo a la tierra para servirles a los hombres hasta el punto de derramar su vida en su rescate. Era motivado por el amor apasionado que les tenía. Su servicio del hombre era el resultado de su amor al hombre, y por cuanto su amor no tiene límites, pudo servir hasta la muerte en la cruz.

Si intentas predicar el Evangelio a los perdidos, pero nunca fuiste “tocada” por estas palabras: “Dios creó al hombre”, de tal modo que te acerques a los hombres como a tus compañeros; si tu interés en los hombres nunca ha sido más que un interés pasajero, entonces no eres apto para predicar a Cristo como “rescate por muchos”. Esta verdad de que Dios creó al hombre a su semejanza y que le amó por cuanto era sumamente precioso para Él, necesita amanecer de veras en nuestros corazones. A menos que “el hombre” llegue a ser el objeto de nuestro afecto, no podremos llegar a ser siervos de los hombres.

Muchos obreros cristianos tienen una actitud equivocada hacia su prójimo. Lo consideran como una carga y a veces se ofenden por sus hechos y son incapaces de perdonarlo. Nosotros mismos, pecadores por naturaleza, ¿cabe que vacilemos en perdonar a los demás pecadores? ¿Cómo podemos dejar de entender sus debilidades y faltas? Y ¿cómo podemos sino amarlos, sabiendo su valor para el Señor? Él, como buen pastor, pudo abandonarlo todo para ir en busca de una sola oveja perdida; el Espíritu Santo, como la mujer de la parábola, pudo buscar afanosamente una sola moneda perdida; y el Padre, como aquel de la otra parábola, no tuvo reparo en salir a dar la bienvenida a un solo hijo perdido. En las parábolas de Lucas 15 vemos que el amor divino era capaz de gastarse libremente para redimir aunque fuera un alma sola. ¿Cómo puede pasar inadvertida para nosotros la intensidad del amor divino hacia el hombre?
Hermano y hermana, en vista del apasionado interés que Dios tiene hacia el hombre, ¿puedes seguir considerando a tus “compañeros” con indiferencia? Mientras no se ensanchen nuestros corazones y se amplíe nuestro horizonte, no valemos para su servicio.

Necesitamos captar el valor con que Dios le ha evaluado al hombre; necesitamos ver el lugar que ocupa en el eterno designio del Señor; necesitamos ver qué significa la obra redentora de Cristo. Sin ello, es cosa vana imaginar que criaturas endebles como nosotros podamos jamás tener parte en la magna obra de Dios.

¿Cómo puede alguien, que no ama las almas, ser utilizado en la salvación de las almas? Resolver este problema fundamental – nuestra falta de amor hacia los hombres – significa que otras tantas dificultades, que tengamos en relación con los hombres, se desvanecerán. Tendemos a pensar que unos son demasiado ignorantes y que otros son demasiado duros, pero tales problemas dejarán de existir en cuanto se resuelva nuestro problema fundamental – el de la falta de amor hacia los hombres. Al bajarnos del pedestal y al aprender a tomar nuestro lugar como hombres-entre-hombres, no habrá más lugar para el desdén de ninguno.

Algunos obreros cristianos, criados en las ciudades, al salir a los campesinos, adoptan una actitud de superioridad hacia ellos. ¡Qué contraste con el Hijo del Hombre, quien vino para ser siervo de todos! Si vas a predicar el Evangelio en cualquier sitio y no vas como un “hijo del hombre”, fracasarás en tu misión. Si trabajas entre otros con una actitud de “condescendencia”, no te engañes en confundir la condescendencia con la humildad – propia de Cristo. La condescendencia consciente no es más que una imitación de la humildad; la verdadera humildad es inconsciente.

Cuando Cristo vino en medio de los hombres, lo hizo como hombre auténtico. Vivió cual hombre en medio de hombres. Muchos obreros cristianos se mueven entre sus semejantes, creando la impresión de que su asociación con ellos es todo un favor.

Nuestra actitud y comportamiento nunca deben inspirar sentimientos de disparidad. A menos que podamos ser como hijos-de-hombres entre los hombres, nunca seremos verdaderos siervos del hombre, ni verdaderos siervos de Dios. Los obreros de Dios han de estar tan vacíos de sí mismos que sean humildes inconscientemente. Si un hombre ignorante y perdido es distinto de ti y de mí, lo es tan sólo en que tú y yo somos salvos y él no. Él ocupa un lugar en el designio creador de Dios tal como tú y yo; está ubicado en el propósito redentor de Dios, tal como tú y yo; y tiene un potencial para Dios tal como tú y yo.

Tal vez dices: “No me preocupa tanto la ignorancia de los demás; lo que, sí, me cuesta es el contacto con los tramposos o la gente inmoral. ¿Cómo definir mi actitud hacia ellos?” Basta que eches una mirada retrospectiva a tu propia vida. ¿Dónde estabas cuando te alcanzó la gracia de Dios? ¿Y dónde estarías hoy si no fuera por la gracia de Dios? Si en cualquier aspecto tu vida presente es diferente a la de ellos, se debe enteramente a su gracia.

Medita en lo que la gracia de Dios hizo a favor tuyo. Al contemplarla, no puedes hacer más que agachar la cabeza delante de Él y confesar: “Por naturaleza soy tan pecaminoso como los demás, pero por tu gracia soy un pecador salvado”. Así que, no hay motivo de ser exaltado; más bien de inclinarte profundamente delante de Él. Si hay alguna diferencia con los demás, nunca es causa de envanecimiento – el apóstol pregunta: “¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” – 1ª Co. 4:7. Ver el pecado debe darnos horror, pero no debe retenernos en ir en busca del pecador.
Al tener presente que cada siervo de Dios tiene su propia función, no olvidemos que, por distintas que sean sus funciones, todos los que sean auténticos se caracterizan por esto: están interesados, intensamente interesados, en los hombres. Si tú no sientes atracción por los pecadores, incluso, más que esto, les quisieras esquivar, ¿qué esperas lograr en tu predicación del evangelio? ¿Acaso se acobarda un médico por la enfermedad de sus pacientes? Si buscamos a los perdidos, conscientes de que cada alma en particular es preciosa para Dios, entonces iremos a ellos, no bajo la compulsión del deber, sino bajo el impulso de una irresistible atracción. Al acercarnos a ellos con la espontaneidad del amor, veremos que se nos abre un campo de servicio ilimitado, y que, en la misericordia de Dios, para algo contamos como siervos suyos.

¡Ojalá se nos abran los ojos para reconocer en cada ser humano, no sólo un alma viviente, sino un alma con un potencial inmenso! ¡Cuánto cambiaron nuestros sentimientos hacia los redimidos a partir de ese momento en que nos dimos cuenta que somos “conciudadanos con los santos, y miembros de la familia de Dios”! Notaremos otro cambio similar hacia los perdidos una vez que, a la luz divina, descubrimos que cada uno es “compañero-de-creación”. Entonces les valoraremos y les amaremos, y habrá una armonía con el Señor en su deseo de ganarlos para Él y a que vengan a ser, en sus manos, el material del cual se vale para edificar su Iglesia. Si tú o yo despreciamos algún alma humana, no somos dignos de estar en el servicio del Hijo del Hombre, porque sus obreros son siervos de hombres – su gozo es el servir a sus prójimos.

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          Otra de las cualidades que esperamos encontrar en la vida de cualquier obrero cristiano es su capacidad de escuchar. No cabe duda que mucha gente considera esto como algo de menor importancia, pero tanto la experiencia como la observación nos han demostrado que eso no es así.
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Cualquiera que quiere servir al Señor debe adquirir la costumbre de escuchar lo que las personas estén diciendo, no de modo superficial, sino escuchando atentamente para oír y captar lo dicho. Si un cristiano atribulado se dirige a un siervo del Señor por ayuda, éste, mientras está escuchando la historia que le cuenta su hermano, debería poder discernir tres clases distintas de palabras: las que salen de su boca; las que retiene; y aquellas que no puede pronunciar por cuanto yacen en lo profundo de su espíritu.

En primer lugar, entonces: Debes aplicarte a escuchar lo que la persona en efecto está diciendo, y escuchar hasta haberte enterado qué es lo que está buscando. Esto significa que necesitas estar en quietud delante de Dios, para tener la mente clara y tu espíritu sosegado, porque escuchar no es cosa fácil.

Ahora te pregunto: ¿Eres capaz de seguir inteligentemente a alguien hasta que termine, cuando, laboriosamente, intenta explicarte su problema? Me temo que si veinte de nosotros estuviéramos todos escuchando a la misma persona al mismo tiempo, las impresiones recogidas de su problema serían tantas y tan diversas como el número de oyentes.

¡Tendremos que ser drásticos con nosotros mismos si queremos adquirir oídos que oigan! Nuestros oídos necesitan ser entrenados para oír. De no estar bien disciplinados en esto, nos llegan a cansar las historias que la gente en apuro viene a derramar en nuestros oídos. Mucho antes de que terminen, ya hemos dejado de escuchar, para luego sacar nuestras conclusiones prematuras acerca del problema.

Por otra parte, puede ocurrir que desde el principio de su conversación prestemos escasa atención a lo que ellos cuentan – estamos más impresionados de la importancia de lo que nosotros queremos comunicar. Al presentarse la menor oportunidad para interrumpir, ahí tomamos nuevamente el papel de locutor, esperando, claro está, que ellos sean buenos oyentes.

Acontece con cierta frecuencia que un obrero, habiendo meditado por algún tiempo en un tema espiritual, rebose de pensamientos al respecto. Al presentarse un hermano en aprietos que viene buscando ayuda, le habla inmediatamente de ese tema que tanto meditó. Luego le viene a visitar una persona sana como una manzana, pero le da el mismo trato; y así sucesivamente, todos los que vienen en busca de él reciben el mismo tratamiento, cualquiera que sea su estado.

En la obra cristiana el asunto del “socorro” es más difícil que el que encara el médico. Éste, para aliviar las dolencias de sus pacientes, dispone de un laboratorio donde puede emplear los rayos X y hacer otros muchos análisis – una gran ayuda para su diagnóstico de los varios casos. El obrero cristiano, sin embargo, no dispone de ninguna ayuda exterior para sacar su diagnóstico.

Si alguien viene a ti y durante media hora te provee detalles sobre su condición y tú no eres capaz de escucharle atentamente, ¿cómo vas a ubicar el problema? Es imprescindible para todos los que sirven al Señor que cultiven el arte de escuchar qué es lo que las personas están diciendo – hasta que lleguen a ser oyentes expertos, habiendo desarrollada la capacidad, en cada caso específico, de captar cuál es el problema.

En segundo lugar: Nos viene una persona necesitada – mientras nos está hablando, debemos discernir qué es lo que no está expresando. Por cierto, es más difícil sacar una conclusión clara de las palabras no pronunciadas que de aquellas que son pronunciadas. Pero debemos aprender a escuchar tan atentamente que ambas, la audible y la inaudible, queden discernidas.

Cuando personas nos consultan acerca de sus asuntos, puede que nos cuenten la mitad de la historia; la otra mitad queda sin ser expresada. Es en este punto donde se pone a prueba la competencia del obrero. Si eres un obrero incompetente, sólo discernirás lo que se te cuenta de modo audible; o también pudiera ser que trates de “leer entre líneas”.., insertando tus propios pensamientos – pensamientos que nunca estuvieron en el corazón del que te habla. El resultado es que no vas a acertar en entender al que vino en busca de tu ayuda. Para “leer entre líneas” y acertar, tu relación con el Señor ha de ser de una auténtica intimidad. Si alguien en apuro sólo te habla de sus problemas superficiales y calla lo esencial, ¿cómo puedes conocer su condición? Puedes conocerla si tus propios asuntos son transparentes delante Dios.

En tercer lugar: Debemos ser capaces de detectar qué es lo que sus espíritus están diciendo. Más allá de las palabras que alguien exprese, y las que, deliberadamente, se calle, están esas palabras a las que hemos aludido como las dichas por su espíritu. Cuando un creyente necesitado abre la boca y habla, su espíritu también habla. El hecho de que desea hablar sobre sí mismo, te da la oportunidad de tocar su espíritu. Si sus labios están sellados, es difícil saber lo que ocurre en su espíritu, pero al abrir la boca, su espíritu hallará algún modo de expresarse, por más que él trate de controlarse.

Tu habilidad para discernir lo que dice su espíritu dependerá de la medida de tu propia experiencia espiritual. Si has adquirido entendimiento porque tu propio corazón ha sido “ejercitado” en la presencia de Dios, entonces serás capaz de discernir las palabras que aquel hermano expresa; las que se abstiene de expresar; y las que está diciendo en lo más profundo de su ser. Podrás discernir la dificultad intelectual que ha definido, pero también la dificultad espiritual no definida y podrás ofrecer el remedio específico que necesita.

¡Tristemente, son muy pocos los creyentes que saben escuchar! En algunos casos podrías gastar una hora entera explicando tu problema, pero al final lo que se habrá captado no es más que una idea nebulosa. No tenemos el oído suficientemente agudizado. Si no podemos oír lo que la gente nos dice, ¿cómo oiremos lo que Dios tiene para decirnos? ¡No tomemos el asunto como cosa liviana! Si no aprendemos a escuchar, es decir, escuchando y captando, entonces, aunque lleguemos a ser grandes lectores de la Biblia y grandes maestros de la Biblia y lleguemos a ser eficientes en varios aspectos de la obra, seguiremos incapaces de ayudar a un hermano en su necesidad. No sólo debemos ser aptos para hablar a las personas, debemos ser aptos para tocar y tratar sus dificultades. Pero, ¿cómo podrá realizarse esto si hemos aprendido a utilizar la boca sin que hayamos aprendido a utilizar los oídos? ¡Necesitamos caer en la cuenta de la gravedad de esta carencia!

Se cuenta la historia de un anciano médico cuya despensa de medicamentos consistía tan sólo de dos medicinas: aceite de ricino y quinina. No importaba la dolencia de sus pacientes, les recetaba invariablemente o el uno o el otro remedio. Muchos obreros cristianos tratan así a los que vienen a verles. Tienen uno o dos temas favoritos y por muy distintas que sean las dolencias espirituales de quienes vienen a verles, les hablan según las mismas líneas de siempre. Semejantes obreros no pueden ayudar verdaderamente a los demás por cuanto sólo saben hablar – no aprendieron nunca el arte de escuchar. ¿De qué manera, entonces, conseguiremos la destreza de escuchar a las personas y de captar lo que están queriendo comunicar?

1) No hemos de ser subjetivos. La subjetividad es una de las principales razones por las que no se llega a escuchar. Si tienes tus ideas preconcebidas acerca de la gente, te será difícil captar lo que dicen porque tu mente está ya llena de tus propias conclusiones. Tus nociones fijas te impiden admitir las opiniones de los demás. Estás tan firmemente persuadido de haber descubierto la panacea (EL remedio) para todos los males que, no importa cuán variadas sean las necesidades, la misma receta tiene que servir para todos.
¿Cómo puede un obrero cristiano prestar atención a lo que se le cuenta si antes de que la persona abra la boca, él ya lo tiene claro? Conoce el problema y tiene listo el remedio… Pidamos al Señor que nos guarde de tal subjetividad. Acerquémonos a Él con el ruego de que nos capacite, en todos nuestros contactos, para dejar de lado nuestros prejuicios y nuestras propias conclusiones. Roguemos que Él mismo nos instruya, de tal modo que podamos sacar el verdadero diagnóstico espiritual en cada caso.

2) Debemos concentrarnos. Muchos creyentes desconocen la disciplina mental. Día y noche los pensamientos afluyen sin cesar en su mente. Nunca se concentran – dejan rienda suelta a sus imaginaciones hasta tener la mente tan llena que no cabe más. Cuando una persona les habla son incapaces de seguir el hilo de lo dicho por cuanto sólo siguen el de sus propios pensamientos, y sólo hablan de lo que les preocupa a ellos. Es esencial que aprendamos a sosegar nuestras mentes de modo que podamos oír y retener lo que se nos esté diciendo.

3) Necesitamos aprender tener empatía con los sentimientos de los demás. Aunque escuches lo que te cuenta una persona, todavía serás incapaz de entender su necesidad, hasta que no entres con simpatía en sus circunstancias. Si alguien se acerca con hondo dolor y tú mantienes un aire jovial y sonriente, y no te conmueve su congoja, nunca llegarás a diagnosticar su caso correctamente.
Si tu propia vida emocional no ha sido tocada y tratada por Dios, entonces, cuando otros expresan su gozo, no tendrás una reacción alegre y espontánea; y cuando te expresan su angustia, no vas a poder compartir su tristeza. La consecuencia es que, cuando te hablen, podrás percibir sus palabras, pero no vas a poder interpretar correctamente el alcance.

Recordemos que Cristo nos hizo los siervos de otros y que no sólo hemos de consagrarles nuestro tiempo y energías, sino que debemos manifestarles nuestro afecto. Del Señor Jesús se dice que pudo “compadecerse de nuestras debilidades” (Hb. 4:15). Las demandas de Dios sobre los que le sirven son exigentes. No nos dejan lugar para auto-ocupación. Si hemos de ser indulgentes de nuestras propias risas y lágrimas, de nuestros propios gustos y disgustos, estaremos demasiado absortos para darnos libremente a los demás. Si nos aferramos a nuestros propios placeres y tristezas, y hay resentimiento en soltar nuestros intereses, seremos como una habitación tan llena de muebles y de trastos que no hay lugar ya para cualquier otra cosa.

O para decirlo de otro modo, habremos gastado todas nuestras emociones en nosotros mismos y no queda para los demás. Las emociones son parte del alma, y debemos darnos cuenta que hay límites a nuestra fuerza síquica, igual como hay límites a nuestra fuerza física. Nuestros poderes emocionales no son ilimitados.

Si agotamos nuestras simpatías en una dirección, ya no nos quedarán para dar en otra dirección. Por este motivo, cualquiera que tenga un afecto desproporcionado hacia alguien, no puede ser siervo del Señor. Él mismo dijo: “Si alguien viene a mí y no aborrece a su padre, y madre, y mujer e hijos y hermanos y hermanas… no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26).

La necesidad fundamental para todo aquel que está involucrado en la obra del Señor es la de conocer la cruz por experiencia; en caso contrario, estaremos prendados de nosotros mismos y guiados por nuestros propios sentimientos y pensamientos.

Para ser útiles a Dios y a nuestro prójimo no existe un sendero fácil y barato. Recordemos que malos oyentes nunca serán buenos obreros; y que para llegar a ser buenos oyentes, la cruz debe obrar profundamente en nuestras vidas para librarnos del egocentrismo que nos hace sordos a las preocupaciones de los demás. La honda obra de la cruz, aplicada a nuestras vidas, producirá una paz interior que nos hará pacientes en el escuchar. Esto no significa que dejamos que la gente nos hable durante horas y horas mientras estemos sentados y escuchando en silencio, sino que les damos una oportunidad razonable para explicar lo que llevan sobre el corazón.

Sobresalen ciertos equívocos entre los obreros cristianos. Los hay que piensan que lo esencial ante todo es el poder hablar, sin embargo, ¡esta idea está lejos de la realidad! Para ser obreros eficaces necesitamos claridad espiritual; necesitamos discernimiento acerca de la condición de los que vengan en busca nuestra; necesitamos una mente reposada para escuchar lo que expliquen sobre su caso; necesitamos un espíritu reposado para percibir su verdadera condición – más allá de sus propias definiciones. Nosotros mismos necesitamos permanecer en una relación con el Señor no turbada en nada. Así podremos discernir con claridad las necesidades de los demás, y sobre la base de un diagnóstico claro podremos presentar el remedio específico para cada caso.

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          El hablar “a rienda suelta” hace que la utilidad de muchos obreros cristianos queda seriamente reducida. En vez de ser poderosos instrumentos en el servicio del Señor, su ministerio deja poco impacto, debido a la constante pérdida de poder por su costumbre de hablar por hablar.

Santiago pregunta: “¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?” (3:11). Si un obrero cristiano habla indiscretamente sobre todo tipo de cosas, ¿cómo puede esperar que el Señor le utilice en la proclamación de su Palabra? Si Dios ha puesto su Palabra en nuestros labios, entonces estamos bajo solemne obligación de guardar esos labios sólo para su servicio. No podemos ofrecerle a Él un miembro de nuestro cuerpo para que lo use hoy, y mañana volver a adueñarnos para usarlo a nuestro antojo. Lo que le es ofrecido una vez, permanece suyo eternamente.

En Números 16 leemos como Coré y sus asociados se juntaron para oponerse contra Moisés y Aarón. No querían ser menos que ellos. Para que Dios manifestara claramente quien, o quienes, le habían de servir como sacerdote, cada uno de los 250 varones tuvo que tomar un incensario, como hacía el sumo sacerdote, y, juntamente con Aarón, ofrecer incienso al Señor. Todos perecieron por su presunción.

Pero Dios mandó a Moisés que rescatara los incensarios. Debemos notar los motivos de esta preservación: “Entonces el Señor habló a Moisés, diciendo: ‘Di a Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, que tome los incensarios de en medio del incendio, y derrame más allá el fuego’; porque son santificados los incensarios de estos que pecaron contra sus almas; y harán de ellos planchas batidas para cubrir el altar; por cuanto ofrecieron con ellos delante del Señor, son santificados…” (36-38). Todo lo ofrecido al Señor ha sido apartado para Él y no puede ser utilizado luego para uso común.

Eclesiastés 5:3 afirma que “de la multitud de las palabras viene la voz del necio”. Nuestra necedad es delatada por nuestras habladurías. Pensamos que esto y aquello lo tenemos que contar a fulano-de-tal, y, desde luego, hay un montón de cosas que no podemos evitar de contar a un montón de gente. Siempre parece que hay alguna razón de peso para contar algo a alguien. ¡Cuánto nos gusta charlar! Y ¡cuánto, sobre todo, nos gusta transmitir lo que otros hayan dicho! Y todo este tiempo mucha energía espiritual está siendo disipada. Hay ciertos puntos relacionados con ese asunto del habla que debemos tener en cuenta.

En primer lugar: Notemos cuál es la clase de conversación que nos agrada escuchar. De esta manera podremos reconocernos a nosotros mismos, porque el tipo de conversación que nos encanta, indica el tipo de persona que somos. Hay gente que nunca confía en ti, porque sabe que no eres el tipo de persona que respondería a lo que ellos quisieran contarte. Otros, sin embargo, vienen directamente en busca tuya para derramar en tus oídos las últimas noticias – te reconocieron como el tipo de persona que quiere oír este tipo de cosas. Puedes examinar y juzgarte a ti mismo al parar y reflexionar en aquello que la gente te viene a contar.

En segundo lugar: Observemos a cuáles historias estamos más fácilmente dispuestos a dar crédito, porque la inclinación de creer cosas sin cuestionamiento, revela nuestras propias disposiciones. Somos más crédulos en una dirección que en otra; y la dirección de nuestra credulidad delata nuestra debilidad constitucional. Es la ley de oferta y demanda – si hay un interés, se nos trae lo que gusta escuchar. Es que la tendencia de nuestro temperamento a veces nos induce a creer lo increíble, especialmente cuando la información está respaldada por la afirmación de que es de “buena fuente”.

En tercer lugar. Veamos si, después de oír las historias de la gente, aceptándolas sin más, tenemos la costumbre de transmitirlas a terceros. ¿Notaste como de una cosa viene otra? Cierta persona con cierta disposición pronuncia ciertas palabras coloradas de ciertos matices personales; y, al haber cierta afinidad entre él y yo, le presto oído y algo de su personalidad entra en la mía; luego, me toca a mí añadirle un colorido de mi temperamento y ahí transmito el asunto a un tercero.

En el siguiente lugar: Observemos la inclinación de ciertos oradores a afirmar cosas erróneas. Cuentan la misma historia en distintas ocasiones, pero no corresponde una versión con otra. En su primera carta a Timoteo, Pablo alude a esa clase de personas, literalmente, como los que son “de dos lenguas” (1ª Ti. 3:8). Algunos lo son por ignorancia y por debilidad, en otros no sólo hay temperamento caprichoso, sino corrupción moral.

En Mateo 21:23-27, leemos que los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se acercaron al Señor mientras enseñaba y le preguntaron con qué autoridad había efectuado su “limpieza” del templo. Les contestó con otra pregunta: “El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?” Por lo que tuvieron un dilema, discutiendo entre sí como sigue: “Si decimos del cielo, nos dirá: ‘¿Por qué, pues, no le creísteis?’ Y si decimos de los hombres, tememos al pueblo; porque todos tienen a Juan por profeta”. Decidieron eludir la verdad, respondiendo: “No sabemos”.

La respuesta era una mentira deliberada. En Mateo 5:37 leemos que el Señor dijo: “Pero sea vuestro hablar: Sí, sí, no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede”. El obrero cristiano no ha de ser gobernado por las normas de la diplomacia – considerando primero qué posible efecto vayan a tener sus palabras antes de decidir lo que va a decir. Cuando con sus preguntas la gente buscaba atraparle al Señor, Él a veces guardaba silencio, pero nunca echaba mano de la diplomacia.

Sigamos su ejemplo y tomemos consejo de Pablo quien escribía a los corintios: “Si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio” (1ª Co. 3:18). Y al escribir a los romanos, añade: “Pero quiero que seáis… ingenuos para el mal” (16:19).

En el ámbito espiritual sobra la sabiduría del mundo. El problema de muchos es que nunca aprendieron a decir sencillamente “sí” cuando los hechos del caso requieren un “sí”, y decir “no” cuando saben que la verdad es “no”. Así, su modo de hablar nunca es sencillo y directo, más bien estudiado con cuidado, y sus afirmaciones van siempre adaptadas a sus propios intereses.

Como siervos del Señor, estamos en continuo contacto con la gente y tenemos por lo tanto muchas oportunidades de hablar y de oír hablar a los demás; de modo que resulta esencial un estricto autocontrol para que no seamos, ora predicadores de la Palabra, ora transmisores del chisme. Tal situación es trágica y se presenta con facilidad. No pocos cayeron en esta trampa. Para evitarla, no sólo debemos cuidar de nuestros labios, sino también de nuestros oídos. En nuestro trabajo no podemos dejar de escuchar lo que se nos cuente sobre asuntos privados y, para ser obreros eficientes, necesitamos cultivar el arte de escuchar para que podamos ayudar. Pero, una vez que tengamos una claridad interior acerca de la necesidad, no debemos dar pie para que se entre en más detalles. Vigilemos para que nuestra curiosidad natural no nos traicione, queriendo enterarse de lo que no conviene. Hay una cierta concupiscencia o codicia que quiere enterarse de los asuntos ajenos – conviene que estemos en guardia. Necesitamos ser reservados en el habla; pero para ser discretos en lo que decimos, debemos primero ejercer discreción en lo que oímos.

Es aquí donde surge la cuestión de ganar y retener la confianza de la gente. Si alguien comparte sus problemas espirituales con nosotros, nos da una muestra de confianza que hemos de respetar. No debemos exteriorizar esas confidencias a no ser que lo requieran los intereses de la obra del Señor. ¿Cómo puedes servir al Señor si traicionas la confianza que ha sido depositada en ti? Por otro lado, ¿cómo vas a poder evitar tal traición, si no aprendiste a refrenar tu lengua?

Necesitamos considerar semejantes confidencias como un depósito sagrado y guardarlas fielmente. Quienes en su apuro nos revelaran su historia íntima no lo hicieron para aumentar nuestros conocimientos personales. Se nos acercaron, no por lo que nosotros seamos, sino en virtud del ministerio que ejercemos – de ahí que lo que nos confiaron no puede considerarse como algún conocimiento propio nuestro a ser divulgado según nuestro antojo. Debemos aprender a salvaguardar cualquier confidencia depositada en nosotros. No puede encomendarse la obra del Señor a los que no saben refrenar su lengua.

En este asunto del habla de los creyentes, no podemos dejar de mencionar la mala costumbre de mentir. El hombre de “doble lengua” – al que hemos aludido – es pariente cercano del mentiroso. Todo cuanto se dice con el propósito de engañar cae en la categoría de la mentira; y el proponerse un engaño, más que cosa de la lengua, es cosa del corazón. Si te preguntan algo a lo cual no quieres, o no puedes, contestar, siempre puedes negarte cortésmente a hacerlo, pero no tengas la osadía de engañar al que te hace la pregunta. Lo que queremos es que la gente crea en la verdad, no en la mentira; por lo tanto, no nos atreveremos a dar una impresión falsa, aunque en sí las palabras que usamos sean verdaderas.

Si el hecho es Sí, entonces debemos aprender a decir “Sí”; si es No, debemos aprender a decir “No”. “Lo que es más de esto, de mal procede.”  En cierta ocasión, el Señor habló muy fuerte a algunos de los que le seguían: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo… Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). El diablo es el autor de las mentiras y, ya que todas las mentiras tienen su origen en él, ¿cómo alguien, que profesa consagración al Señor, puede prestar sus labios para expresar palabras que son instigadas por el enemigo del Señor?

Dondequiera existan estas condiciones, siempre revelan una pega fundamental en la vida del individuo – un problema de los más graves. Ninguno de nosotros puede reclamar un habla totalmente infalible (de hecho, cuánto más cuidado ponemos, tanto más nos damos cuenta de la dificultad en ser exactos en todo lo que decimos), pero, sí, debemos cultivar el hábito de ser veraces y evitar cualquier descuido en el hablar.

Asimismo, evitemos cuidadosamente cualquier cosa que sabe a altercado o riña. Del Señor se profetizó que “no contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz” (Mt. 12:19), mientras que el apóstol Pablo escribe a Timoteo que “el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos…” (2ª Ti. 2:24). El siervo del Señor debiera dominarse de tal manera que no dé lugar a ruidosas conversaciones o a cuanto pueda aproximarse a un altercado. El hablar en voz alta con frecuencia, indica una carencia de poder y siempre indica una falta de dominio propio. Aunque tengamos perfecta razón en lo que decimos, no por esto hay necesidad de afirmar esa verdad a voz en cuello; la podemos afirmar sin insistir ruidosamente en nuestras convicciones. Andemos delante del Señor con esa sosegada dignidad que les conviene a sus siervos. Por supuesto, no querremos asumir una sobriedad o un refinamiento que son artificiales – vivir como creyente es cosa espontánea, no afectada. Pero el autodominio se practica hasta que sea segunda naturaleza.

Controlando de este modo toda nuestra conversación, ya no quedará lugar para las charlas livianas, ni para los chistes groseros, de los que Pablo dice “que no convienen’’ (Efesios 5:4); impedirá asimismo el hablar burlonamente y otras cosas que no cuadran con un siervo de Cristo. Si podemos divertir un auditorio con nuestras interesantes charlas, agudas observaciones e inteligentes críticas, habremos perdido nuestro prestigio cuando hablemos de parte del Señor; nuestras palabras carecerán de peso para ellos. Al oírnos proclamar la Palabra de Dios desde la tarima, nuestra predicación tendrá para ellos el mismo valor que las palabras dichas tan livianamente antes de subir a ella. Recordemos esa aguda pregunta que nos formula la Palabra del Señor: “¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?” (Stg. 3:11). No hacen falta laboriosas preparaciones antes de subir a la plataforma para predicar; pero, sí, hace falta un cuidado constante de nuestra conversación normal de cada día, no sea que nuestra charla descuidada cause una fuga de poder. Luego, lo que digamos desde la plataforma, pierde su efecto.

Si te acostumbras a hablar descuidadamente, serás un lector descuidado de la Biblia. Las palabras de este Libro son las únicas totalmente confiables, pero si para ti un hablar correcto no merece una seria atención, tampoco tratarás con seriedad las palabras de Dios; y, como consecuencia, pasará lo mismo con tu predicación – no será tomada en serio.

Así como la predicación efectiva de la Palabra requiere cierta disposición en el predicador, del mismo modo, la lectura de la Palabra requiere una idéntica disposición. Quien tiene un carácter descuidado, se acerca livianamente a la Palabra de Dios – no hay esperanza de que llegue a un entendimiento de ella que sea verdadero. Saquemos una ilustración de la misma Palabra.

Mateo 22 nos cuenta lo siguiente: “Vinieron a él los saduceos, que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron, diciendo: ‘Maestro, Moisés dijo: Si alguno muriere sin hijos, su hermano se casará con su mujer, y levantará descendencia a su hermano. Hubo, pues, entre nosotros siete hermanos; el primero se casó, y murió; y no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta el séptimo. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?’

Entonces respondiendo Jesús les dijo: ‘Erráis ignorando las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el Cielo. Pero respecto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.’” (Mt. 22:24-32).

No cabe duda de que los saduceos leían las Escrituras, sin embargo, no conocían las Escrituras. Su propia manera de expresarse livianamente hacía que no había aprecio de la absoluta precisión de lo que Dios expresa.

Para contestarles, nuestro Señor se limitó a citar un breve pasaje de la Palabra de Dios: Éxodo 3:15, donde Dios mismo se llama el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. A partir de estas palabras, el Señor razonó del siguiente modo: “Vosotros, los saduceos, admitís que Abraham está muerto, que Isaac está muerto y que Jacob está muerto, pero Dios declara que Él es su Dios, y, además, afirma que no es el Dios de los muertos, sino de los vivos, así que, nada menos que la resurrección puede hacer que el Dios vivo sea el Dios de ellos”. Esto les cerró la boca a los saduceos.

Al estar delante del Tribunal de Cristo, puede que descubramos que los daños producidos por palabrerías livianas y descuidadas excedan el daño hecho en otras maneras, ya que producen grandes estragos en otras vidas, como también en la nuestra. Palabras una vez escapadas de nuestros labios no pueden recuperarse; más bien pueden correr de boca en oído y de oído en boca, sembrando daños a su paso. Podemos arrepentirnos de nuestra necedad, podemos ser perdonados, pero no podemos recobrar lo que hemos desatado.
Hemos hablado de varios defectos de carácter que afectan negativamente la vida y el ministerio de muchos cristianos, pero si nuestro problema es la falta de un freno para la lengua, la cosa es más seria que todo lo demás mencionado, porque las palabras descuidadas que salen de nuestra boca, desatan una corriente mortal que corre y corre, esparciendo muerte donde vaya.

Hermanos y hermanas, frente a tales hechos solemnes, necesitamos arrepentirnos. Muchas palabras pronunciadas en un tiempo pasado fueron “palabras ociosas”; pero dejaron de ser “ociosas” – son ahora muy “activas”, obrando grandes estragos. Para el tiempo pasado buscamos la limpieza de Dios y para el presente confiamos en Él para que trate radicalmente ese asunto que amenaza arruinar nuestra utilidad para Él. Si, en su misericordia, Dios así lo hace, nos ahorraremos mucho pesar para el futuro.

Abraham podía arrepentirse por haber engendrado a un Ismael, e incluso después de aquella lamentable manifestación de la vida natural, pudo todavía engendrar a un Isaac para el propósito de Dios, pero ya había producido un enemigo para la simiente escogida; y aunque echara a Agar y a su hijo, lejos de Isaac, eso no acabó con la enemistad, la que, al cabo de siglos, existe todavía.

Del Señor Jesucristo está escrito: “El soberano Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado…” (Isaías 50:4). La expresión “lengua de sabios” puede traducirse también por “lengua de discípulo”, o sea, “lengua de quien ha recibido enseñanza y disciplina”. Para capacitarnos a  refrenar nuestras lenguas necesitamos buscar seriamente al Señor, para que ese miembro “indómito” (Stg. 3:8) se transforme en un miembro disciplinado.

Una vez que esta boca esté bajo un estricto control y cese de soltar cosas dañinas para los intereses del Señor, podremos esperar que Él nos utilice como boca suya. Así como Él se santificó por nosotros, santifiquémonos ahora nosotros por aquellos a quienes Él nos envió. Estemos siempre vigilantes y apartémonos de toda asociación que esté por involucrarnos en un hablar no edificante, no sea que hagamos peligrar el ministerio que Dios nos encomendó.

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Nota del traductor:
El autor usa el término de “subjetividad” – en contraste con la “objetividad” – para denotar el hecho de que cada individuo tiende a interpretar y juzgar todo lo que hay fuera de él a través de los “lentes” de su propio sentimiento, entendimiento, conciencia y experiencia, y no sólo lo que hay fuera de él – también a sí mismo se ve a través de los mismos lentes. Un individuo subjetivo es el “sol de su pequeño sistema solar” – todo lo demás es “satélite”. Para él el valor de los “satélites”, sean personas, objetos, circunstancias u otros conceptos, sólo se determina a nivel de la relación percibida que tenga con él o ella.

Lo que, en contraste, caracteriza al creyente en Cristo es el haber caído en la cuenta de que Cristo es el “SOL” y centro de su vida, y que él mismo o ella misma no es más que “satélite” del Sol verdadero – ésta es la objetividad espiritual. Aun así, es muy frecuente que un creyente revierta a su perspectiva original, común de los no-creyentes. Este es el motivo que tiene el autor para describir la imposibilidad de ser, en tal caso, obrero efectivo de Cristo. Quien desea servir a Cristo debe conocer una auténtica liberación de su perspectiva equivocada y torcida – la subjetividad tan limitada y tan limitadora.

Para ilustrarlo aun más – la subjetividad es un mal que aflige a naciones enteras. Tomemos la “historia”; cada nación la interpreta y la escribe, casi automáticamente, en sus propios términos, adjudicándose a sí misma el papel más heroico y noble, lo mismo si se trata de cultura, guerras, logros, sistema político, etc. Un Napoleón para unos es gran caudillo, conquistador y modelo, y para otros despreciable dictador y peligrosísimo enemigo imperialista – todo depende de la subjetividad con que se le contempla.

La tragedia de Israel, la única nación de la cual se pudiera esperar una total objetividad, teniendo el libro de su historia inspirado por Dios mismo, es que, hasta ahora, rehúsa salir de la subjetividad en que está cautivo, no reconociendo a su propio Mesías, ni a sí mismo como su pueblo.

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          La subjetividad es otro defecto en el carácter de algunos obreros cristianos que influye la obra de manera adversa. Ya mencionamos una de las direcciones en las que sus efectos perjudiciales se manifiestan — la incapacidad de escuchar. Como dijimos, es esencial que cada obrero cristiano cultive esa capacidad de oír lo que la gente relate; de otro modo, no hay manera en que el obrero llegue a conocer a los demás – luego, tampoco los podrá servir.

Otro efecto nocivo de la subjetividad es la incapacidad de aprender. Una persona subjetiva está tan fija en su posición que resulta casi imposible enseñarla. Hay jóvenes que se dedican a la obra cristiana y se imaginan que ya todo lo conocen – son tan inconmovibles en sus ideas que se hace casi imposible convencerles de cualquier cosa. Así que, sus progresos son tan lentos que da pena.

La imposibilidad de ser enseñado es uno de los aspectos más trágicos de la subjetividad. Si alguien no puede aprender, ¿qué posibilidades tiene de adelantar? Si podemos ser radicalmente librados de nuestra reticencia de aceptar la instrucción, de tal modo que la recibamos sin vacilación, entonces, sí, podremos pasar con rapidez de una a otra lección. En el ámbito espiritual hay una infinidad de lecciones para aprender, de modo que debemos estar dispuestos a recibir ayuda de muchas direcciones. Si no llegamos a mejorar nuestro aprendizaje, nuestra vida entera no basta para que, apenas, avancemos un poco.

El secreto del progreso espiritual consiste en abrirse a Dios; así que, debemos abrirle, de par en par, el corazón, la mente y el espíritu, a fin de que nos lleguen sus impresiones divinas. Si no, llegaremos a ser insensibles como el mulo del salmo 32, donde el Señor advierte: No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno…”. Pudiera echar mano del azote para hacernos conscientes de su presencia y propósito.

La incapacidad de recibir guía es una de las consecuencias de un estado subjetivo, ya que la subjetividad cierra nuestro ser a Dios. En Números 22 leemos que cuando Balac ofreció una recompensa a Balaam, a cambio de maldecir a los hijos de Israel, éste no se comprometió, sino que contestó a los enviados: “Reposad aquí esta noche, y yo os daré respuesta según el Señor me hablare”. Y Dios le dijo: “No vayas con ellos”. Con que, Balaam se levantó por la mañana y dijo a los príncipes de Balac: “Volveos a vuestra tierra, porque el Señor no me quiere dejar ir con vosotros” ¿Cabe respuesta más clara? Pero cuando Balac vuelve a insistir, Balaam contesta a los nuevos enviados: “Os ruego ahora que reposéis aquí esta noche, para que yo sepa qué me vuelve a decir el Señor”. Y prosigue el divino relato con estas palabras: “Y vino Dios a Balaam de noche, y le dijo: ‘Si vinieron para llamarte estos hombres, levántate y vete con ellos’.”

Cuando Balaam presentó el asunto a Dios por segunda vez, ¿por qué permitió Dios que se fuera, cuando la primera vez se lo había negado tajantemente? Porque cuando Dios le respondió a Balaam de forma tan inequívoca, éste debería haberlo aceptado como terminante – dejándolo sin nuevo intento. Intentarlo de nuevo manifiesta su subjetividad. Aparentaba buscar la mente del Señor, pero su propia mente ya estaba decidida. Él sabía lo que él quería hacer y en eso estaba su empeño.

Dios demanda obediencia instantánea. Si Él nos dice “Vé”, debemos ir en seguida. El problema con gente subjetiva es que si Dios dice “Vé”, están tan fijos en sus propias ideas que el ajustarse al mandato de Dios les toma mucho tiempo. Una vez que estén en marcha, se afianzan de tal manera que no pueden obedecer de forma instantánea cuando Dios diga “Para”. De nuevo tienen que pasar por un difícil proceso de ajuste, antes de poder hacerlo.

Si Dios te dice que vayas, ¿puedes dejarlo todo y marcharte en seguida? Y una vez que hayas obedecido su mandato de ir, dispuesto a seguir adelante, ¿puedes parar de momento, si Dios manda parar? Si eres subjetivo, será muy difícil ponerte en movimiento, porque primero tendrás que contender con tus propias ideas; y una vez que hayas aceptado el mandato de ir, tu mente estará apegada a esa orden de tal manera que, si Dios mandara parar, habría otro conflicto antes de poder soltar la idea de ir. Cuando una persona se ha vuelto moldeable en la mano del Señor, responde inmediatamente al recibir nuevas indicaciones de su voluntad.

En ese ofrecimiento que Abraham hace de Isaac, tenemos un hermoso cuadro de un hombre que ha sido salvado de sí mismo. Si Abraham hubiera estado consultando su propia experiencia, cuando Dios le pidió el sacrificio de Isaac, nunca podría haber obedecido. Es probable que hubiera razonado algo así: “No tenía yo hijo, y, en mis circunstancias, no se me ocurría que todavía pudiera tenerlo. En esta situación imposible fue Dios quien tomó la iniciativa y fue Él quien la llevó a cabo. ¿Cómo, entonces, podrá ahora anular su propio propósito, esperando de mí que sacrifique a Isaac?”

Si alguien, en un estado subjetivo, es enfrentado con semejante desafío, ¡cuántos motivos puede presentar para no cumplir el mandato divino! Pero la vida de Abraham con Dios se había vuelto tan sencilla que ni este desafío presentaba problema para él. Creyó que Dios era poderoso para cuidar de sus propios propósitos – que era poderoso para levantar a Isaac de entre los muertos; de modo que en la sencillez de la fe colocó a su hijo sobre el altar y levantó el cuchillo para matarlo. En aquel preciso momento, Dios mandó a Abraham que detuviese su mano y le mostró un carnero para ofrecer en lugar de su hijo.

Ahora, si Abraham hubiese sido subjetivo, esto le habría constituido un nuevo problema; sin duda se habría quedado desconcertado, preguntándose cómo podría jamás discernir la voluntad de Dios si en un momento le manda hacer una cosa y, al instante, justo lo contrario. Sin embargo, para Abraham todo era perfectamente sencillo y sin complicaciones. Cuando Dios le mandó que sacrificara a su hijo, lo aceptó inmediatamente y se preparó para ofrecerle; y cuando Dios dio la palabra de detener su mano y de ofrecer un sustituto, lo hizo sin cuestionar. La pronta obediencia de Abraham no dejó lugar a ninguna perplejidad.

Cuando Dios le pide a un creyente que sacrifique esto o aquello por amor a Él, este hermano o hermana puede pensar inmediatamente en todo tipo de problemas relacionados con la palabra recibida. Pero, después de un tiempo, logra resolver sus problemas y ofrece el sacrificio requerido; si ahora Dios le pide que lo deje, nuevos problemas surgen en su mente sobre el modo de hacerlo de forma coherente. La sencillez de la revelación divina es sujetada a la complejidad de su mente, con el resultado de que, si hay alguna obediencia, es tardía y laboriosa. Si “fijamos” nuestros pensamientos en la voluntad de Dios, luego, al cambiar ésta, nuestros pensamientos seguirán fijos, y esa “fijación” de mente, de nuevo, nos impedirá hacer sencillamente según nos dice.

Leemos en el salmo 32:8-9: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos. No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno”. Hasta el caballo y el mulo pueden ser obligados a hacer lo que quiere su amo (valiéndose de medios externos), pero Dios nunca tuvo la intención de dirigir a sus hijos de este modo.

Caballos y mulos están “sin entendimiento”, pero los hijos de Dios tienen una relación tan íntima con Él que, incluso, una mirada suya debería bastar para manifestarles su deseo. Conocimiento de la voluntad de Dios no es cuestión de hallar el “método justo”, sino de encontrar al “hombre justo”. Si el hombre no es ajustado a Dios, no hay método que valga para aclararle la voluntad de Dios; pero para el hombre “ajustado”, el conocimiento de su voluntad resultará sencillo. Esto no excluye el uso de métodos, pero queremos enfatizar que aun teniendo un pleno conocimiento de todos los métodos que Dios suele usar para revelar su voluntad, mientras que, de hecho, no andamos en una serena intimidad con Él, igualmente quedaremos en ignorancia de ella.

Otro punto que notar en cuanto a la subjetividad es el siguiente: mientras no hayamos visto nuestro «YO» en su cruda realidad, y mientras Dios no lo haya tratado drásticamente, no seremos instrumentos aptos en sus manos para tratar otras vidas. Dios no entregará el manejo de vidas a un hombre cuya propia vida no haya sido moldeada por sus manos. No es posible que alguien, que no haya aprendido a discernir y a hacer la voluntad de Dios, sea utilizado por Él para que guíe a otros a entrar en su voluntad. Si un obrero cristiano, cuyo «YO» siga dominante, procura instruir a otros en el camino de Dios, por mucha doctrina que pueda impartir, es inevitable que su propio fondo intelectual y emocional se manifieste, y oscurezca más bien el camino.

Consciente o inconscientemente, tal obrero querrá dominar las vidas de los demás. Intencionadamente o no, les impondrá sus opiniones y procurará que hablen como él habla y actúen como él actúa. Cabe que aparente ser un destacado dirigente, o un gran maestro o un maravilloso padre del pueblo de Dios, pero por impresionante que sea su liderazgo, no puede expresar la autoridad divina por cuanto su vida está dominada por su propia voluntad, y no por la de Dios. Nuestro Señor dijo: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así” (Mt. 20:25-26). Si hemos de ser buenos pastores, el Señor tendrá que disminuirnos mucho, porque nuestras naturalezas dominadoras son capaces de esparcir el rebaño, en vez de congregarlo.

Aprendamos a cuidar de los que nos son confiados, “no como teniendo señorío sobre los que están a nuestro cuidado” (1ª P. 5:3), y no llevándolos más allá de su capacidad de seguir. Si tenemos una carga de parte del Señor, debemos ser fieles en desempeñarla, pero sin insistir en que otros acepten el mensaje que proclamamos. Recordemos que Dios respeta el libre albedrío que otorgó al hombre – si Él nunca coacciona al hombre, ¿cómo nos atreveríamos nosotros?

Aprendamos a andar delante de Él sin pretensiones, sin que nos plantemos delante de los hombres a la ligera, ansiosos por desempeñar el papel de líder. Si la gente está dispuesta a oírnos, no es cosa de auto-felicitación, más bien de volver al Señor en temor y temblor para aguzar tanto más la atención a cuanto nos quiera decir. Por fuertes que sean nuestras convicciones, debemos aprender a desconfiar de nosotros mismos, ya que todos somos propensos a errar. Cuanto más autoconfiados seamos, tanto más probable es que nos equivoquemos.

Uno de los peligros de la subjetividad es que nuestra autoconfianza nos dé ilusión para guiar a los demás; luego, si tenemos éxito y el número de seguidores crece, tanto más crecerá también nuestra autoconfianza. El resultado es que estaremos cada vez más cerrados a la ayuda que otros nos puedan brindar, o a discernir la guía del Señor.

Creyentes de este tipo sólo pueden trabajar por cuenta propia. Fijos en sus procedimientos, no pueden ajustarse a otros y, por lo tanto, no pueden funcionar en alguna capacidad corporativa. Nunca se encontraron con lo que es autoridad espiritual y, al no aprender nunca la sujeción a la autoridad, tampoco logran ejercerla verdaderamente. Muchos creyentes, desde el principio de su historia hasta la fecha, nunca supieron lo que es someterse a otro creyente compañero. Como nunca supieron lo que significa ser guiados, Dios no puede confiarles la guía de otras vidas.

Hermanos y hermanas, notemos este principio – si alguien se ofrece para hacer la obra cristiana y no aprendió previamente la sumisión, estará asentado en inmovible en sus caminos y métodos. Estará siempre dispuesto a tomar la iniciativa y a guiar a los demás. Pero aquel que ha aprendido la sujeción por medio de una seria disciplina, estará firmemente establecido en el Señor, y no buscará el señorío sobre los demás. Confío en que ninguno de nosotros busque dominar; más bien que cada cual ceda a los demás creyentes el derecho de llegar siempre a su propia decisión libre. Guardémonos de imponer nuestras convicciones, robándoles el libre albedrío otorgado por Dios

Mientras que un hermano de disposición subjetiva esté solo, no resaltará su individualismo, pero ahora colócale entre unos pocos hermanos e inmediatamente gravita hacia el liderazgo. O coloquemos a una hermana de fuerte tendencia sujetiva en una habitación con otra creyente – pronto estará diciendo a su compañera qué clase de alimentos se deben comer, qué estilo de vestido se debe llevar, y qué tipo de colchón asegura mejor el sueño. Con tal que se trate de una sola hermana con opiniones fuertes, la vida en común será aún factible, pero si las dos tienen la misma disposición, estarán pronto en un callejón sin salida.

Hicimos énfasis en la necesidad de vivir con las “riendas entregadas”, al vivir y obrar en conjunto, pero esto no significa una sumisión indiscriminada, ni significa una tolerancia tácita del mal. Como siervos del Señor tenemos que ser fieles y, a veces, la fidelidad exige que exhortemos, que advirtamos o reprendamos. A veces hará falta que tratemos firmemente con otros, temiendo, que si pasáramos el mal por alto, lleguemos a ser cómplices. Los que hayan experimentado semejante toque fiel de parte del Señor, enfrentarán fielmente a otros, no motivados por un deseo nato de dominar vidas ajenas, más bien por el deseo de servirles en el amor de Cristo.

Pablo era un líder nato, pero era hombre a quien el Señor logró tratar. Ejerciendo su ministerio, algunas de sus expresiones eran “duras y fuertes” (2ª Co. 10:10). Era capaz de denunciar el error de forma vehemente y, sin embargo, con el débil y el errado, podía ser delicado, y hasta tierno. Solía poner en evidencia a los falsos maestros en los términos más fuertes y, sin embargo, estaba tan emancipado de sí mismo que podía afirmar que “algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de buena voluntad. Los unos predican a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones; pero los otros por amor, sabiendo que estoy puesto para la defensa del evangelio. ¿Qué, pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo y me gozaré aún.” (Fil. 1:15-18)

¿Ves el equilibrio en la vida de Pablo? Podía regocijarse cuando los hombres recibían su mensaje, acompañándole en el camino, pero podía regocijarse aún cuando rechazaban su mensaje y se oponían a él. Su misma fidelidad exigía de él una actitud contundente y un hablar rotundo, pero si sus declaraciones fuertes le provocaban cierto antagonismo, no lo tomaba como afrenta personal y era todavía capaz de gozarse en que ellos predicaran a Cristo.

La persona subjetiva está obsesionada con sus propias ideas, y está siempre abogando por ellas. Es apto de ofenderse si sus sugerencias no son tenidas en cuenta; pero aquel que constantemente haya aceptado la corrección, titubea en tomar la delantera y rehúye del peligro de manipular las vidas ajenas. El hombre que se aferra a sus propios pensamientos y caminos, no es más que mezquino y pretencioso; pero aquel que aprendió a inclinarse bajo la mano disciplinadora de Dios ha sido ensanchado por la presión y es hombre grande con amplios horizontes.

Resumiendo lo que estamos diciendo – si el propósito del Señor ha de cumplirse a través nuestro, tendremos que ser librados de toda subjetividad. Y esto sólo se realiza cuando le permitamos que nos eche mano; que trate de forma rigurosa ese problema esencial que tenemos – nuestro «YO». Es el “problema” que en algunas vidas salta a la vista más que en otras, pero nadie de nosotros está libre de él. Aún conservamos nuestras propias opiniones y nuestros propios modos de obrar, y aún tenemos esa tendencia de dominar las vidas ajenas. Así que, humillémonos bajo la mano de Dios para que Él nos haga auténticamente fieles en todo nuestro ministerio, y, a la vez, mansos en espíritu, y siempre prontos a dar lugar a los demás “miembros de la familia”.

 

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           Escribiendo a los corintios, el apóstol dijo: “Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él. ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno sólo se lleva el premio? Corred de tal modo que lo obtengáis.
         

Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co. 9:23-27).
En el versículo 23, el apóstol se presenta a sí mismo como siervo de Dios, “heraldo del evangelio”: “esto hago por causa del evangelio”, dice. Luego nos habla de la inconmovible actitud adoptada con referencia a sí mismo, la que tiene que llevarle a la meta, la realización de su objetivo – “golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre”. De ahí pasa a explicarnos cómo lleva a cabo esa determinación de mantener el mando sobre su cuerpo.

Queremos aclarar, desde un principio, que el autor de la epístola a los corintios no es un asceta. No comparte la opinión de quienes enseñan que el cuerpo sea un estorbo del cual conviene deshacerse, y menos aún que sea la fuente del mal. Al contrario, en esta misma carta declara que el cuerpo del creyente es templo del Espíritu Santo y que viene el día en que la redención del cuerpo será un hecho consumado – siendo ya “cuerpo glorificado”. “Golpear el cuerpo” es concepto cristiano, pero ni rasgo de ascetismo debería deformar este concepto. Repudiamos tal pensamiento – que el cuerpo sea impedimento, a la vez que fuente del mal. Pero, sí, confesamos definitivamente que el creyente puede pecar con el cuerpo, y que, a pesar de tratarlo drásticamente, todavía le es posible usarlo para pecar.

En este noveno capítulo de 1ª Corintios, Pablo confronta a los obreros cristianos con el desafío de supeditar sus cuerpos a sus intereses de siervos de Cristo. Pablo rodea el problema en su condición de obrero cristiano, de predicador del evangelio – es, precisamente, en el interés del evangelio que intenta resolverlo. Y ésta es su solución: “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre”. El término de “hiero” o “golpeo” no es término blando; no hay nada que sugiera un autotratamiento flojo.

Pablo explica claramente cómo “golpea” su cuerpo para conseguir el “mando”.  Ya que el tema es de vital importancia para todo obrero cristiano, notemos cuidadosamente qué es lo que está en su ánimo para decirnos al respecto. En su aplicación práctica del tema a los que son siervos del Señor, Pablo se vale de la ilustración de un estadio: “¿No sabéis — pregunta en el versículo 24 — que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno sólo se lleva el premio? ¡Corred de tal manera que lo obtengáis!”

Nos recuerda que no todos los participantes de la carrera alcanzan el premio, y exhorta a sus lectores a correr de tal modo que lo consigan. Y en el versículo 25 explica cómo esto puede lograrse, valiéndose de una metáfora sacada de los Juegos Olímpicos: “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene”. Pablo enfatiza la auto-disciplina de parte de cada competidor. Los que compiten por el premio deben ejercer un control férreo sobre sí mismos. Así, durante el período de entrenamiento, no pueden comer cuando les plazca, ni lo que les plazca; mucho de lo que, normalmente, pudiera permitirse, ahora no es permisible. Y, cuando de veras, entran en la carrera, hay reglas estrictas que deben observar; si no, serán descalificados.

Tú dices: “¡Pero yo necesito tener esto y quiero disponer de aquello!” ¡Muy bien! Si no participas en la carrera, puedes tenerlo; pero si participas, tienes que tener tu cuerpo bajo control absoluto. ¿Qué es lo que significa “de todo se abstiene”? Significa que no se le permite al cuerpo que haga demandas excesivas; su libertad es truncada. No está en el estadio para satisfacer sus demandas de alimento, de bebida, de vestimenta o de sueño, sino para una sola cosa – para correr; y correr de tal modo que el premio sea asegurado.

Utilizando la misma metáfora, Pablo continua su razonamiento: “Ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible”. En los antiguos Juegos Olímpicos el vencedor recibía una corona de hojas de laurel, que bien pronto se marchitaba; sin embargo, para alcanzarla, se sometía a una rigurosa disciplina durante un período extendido. ¿Qué auto-control no deberíamos ejercer nosotros para alcanzar una corona incorruptible? “Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire”, prosigue Pablo. No es por nada que se somete a tanta disciplina; tiene un claro objetivo delante – es la meta hacia la cual se mueve en línea recta. Este versículo debe leerse en el contexto del siguiente. Pablo no corre de un lado a otro, ni lucha al azar; todos sus movimientos son adiestrados porque tiene su cuerpo bajo control estricto, habiéndole ganado el dominio a través de una disciplina impuesta a la fuerza.

Hermano, hermana, si todavía estás sin lograr el control de tu cuerpo, mejor que pares el trabajo y consigas primero ese control, antes de que trates de ejercer autoridad en un ámbito más amplio. Puede que la obra te produzca mucha satisfacción, pero esto será de poco valor si sigues dominado por tus anhelos físicos. Servir al Señor no es meramente cosa de predicar sermones desde una tarima. Bien lo sabía Pablo.

¿Cuáles son las implicaciones de que el cuerpo sea puesto bajo servidumbre? Para entenderlo, debemos comprender primero cuales son las exigencias del cuerpo. Sólo mencionaremos unas pocas — alimento y vestimenta; descanso y recreo; y, en tiempo de enfermedad, especial cuidado. Todas son demandas legítimas. Pero la obra del Señor también tiene sus exigencias y si quiero responder a ellas, no habrá más remedio que imponer restricciones sobre el cuerpo. Así, cuando la obra impone condiciones extraordinarias al cuerpo, sólo podrá aguantar la presión, si ha sido disciplinado de forma constante. En cambio, si, normalmente, sus anhelos han tenido “la última palabra”, no estará el cuerpo en condiciones cuando se le requiere un servicio extenuante.

Si no ha sido acostumbrado a servir a su amo, entonces, cuando él reclama de los miembros del cuerpo que aúnan los esfuerzos en el “estadio”, el pie rehusará funcionar, y los demás miembros no tendrán ninguna prisa para obedecer. Si quiere ganar la carrera dentro del estadio, el atleta no se atreverá a relajar el control sobre el cuerpo estando fuera del estadio. Si en la vida normal de día en día, el cuerpo del obrero cristiano no ha sido nunca enseñado a reconocer quien es amo, ¿cómo puede esperarse que responda a las demandas extraordinarias, que, a veces, el obrero ha de imponer por causa de la obra? Sólo al reivindicar persistentemente tu autoridad, te concederá, finalmente, tu lugar. Si en la vida diaria el cuerpo adquirió el hábito de obedecer, entonces su dueño podrá contar con que le sirva fielmente bajo circunstancias de presión excepcional.

Permíteme esta pregunta: ¿Eres tú el dueño de tu cuerpo o eres el esclavo? ¿Se somete el cuerpo a tus órdenes, o te rindes tú a sus deseos? Tu cuerpo demanda sueño con regularidad, lo cual es cosa legítima. Dios dividió el tiempo entre el día y la noche para proveerle al hombre la oportunidad de descansar. Si el hombre hace caso omiso de la provisión divina, no lo hará impunemente. Por otra parte, si permite que el cuerpo le gobierne, y deje que duerma cuando sienta la inclinación, pronto se volverá demasiado flojo e indolente para el trabajo. Normalmente ocho horas diarias de descanso son razonables, pero cuando los intereses del Señor lo requieran, podremos vernos obligados a reducir las horas de sueño e incluso pasar una noche o dos en vela.

Aquella noche en el huerto de Getsemaní el Señor tomó a tres de sus discípulos y les dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo”. Cuando volvió a ellos del lugar de su oración, “los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ‘¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?’” (Mt. 26:38-40).  No, no pudieron velar ni siquiera por una hora con su Señor; el cuerpo demandaba sueño y los venció. ¿Qué hay de malo en querer dormir por la noche? Nada. Pero si el Señor requiere que velemos con Él, y, en vez de obedecerle, hacemos caso de los anhelos del cuerpo, habremos fallado como siervos suyos. Esto no significa que podamos permanecer indefinidamente sin sueño; porque somos seres humanos, no espíritus; pero, sí, quiere decir que si hemos de responder a lo que necesita el Señor, tendremos que mantener el cuerpo bajo un control continuo, de tal modo que llegue a habituarse a circunstancias adversas.

¿Qué es lo que significa correr la carrera? Significa algo excepcional. Normalmente, nuestro caminar es gradual, paso a paso, pero en la carrera el paso se acelera y se exige del cuerpo un esfuerzo superior. Como regla, podemos permitirnos un descanso de ocho horas diarias; pero, siempre que lo requiera el servicio del Señor, debemos estar dispuestos a reducir nuestras horas de descanso – es entonces cuando debemos “golpear el cuerpo”. Cuando nuestro Señor halló a sus discípulos dormidos, después de haber pedido de modo especial que velasen, les habló del impedimento: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”. ¿De qué vale el tener un espíritu pronto, si la carne es impotente para cumplir la voluntad del espíritu? Si la carne es débil, un espíritu dispuesto no podrá mantenerle despierto. Si has de velar con el Señor cuando Él lo requiera, necesitarás tanto un cuerpo dispuesto como un espíritu dispuesto. Hemos visto que el cuerpo no es un fastidio, pero, sí, es un siervo que necesita ser entrenado para que sirva bien; y su entrenamiento tiene que tener lugar en circunstancias ordinarias, para que siempre esté listo para responder a la exigencia de circunstancias excepcionales.

Nicodemo se acercó al Señor de noche y a pesar de la hora avanzada, el Señor pudo hablarle de forma relajada. Los evangelios relatan como, a veces, el Señor pasaba noches enteras en oración. Estaba dispuesto a que su ministerio invadiera el terreno de su descanso – nosotros debemos estar dispuestos para lo mismo. No estamos abogando por un hábito – de que los obreros pasen continuamente noches en oración. El trocar la noche en día y el pasar constantemente las horas nocturnas en oración es dañoso, tanto para el cuerpo como para la mente, porque no es cosa normal; sin embargo, ¿es normal para los siervos del Señor que nunca sacrifiquen su sueño para su servicio? Si, en este asunto, solemos ser demasiado indulgentes con el cuerpo, se rebelará cuando llega el momento de imponerle alguna restricción que responda a una demanda especial de la obra.

El mismo principio se aplica al asunto de comer y beber. Bajo circunstancias especiales, nuestro Señor sabía abstenerse de alimentos, pero podía comer bien cuando no había un llamado a la abstinencia. Su cuerpo le tenía que obedecer. Hay personas que dependen tanto de la comida que no pueden trabajar con el estómago vacío. No hay duda de que necesitamos alimentos, ni estaría bien ignorar nuestras necesidades físicas, pero el cuerpo debe entrenarse para funcionar sin comida cuando las circunstancias lo exigen. Te acuerdas de la ocasión cuando el Señor se sentó junto al pozo de Jacob para descansar un poco, y cuando llegó a estar, cara a cara, con una mujer muy necesitada. Era la hora de la comida, pero el Señor no hizo caso de su propia necesidad física y, pacientemente, le explicó como su necesidad espiritual podía resolverse. Si llegamos con hambre a cierto lugar y nos es imposible hacer algo hasta que no hayamos comido, nuestros cuerpos no nos están sirviendo como es debido. Sin tomar posiciones extremas, deberíamos, sin duda,  haberlos dominado – por lo menos hasta tal punto, que cuando, por causa de la obra, les neguemos una comida, no nos venzan por su insistente clamor de alimento.

En el tercer capítulo del Evangelio según Marcos leemos que el Señor estaba rodeado de tal multitud de gente necesitada que no tenía ni un momento libre para comer. Sus amigos reaccionaron tratando de apartarle del gentío, diciendo que estaba fuera de sí. Pero no podía hacer otra cosa que pasar por alto sus propias necesidades físicas – las de aquel momento – en vista de las apremiantes necesidades de la multitud. Si tú y yo no podemos dejar una comida cuando la obra requiere nuestra atención inmediata, entonces poco trabajo efectivo haremos.

En semejantes ocasiones, debemos ponerle freno a nuestros cuerpos, a no ser que nos lleguen a dominar y los intereses del Señor sufran. La Biblia declara llanamente que los creyentes ayunen cuando la ocasión lo requiere. A veces, una necesidad especial requiere un tiempo de oración prolongado que no deja lugar para comer. Al hallarnos en una situación que no cede ante la oración sin ayuno, debemos temporalmente negar las exigencias racionales del cuerpo.

Otra demanda del cuerpo es la comodidad. No nos atrevemos a acusar a un obrero que disfrute de cierta comodidad cuando se lo permitan las circunstancias. Lo lamentable sería una incapacidad suya para responder al llamado de la obra, si en ella las comodidades acostumbradas no fueran provistas. Los siervos del Señor deberían poder disfrutar del solaz de condiciones más relajadas cuando así lo disponga Él; y aquellos que, a pesar de estar confortablemente situados, acostumbran “golpear su cuerpo”, estarán mejor adaptados para circunstancias de gran incomodidad, que los que están en una situación inferior, pero no se esforzaron en sujetar sus cuerpos.

En cuanto a la vestimenta del obrero, no debe exigir una atención indebida. El Señor Jesús decía de Juan el Bautista que si alguien quisiera ver a una persona elegantemente adornada no tenía sentido que mirase hacia Juan – mejor dirigir su mirada al palacio real. Ciertos creyentes, tristemente, se han fijado unas normas de vestir demasiado elevadas – insisten en conformarse a ellas. Entendemos, además, que no es para la gloria del Señor llevar ropas de dudosa reputación. La regla – siempre que nos sea posible — es ir vestidos de modo limpio, ordenado y adecuado. Sin embargo, no olvidemos el ejemplo que dio Pablo; él era capaz de dejarlo todo por el Señor. Al referirse a sus propias experiencias, escribe: “en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (2ª Co. 11:27).

En tiempos de enfermedad o debilidad, el cuerpo requiere mayor atención que de costumbre y, en tales circunstancias, hay obreros cristianos que encuentran una excusa para no trabajar. ¿Cómo Pablo podría haber hecho jamás el trabajo que le fue encomendado si se hubiera detenido cada vez que no se sentía bien? Y ¿qué habría ocurrido con el ministerio de Timoteo si éste hubiera mimado su cuerpo cuando sufría de sus “frecuentes enfermedades”, además de su problema de estómago? Es necesario que nos cuidemos de modo razonable, tanto cuando estamos enfermos como cuando gozamos de salud, pero esto no quita la necesidad de “golpear” el cuerpo y mantenerlo sometido. Incluso en tiempos de enfermedad y dolor intenso, si el Señor así lo requiere, el obrero puede desoír sus clamores y obedecer al Señor. Si hemos de ser de utilidad para el Señor, no hay más remedio que ganar un pleno dominio sobre estos cuerpos nuestros.

Dicho principio debe aplicarse al deseo sexual, como a todos los demás anhelos del cuerpo. Si somos siervos de Cristo, entonces su servicio debe tener la prioridad sobre todo lo demás. En 1ª Corintios 4:11-13 Pablo dice: “Hasta esta hora padecemos hambre, tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos”.

Es obvio que los muchos sufrimientos de Pablo en la carne no se limitaron a cierto período de su vida – jamás permitía que alguna cosa impidiera el servicio de su Señor.

En el capítulo sexto de la misma epístola (12-20), se refiere a dos asuntos – el asunto de la comida y el asunto del sexo – aclarando muy bien que somos siervos del Señor, no siervos del cuerpo. Luego, en el capítulo siete, trata la cuestión del sexo en algún detalle, y en el octavo la cuestión del alimento, llegando a aplicar agudamente su enseñanza que no estamos bajo ninguna obligación de cumplir la voluntad de la carne, ya que pertenecemos a Cristo y a Él le debemos servir. Por amor de Él tendremos que aprender a decir “No” a nuestros anhelos físicos, y tendremos que imponer nuestro “No” con tales tratos que sean suficientemente drásticos para establecer que las riendas están en nuestras manos. El Señor es el Creador del cuerpo y Él lo creó con ciertos impulsos que son perfectamente legítimos, pero creó el cuerpo para que sea nuestro servidor, no nuestro amo, y hasta que esto no sea establecido, no le podremos servir como deberíamos.

Inclusive alguien como Pablo temía que pudiera ser rechazado del “estadio”, que no alcanzara el premio; así que, tomó la precaución de sujetar su cuerpo por medio de los constantes “golpes”. Y ¿qué diremos de nuestro Señor, quien se privó de la gloria más excelsa y descendió a lo más profundo de la vergüenza y los sufrimientos? Por amor a Él, ¿no mandaremos a estos cuerpos servirnos para que así, sin trabas, le podamos servir a Él? ¿No les ordenaremos ser fuertes con el poder de su vida resucitada? ¿No ha dicho Él: “Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”?

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 Cada obrero cristiano debería estar dispuesto a sufrir. En 1ª Pedro 4:1 leemos esta palabra: “Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento”. Una mentalidad correcta frente al sufrimiento forma parte esencial del equipo de todo obrero cristiano.

Hay cierta “escuela” de pensamiento, bastante extendida, que mantiene que cualquier forma de placer es contraria al desarrollo espiritual. Rechazamos enfáticamente tal concepto, porque la misma Palabra de Dios declara que la porción de su pueblo es una porción “deleitosa”. Leemos en el salmo 84: “Gracia y gloria dará el Señor. No quitará el bien a los que andan en integridad”. Y el salmo 23, tan familiar, afirma: “El Señor es mi pastor; nada me faltará”. Toda la Biblia nos presenta un cuadro nítido de lo que es el cuidado amoroso del Buen Pastor, y, a través de las Escrituras, le vemos velando fielmente por los suyos, librándoles en sus angustias, y siempre haciendo una distinción entre su pueblo y las naciones. Incluso cuando su pueblo escogido residía en Egipto, eligió esa región del país donde habitaban para bendiciones especiales.

Por otra parte, Dios no exime a sus hijos de pruebas o castigos; justamente, pruebas y castigos son necesarios para lograr su crecimiento hacia la madurez. Pero queremos llamar la atención a un aspecto del sufrimiento que tiene referencia frecuente en la Palabra de Dios. Es un sufrimiento, elegido deliberadamente por aquellos hijos suyos que tienen un deseo ardiente de servirle. No se trata de algo impuesto, a lo cual se sometan sin querer, más bien es algo que escogen voluntariamente. Los tres hombres valientes de David no tenían por qué haberse jugado la vida para llevarle un trago de agua; pero cuando le oyeron decir con vehemencia: “¡Quién me diera a beber del agua del pozo de Belén!”, arriesgaron sus vidas y se abrieron paso por las filas de los filisteos a fin de satisfacer su anhelo (2º Sam. 23:14-17). Hay muchos padecimientos que podemos evitar, si queremos; pero si hemos de ser útiles al Señor, es una necesidad fundamental que escojamos la senda del sufrimiento por amor suyo. A menos que obtengamos una disposición de padecer por Él, la obra que hacemos será de calidad muy superficial.

Y ¿qué es lo que queremos decir cuando hablamos de estar “armados con el pensamiento de padecer”? En primer lugar, hagamos una clara diferencia entre el “padecimiento” y el “pensamiento (o propósito) de padecer”. Lo segundo implica que hemos escogido voluntariamente la senda del sufrimiento por amor a Cristo; significa que tenemos un corazón dispuesto a padecer aflicción por su nombre. No se trata de la cantidad de sufrimiento que seamos llamados a soportar, sino de nuestra actitud frente al sufrimiento.

Por ejemplo, el Señor puede haberte colocado en unas circunstancias donde tienes la provisión de comida y vestimenta y un hogar agradablemente amueblado. Si escogiste “padecer por su causa”, no debes concluir que no seguirás disfrutando de todos los dones que te ha dado. No se trata de la cuestión si tus circunstancias externas son duras o blandas, sino: ¿Está afirmada tu actitud de corazón para soportar las aflicciones que vengan por su causa? Puede ser que el sufrimiento no sea tu porción diaria, pero, sí, diariamente debes estar preparado para sufrir.

Desgraciadamente, el promedio de creyentes, aun muchos obreros, parecen seguir por su camino de forma admirable, es decir, mientras las circunstancias sean propicias, pero en el momento en que alguna aflicción les sobreviene, la cosa queda parada. El problema es que interiormente no están preparados para sufrir. Si es un asunto decidido – el que hayamos aceptado voluntariamente el camino del sufrimiento por su causa – entonces la prueba nunca nos toma desprevenidos. Si el Señor desea ahorrarnos algún sufrimiento, esto es cosa suya; pero por nuestra parte debemos estar siempre preparados para responder. Cuando venga el sufrimiento, lo aceptamos como cosa natural y, al no verlo como cosa extraña, no estaremos tentados a desviarnos del camino, sino que proseguimos adelante. Fíjate bien en lo que dice Pedro: “Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, armaos vosotros también del mismo pensamiento”. ¿Notaste que “el pensamiento de padecer” es una pieza de armadura? Es una parte de nuestro equipo para la lucha espiritual, la que neutraliza al diablo cuando nos ataca en algún punto vulnerable. Si nos falta esta pieza de armadura, no estamos en condiciones para el combate.

Hay algunos creyentes que soportan el sufrimiento, pero no tienen noción de cuán precioso es el sufrimiento que les toca. Pasan a través de él sin ningún sentido de gratitud hacia el Señor, sólo esperan el día en que sean librados de él. No aceptan la aflicción de corazón, más bien lo consideran cosa lamentable que tendrán que aguantar. Su actitud muestra su falta de disposición para sufrir.
Hermano y hermana, si en tiempos de prosperidad no tienes esta disposición, entonces, cuando la adversidad te sobreviene, no serás capaz de continuar sirviendo al Señor; pero, si estás armado de la determinación de sufrir por su causa, entonces seguirás con paso firme, no importa lo que te acontezca. No tomes por sentado que estés sufriendo por causa del Señor, al estar pasando por aflicción. La cuestión no es cuánto sufrimiento hayas sobrellevado, sino, hasta qué punto te regocijaste en el sufrimiento. Es posible que suframos con mucha pena de corazón y con duras pruebas, pero sin la voluntad de sufrir.

La voluntad de sufrir es algo de muy adentro. Aclaremos bien esto: Es muy posible tener un corazón dispuesto a sufrir, sin que estemos atravesando adversidad material. Por otra parte, es igualmente posible pasar por mucha adversidad material sin que tengamos un corazón para sufrir. Si a los creyentes se les ofreciera la opción entre sufrir y no sufrir, muchos, definitivamente, elegirían ser eximidos del sufrimiento, y esto por la sencilla razón de que les falta el deseo de sufrir por su Señor. Cualquier creyente en cuya vida exista esta carencia interior, estará siempre orando por circunstancias que sean propicias para poder adelantar la obra. Si las circunstancias no son propicias, le parece que la obra del Señor no puede prosperar. No concibe que el Señor puede dirigir a sus siervos a llevar un fruto grande a través del sufrimiento.

Hay pocos indicios de adversidad en las circunstancias de algunos hijos de Dios, mientras que se observan a otros pasando de crisis en crisis. De forma natural podríamos sacar la conclusión que estos últimos han de conocer la gracia de Cristo en mayor medida que los primeros y que han de tener un ministerio espiritual más fructuoso. A menudo la realidad es al revés; y al analizar la situación, descubrimos que, aunque los últimos estén sufriendo, les falta la disposición para sufrir; se escaparían de sus pruebas en la primera oportunidad. No sacan provecho de su sufrimiento; no están aprendiendo nada.

Una de las dificultades que hemos de encarar en la obra es la falta de fondos. Algunas veces parece como si el Señor nos hubiera hecho una provisión inadecuada y decidimos que no es posible seguir. ¿Qué sentirá el Señor ante tales reacciones? Hay una pregunta que Él te quiere hacer – es ésta: “¿Para qué me estás sirviendo?” ¡Cómo esta pregunta a menudo nos descubre! ¿Qué siervo de Cristo puede estipular que irá a trabajar si brilla el sol, pero que se quedará en casa si llueve? Si tienes una mentalidad correcta acerca del sufrimiento, entonces nada te intimidará. Te atreverás a desafiar las circunstancias, desafiarás la enfermedad, desafiarás la muerte, aun desafiarás a las huestes de las tinieblas.

Pero si no has cultivado esta disposición, cederás al miedo ante la dificultad y, si das lugar al miedo, caerás fácilmente preso del enemigo. Él te impondrá justamente lo que temes, y serás vulnerable ante sus asaltos porque tu mente no está salvaguardada por la determinación de sufrir en la carne como lo hizo Cristo. ¿Por qué no le dices lo siguiente?

 “¡Por tu amor que me constriñe,
y por tu gracia que me capacita,
sean las consecuencias las que sean,
me comprometo a servirte!”

           El creyente no debe invitar la adversidad o salir en su busca, pero cuando le sobreviene, debe estar listo con la determinación de sobrellevarla alegremente por la causa del Señor. Por ejemplo, si físicamente no eres fuerte, necesitarás, naturalmente, una cama más confortable que una persona fuerte. Llega el momento de salir a la obra del Señor y ahí decides que debes insistir en una cama cómoda – ¿entiendes que entonces serás vulnerable al enemigo en ese punto? Por otro lado, si estás dispuesto a sufrir por el Señor, pero encuentras que tienes provista una cama cómoda, entonces no habrá virtud en que procures “endurecerte” por dormir en el suelo. No debes imaginarte que los creyentes que viven bajo circunstancias desfavorables, estén por ello mejor habilitados para soportar la adversidad que aquellos que viven bajo circunstancias más favorables. Sólo los que – cualesquiera sus circunstancias, favorables o desfavorables – se hayan comprometido con el Señor, y se hayan armado de la voluntad de sufrir, serán capaces de soportar en el día de la prueba. Un hermano acostumbrado a la comodidad, que ha tenido una transacción definitiva con el Señor, y tiene la disposición de sufrir por Él, tendrá mucho más poder de aguante que otro que, a pesar de estar acostumbrado a las dificultades, no se armó de esta disposición.

Si esta cuestión no está resuelta de forma deliberada, tu debilidad saldrá a luz algún día, y en ese día cederás a la autocompasión. En cierta ocasión, una hermana, que había servido al Señor por años, se encontró con otra que estaba derramando copiosas lágrimas en un arranque de autocompasión y le preguntó: “¿Por quién estás derramando estas lágrimas?” Muchos creyentes, aunque tengan una medida de aguante, se desploman ante el “test” crucial por no haber tomado la precaución de armarse como Dios ordena en su Palabra. En la hora en que su penuria se descubre, su orgullo es herido y las lágrimas de autocompasión empiezan a correr.

Naturalmente surge esta pregunta: ¿Hasta qué punto deberíamos estar preparados para sufrir? La Palabra de Dios dice: “Sé fiel hasta la muerte” (Ap. 2:10). Dices que hay un peligro en irse al extremo, y en perder el equilibrio. Esto es verdad, pero si te has armado con la disposición de sufrir, ¿por qué estar siempre procurando ser equilibrado? Es una cosa que puedes dejar en las manos del Señor; también puedes confiar en tus hermanos que ellos sepan guardar el equilibrio cuando tú estás por perderlo. Tú, ocúpate en comprometerte con Él y para sufrir hasta la muerte, si así lo requiere, y Él se ocupará de guardarte de los extremos. Si siempre estás pensando hasta dónde deberías ir en este asunto del sufrimiento, nunca llegarás muy lejos; caerás en la trampa de permitir que sufra la obra con tal que tú te salvaguardes la propia vida.

La disposición de sufrir no es una idea insípida, es cosa viril que nos hace decirle al Señor: “Sí, Señor, aun hasta la muerte. Mi vida está a tu disposición para que hagas con ella lo que mejor te parezca”. Dios necesita siervos que seriamente buscan comprometerse con Él y que no vacilen en entregarlo todo, hasta la vida misma – por Él. Terminemos de una vez con todos nuestros cálculos cuidadosos y con este temor paralizante de llegar a extremos, y hagamos con el Señor la transacción de servirle a todo costo, aun “hasta la muerte”.

En Apocalipsis 12:11 se habla sobre los vencedores: “Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero… y menospreciaron sus vidas hasta la muerte”. Si cumples las mismas condiciones, los asaltos de Satanás contra ti serán vanos. Él es impotente para vencer a cualquiera que no busca preservar su propia vida. Satanás se mofó de la idea de que Job pudiera posiblemente servir a Dios sin ningún deseo de autopreservación, así que, le dijo: ‘Todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Pero extiende ahora tu mano, y toca su hueso y su carne, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia” (Job 2:4-5). Satanás sabía que podría vencer a Job si éste tuviera el más mínimo interés por sí mismo, así que, pidió permiso para llevarlo a prueba. El relato en el libro de Job, como en el de Apocalipsis, muestra la impotencia de Satanás para vencer a los que son radicales en menospreciar sus propias vidas. Para nuestro sufrimiento hay un límite, ¡pero qué no haya límite a nuestra voluntad de sufrir! Si ahí hay algún límite, Satanás tarde o temprano nos pondrá fuera de combate.

Permíteme preguntar: ¿Qué es lo que importa – la preservación de nuestra vida o la preservación de la obra del Señor? ¿Es la salvación de almas la que importa, o es la salvación de nuestra vida? ¿Qué es más importante, salvaguardar nuestros intereses personales o salvaguardar el testimonio del Señor en la tierra?

¡Qué todos y cada uno de nosotros se despoje de su auto-amor y responda al Señor en total abandono a lo que son los intereses de Él! Es en este sentido que de nuevo Él nos desafía. Si nuestro abandono a Él es total, conoceremos también la “totalidad” de su bendición.

 

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           ¿Qué actitud debe asumir un obrero cristiano en cuanto al dinero? Este es un asunto de mucho peso, y afecta cuestiones tan prácticas que, si no hay claridad, el obrero saldrá malparado, pues ningún obrero cristiano puede evitar el roce con “Mamón” (expresión en arameo, usada por Jesús en Mt. 6:24 para advertir la amenaza del “dios rival”, el de la riqueza y el dinero).
Desde el comienzo debemos darnos cuenta con claridad que “Mamón” se opone a Dios. Por lo tanto los siervos de Dios deberán estar en alerta, no sea que caigan bajo su poder, pues, si logra ejercer algún poder en sus vidas, no podrán ayudar al pueblo de Dios ante sus insidiosos ataques. En vista de los problemas universales que surgen en conexión con el dinero, pasaremos un rato conversando acerca del tema.

En primer lugar notemos la relación que existe entre el dinero y la conducta y enseñanza del obrero. En el Antiguo Testamento la historia de Balaam, en conexión con el pueblo de Dios, se relata como ilustración de ello, y en el Nuevo Testamento le encontramos de nuevo en la misma conexión. Pedro se refiere al “camino de Balaam”, y en el libro de Apocalipsis leemos de “la doctrina de Balaam”. Balaam era profeta que buscaba remuneración de su trabajo – comercializó el ministerio profético. Balac, rey de Moab, estaba empeñado en destruir al pueblo de Dios, y alquiló a Balaam para que los maldijera, pero Balaam no era ignorante de la mente de Dios y era consciente de que el pueblo de Dios era pueblo bendito. Lo que es más, Dios le había dicho rotundamente que no cumpliera el pedido de Balac. Pero la recompensa le encandilaba. ¿Cómo hallar la manera de recibirla? Su empeño era tratar de persuadir a Dios que volviera atrás. Llevó a efecto su plan – el éxito fue maravilloso. Dios, efectivamente, le cedió permiso para hacer lo que antes le había dicho que no hiciera.

Algunas personas imaginan erróneamente que este episodio es una ilustración de “esperar en Dios” para recibir su guía. El caso es que Balaam nunca se habría puesto a inquirir de Dios si no hubiera sido por la esperanza de ganancias; y, cuando el resultado de su primer sondeo fue terminantemente negativo, no había necesidad de inquirir por segunda vez. Cuando últimamente Dios le dio a Balaam permiso para ir con los príncipes de Balac, no fue porque aprobara la misión de Balaam, sino, simplemente, le permitió ir por su camino auto-elegido. Balaam sin duda era profeta, pero un profeta que permitió que la sutil influencia del dinero afectara su ministerio y lo extraviara lejos.

Cualquier obrero cristiano, que no ha resuelto la cuestión financiera, caerá sin remedio bajo la influencia de Mamón. Cuando le toca decidir donde ha de trabajar, estará influenciado por consideraciones financieras. Si en algún lugar no tiene un sustento garantizado, se irá a otro lado. Siendo un obrero cristiano, buscará, por supuesto, guía de Dios acerca de su nuevo destino, pero la “guía” recibida, casi seguro, tendrá todo que ver con el lugar donde tenga el sustento asegurado. Cuando estamos pidiendo la guía de Dios, la perfidia de nuestra vida natural es capaz de “guiarnos” a lugares donde no hay escasez financiera, prestando poca o ninguna atención a regiones pobres con gente pobre. Un creyente de edad dijo una vez: “¡Cuántos siervos de Dios son motivados por consideraciones financieras! Date cuenta de cuántas regiones pobres tienen falta de obreros, mientras que estos abundan en áreas más prósperas.” Estas observaciones, tal vez crudas, representan, sin embargo, una triste verdad. Tenemos que admitir que muchos obreros cristianos transitan por “el camino de Balaam”. Sus pasos se dirigen hacia las ganancias, antes que hacia la voluntad de Dios. Así es que, una vez “buscada la guía de Dios”, es decir, la confirmación del camino que ellos han elegido, Dios dice: “¡Vé!”

Todo verdadero siervo de Dios debe estar totalmente libre de un cautiverio al dinero. “Ninguno puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a las riquezas (a Mamón)” (Mt. 6:24). Este asunto de buscar la guía del Señor cuando en realidad nos dejamos guiar por la ganancia, es una cosa vergonzosa. Si el Dios que servimos es el Dios viviente, ¿no podemos ir confiadamente a cualquier lugar que nos indique? Si no es el Dios viviente, ¿por qué no abandonar todo intento de servirle? ¡Oh – la vergüenza de tal proceder, que algún creyente, bajo la apariencia de servir a Cristo, pueda estar sirviendo sus propios intereses!

Pedro haciendo referencia en su segunda epístola al “camino de Balaam” escribe: “Tienen el corazón habituado a la codicia… Han dejado el camino recto, y se han extraviado siguiendo el camino de Balaam… el cual amó el premio de la maldad” (2:14-15).

Hermanos y hermanas, Dios ha puesto delante de nosotros “el camino recto” y es necesario tener cuidado de no dejarlo atrás, a no ser que nos desviemos hasta “el camino de Balaam”. Pedro describe a los que andan en ese camino como los que “tienen el corazón habituado a la codicia”. La raíz del problema estaba en el corazón. Una vez que el hábito de la codicia, secretamente, se había desarrollado en el corazón, la mano se alargó por la recompensa, y los pies comenzaron a desviarse del camino del Señor. No ocurrió todo en un momento y no había al principio señales de un desliz. Incluso, teniendo el corazón “ejercitado en codicias” (R-VAnt.), el apartamiento interior de Dios estaba bien tapado bajo la forma exterior de “buscar su consejo”. La Palabra de Dios nos dice que Balaam “amó el premio de la maldad”. Amó esa recompensa brindada, y su corazón ya estaba en ella cuando les dijo a los príncipes que no podría aceptarla sin primero buscar la divina voluntad. Prometió: “Os daré respuesta según el Señor me hablare” (Nm. 22:8). ¡Cuán espirituales sonaban esas palabras! Pero el corazón de Balaam estaba “ejercitado en codicias” y así fue que, cuando Dios le rehusó el permiso de andar por el “camino” que llevaría a la recompensa codiciada, él cubrió su codicia con unas frases espirituales en su trato con los príncipes de Balac, y luego asumió una nueva apariencia de espiritualidad al dirigirse a Dios por segunda vez. Balaam obtuvo lo que deseaba, pero ¡con temibles resultados! El hábito, cultivado en secreto, se desarrolló en un camino abierto – “el camino de Balaam”.

Hermano y hermana, ¿estás notando el transcurso de la codicia? Salvo que estemos capacitados por la gracia de Dios para tratar esta peligrosa “condición cardíaca”, caeremos más y más bajo la sutil influencia de Mamón para finalmente ser vencidos por su poder. Judas, escribiendo de algunos que se habían extraviado, dice que “se lanzaron por lucro en el error de Balaam”. Son personas que ya no están caminando, sino que “se lanzaron” en este mal camino, que es camino de “error”.

En Apocalipsis el Señor Jesús se dirige así a una de las siete iglesias: “Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a ídolos, y cometer fornicación” (2:14). Vemos en este pasaje que no sólo hay “camino de Balaam”, también está “la doctrina de Balaam”. Un corazón que ha dado cobijo a pensamientos de codicia no ha aceptado la corrección, así que, el deseo de ganancia se ha vuelto hábito confirmado; y el hábito escondido se expresó pronto en un camino manifiesto; y el camino se ha venido definiendo más y más hasta desarrollarse en doctrina formulada.

La Palabra de Dios, una y otra vez, habla de los terribles estragos acarreados por la codicia. Cuando Pedro escribe del “camino de Balaam” se está refiriendo en primera instancia a los falsos maestros y advierte a sus lectores con las siguientes palabras: “Habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras… y por avaricia harán mercadería de vosotros” (2ª P. 2:1-3). Nota que, cuando los pensamientos de ganancia encuentran cobijo en el corazón, pervierten nuestra enseñanza. Si nuestro auditorio es de clase pobre, nuestra enseñanza es de cierto tipo, pero si nuestro auditorio es de clase acomodada, adaptamos nuestro estilo y tema y consentimos sus caprichos. Si notamos que, efectivamente, pensamientos de ganancia tienen algún poder para influenciar nuestros movimientos o nuestras palabras, debemos postrarnos ante el Señor y buscar su misericordia. Este es un asunto serio y urgente.

Pablo, escribiendo a Timoteo, también habla de los peligros de la codicia. En su primera carta le dice: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras… que toman la piedad como fuente de ganancia” (6:3-5). ¡Qué contraste total entre esos maestros falsos y Pablo! ¡Cómo se gastaba por amor del evangelio, sin escatimarse a sí mismo, ni a sus bienes! Decía: “yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas” (2ª Co. 12:15).

¿Puede haber algo más bajo que el ocuparse en la obra cristiana con fines de lucro? También tú y yo, igual como cualquiera, caeremos presa de esta tentación, si no encaramos el asunto de forma definida, y resolvemos de una vez para siempre que jamás hemos de buscar en la obra del Señor un medio de vida. Rechacemos esa idea de “la piedad como fuente de ganancia”; más bien animémonos con esa otra palabra, “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (6:5-6).

Tomemos también a pecho estas palabras, dirigidas de un obrero a otro: “Porque nada hemos traído a este mundo y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (6:7-10).

Ahora pasemos de las palabras del Señor, dichas a través de sus siervos, a las que vienen directamente de Él. En Lucas 9 se registra su envío de los Doce, y en el siguiente capítulo su envío de los Setenta. En ambas instancias se dan instrucciones explícitas acerca de su equipo y en ambas instancias las instrucciones son expresadas en términos negativos. Dirigiéndose a los Doce dice: “No toméis nada para el camino, ni bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero; ni llevéis dos túnicas” (9:3). Al enviar a los setenta provee menos detalles, pero el principio es el mismo: “No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado” (10:4). El énfasis en ambos casos es el mismo, es decir, cuando el Señor encarga una misión a sus siervos, ningún pensamiento de cosas materiales debe entrar en sus cálculos.
En una fecha posterior, el Señor interrogó a sus discípulos acerca de su experiencia cuando habían salido en obediencia a su mandato:

“‘Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo?’ Ellos dijeron: ‘Nada’”. Pero notemos lo que sigue inmediatamente: “Y les dijo: ‘Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una’” (Lc. 22:35-36). En el intervalo las circunstancias habían sufrido un vuelco. Ésta era la noche de la entrega del Señor. Cuando el camino estaba abierto y se pudieron mover libremente, las instrucciones impuestas eran: “No toméis nada para el camino”; no obstante, para circunstancias en que más equipo pudiera necesitarse, les da otras pautas.

Ser un predicador efectivo del evangelio requiere una pasión que excluye cualquier interés diferente. Un verdadero predicador de las Buenas Nuevas no tiene ansiedad por su viaje, ni por su recepción a la llegada, pues, junto con el encargo encomendado, ha recibido precisas instrucciones con respecto a ambos. Para el viaje las órdenes son: “No toméis nada para el camino”; y para la llegada tiene órdenes igualmente explícitas: “En cualquier casa donde entréis, primeramente decid: ‘Paz sea a esta casa’” (Lc. 10:5). ¡Qué hermoso! Cada obrero cristiano debería ser mensajero de paz, y cada obrero cristiano debería magnificar la dignidad de su cargo de siervo.

Puede que seamos pobres, pero nunca deberíamos perder la dignidad de nuestro excelso llamado. Pero ¿qué si la gente a la que nos dirigimos rehúsa recibirnos? El Señor se anticipó a nuestra pregunta, contestándola en Lucas 9:5: “Y dondequiera que no os recibieren, salid de aquella ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos”. ¿Puedes ver la dignidad de los siervos del Señor? No hay autocompasión por el trato que se les brinda, no hay introspección, ni dudas que asalten acerca de la guía recibida; no hay nada negativo o débil. Son fuertes y firmes porque sus órdenes son claras.

En este mismo sentido debemos aprender algo más de las instrucciones que el Señor dio a sus discípulos cuando alimentó a las multitudes. En una de estas ocasiones había estado predicando a un auditorio de cinco mil, sin contar mujeres y niños. Hacia el fin del día los discípulos sugirieron que, como estaban en un lugar desierto, sería bueno despachar a la gente para que comprase algún alimento en los pueblos. Pero Jesús les dijo: “No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer” (Mt. 14:16). Uno de los discípulos se mostró bastante alarmado ante la perspectiva de tener que proveer comida para tantos, y protestó que se necesitaría una suma considerable de dinero para comprar suficiente para dar siquiera un poco a cada uno. Esto hizo que el Señor preguntara cuánta comida había disponible. Pudieron encontrar cinco panes y dos peces, y se lo trajeron; luego, con su bendición de esa escasa provisión, repartieron a todos – había abundancia y de sobra. Mediante este milagro, Cristo demostró a sus discípulos que no debe aplicarse la sabiduría del mundo al servicio de Él. Por reducidos que sean nuestros recursos, debemos estar preparados para dar y dar y dar.

Los que se dejan motivar por las consideraciones financieras son siervos de Mamón, no siervos de Dios. Pero el aprender esta lección lleva tiempo. Los discípulos no la aprendieron toda de una vez, de modo que, después de la alimentación milagrosa de los cinco mil, el Señor los llevó nuevamente a una serie de circunstancias similares. En esta nueva ocasión un grupo de unos cuatro mil, otra vez sin contar mujeres y niños, le había seguido por tres días; luego dijo Jesús a los discípulos: “Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos”. Era obvio que los Doce no habían aprendido su lección, pues esta vez su reacción fue igual a la anterior: “¿De dónde podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto?” (Mr. 8:2-4). Ahora, igual que en la ocasión anterior, razonaban con respecto a las circunstancias y la falta de recursos para suplir tales demandas. Pero nuevamente el Señor les preguntó sencillamente por lo que tenían disponible y, cuando le sacaron siete panes, con su bendición se produjo otro milagro y otra multitud comió hasta hartarse, y aun sobró mucho.

En el día de Pentecostés los discípulos se enfrentaron con multitudes de gentes necesitadas espiritualmente; pero esta vez habían aprendido la lección, y contando con los recursos divinos, pudieron administrar vida eterna a nada menos que tres mil almas (Hch. 2:41). Fue a través de la disciplina que los discípulos se hicieron hombres que, en la obra del Señor, pudieron suplir para la necesidad. En nuestro caso, el adiestramiento para servirle no va a ser sin disciplina. Seamos todo lo ahorrativos que queramos, es decir, en nuestros asuntos privados, en el servicio del Señor no debemos ser parcos – le privaríamos al Señor de la oportunidad de efectuar milagros en favor de las multitudes. Queriendo ser frugales, más bien frustraríamos los propósitos de Señor y nuestras vidas quedarían más pobres.

Necesitamos someternos al entrenamiento de Aquel que entrenó a los Doce y a los Setenta; aun cuando bajo su entrenamiento uno de los Doce no llegara a estar en condiciones para el servicio, teniendo que ser rechazado en concepto de ladrón. Judas era capaz de estar mirando el ungimiento del Señor con ungüento costoso, y estar calculando fríamente cuánto se podría haber dado a los pobres si aquel ungüento hubiera sido vendido, y la ganancia dejada a su cuidado. Sólo veía un derroche sin propósito en esa expresión exuberante del amor que la mujer prodigaba sobre su Señor. Cristo lo asesoró de otra manera, para Él era algo de sumo valor. Dijo: “Ha hecho para conmigo una buena obra”, y declaró que, dondequiera se predicara el evangelio, también sería recordada esta pura expresión del poder del evangelio (ver: Jn. 12:1-8; Mt. 26:10-13). Judas, que tenía un sentido tan pervertido de los valores, vendió al Señor por treinta piezas de plata.

No hay por qué tener miedo de ser extravagantes si es sobre el Señor que estemos derramando nuestro amor y nuestros recursos. Hay personas que tienen tanto miedo de irse a extremos que desde el principio de su vida cristiana pueden calcular con precisión hasta qué límite deben ir en el asunto de dar. Si en nuestra primera racha de amor por el Salvador podemos ser tan calculadores, ¿dónde estaremos cuando haya pasado el brillo de nuestro primer ardor? ¡Qué contraste forma Pedro con Judas! Judas era el tesorero de los

Doce y, mientras administraba los fondos, se apropiaba de parte del dinero para su uso personal.
Pedro bien pudiera haber mejorado su situación en el tiempo en que multitudes se estaban convirtiendo – muchos llegando a vender sus posesiones para el bien común de los creyentes. Pero notemos lo que le dice al paralítico en la puerta del templo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hch. 3:5-6). Es posible que, con honestidad, nos involucremos en una actividad secular, si es que estamos detrás de alguna ventaja personal; pero si queremos servir al Señor, tengámoslo asentado para siempre que nuestro interés está en el progreso del evangelio, no en el progreso de nuestra cuenta bancaria.

Echemos un vistazo a la vida de Pablo y notemos cuál fue su actitud frente al dinero. Escuchemos su apología frente a los ancianos de Éfeso: “Ni plata, ni oro, ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, éstas manos me han servido” (Hch. 20:33-34). Escribiendo a los corintios, les hace esta pregunta: “¿Pequé yo humillándome a mí mismo, para que vosotros fueseis enaltecidos, por cuanto os he predicado el evangelio de Dios de balde?” (2ª Co. 11:7). Y delante de ellos, del mismo modo como lo hizo ante los efesios, hace su defensa: “Y cuando estaba entre vosotros y tuve necesidad, a ninguno fui carga, pues lo que me faltaba, lo suplieron los hermanos que vinieron de Macedonia, y en todo me guardé y me guardaré de seros gravoso. Por la verdad de Cristo que está en mí, que no se me impedirá ésta mi gloria en las regiones de Acaya. ¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Dios lo sabe. Mas lo que hago, lo haré aún, para quitar la ocasión a aquellos que lo desean, a fin de que en aquello en que se glorían, sean hallados semejantes a nosotros” (11:9-12). Pablo no adoptó una actitud independiente; estaba dispuesto a aceptar la ayuda financiera, como lo demuestra este pasaje, pero incluso durante un tiempo en que realmente tenía necesidad, no quiso recibir nada de los corintios, porque el hacerlo no habría sido en el interés del evangelio.

Había en toda la región de Acaya los que buscaban desacreditar su ministerio, y él estaba resuelto a no darles ocasión para cuestionar el carácter de su ministerio. ¿Acaso no les amaba al negarse a aceptar el apoyo de la congregación? Contesta su propia pregunta: “¡Dios lo sabe!” Pablo era consciente de la dignidad de su cargo y la guardaba celosamente. Aprendamos de él y sepamos rehusar cualquier donativo que pudiera causar un cuestionamiento del carácter del ministerio.

¡Qué carga era para Pablo la predicación del evangelio! No podía remediarlo, aunque significara que, con sus propias manos, tuviera que trabajar horas extra, evitando ser carga para otros. No sólo proveía para su propio sustento, sino también para el sustento de sus colaboradores. Su agudo sentido de la responsabilidad nunca permitía que se contentara con tener lo suficiente sólo para sí mismo.
Nos quedamos muy cortos como obreros cristianos, si sólo sabemos ejercer fe para hacer frente a nuestras propias necesidades sin alargar la mano hacia otros en su necesidad. Nos imaginamos que — a semejanza de los levitas — tengamos el derecho de esperar del pueblo de Dios que nos entreguen sus diezmos, pero tendemos a olvidar que los levitas mismos estaban bajo obligación de entregar sus diezmos. Obreros cristianos, que trabajan a pleno tiempo, corren el peligro de estar tan obsesionados de lo mucho que hayan “sacrificado”, que siempre esperan recibir – ¡qué fácil, entonces, que ni piensen en la responsabilidad y el privilegio de dar!

Es una actitud fatal para el progreso espiritual del obrero, ya que cada creyente, no importa lo bajo de sus ingresos, siempre debe ser un dador alegre (2ª Co. 9:7). El sólo recibir, sin dar, llevará inevitablemente al estancamiento. Y si somos incapaces de llevar una responsabilidad financiera para otros, Dios nos confiará poco. En su segunda carta a los corintios, Pablo usa esta frase: “Como pobres, mas enriqueciendo a muchos” (6:10). ¡Cómo este hombre conocía a su Dios! No importa lo profundo de su propia necesidad, siempre su preocupación era el enriquecimiento de otras vidas, y lo asombroso es que estaba siempre en la posición de enriquecerlas.

Hermano y hermana, en algún lugar pudieran existir (o surgir) dudas sobre el carácter de tu ministerio – esto significa que, para el honor del ministerio, no podrás permitirte ningún sustento financiero de los hermanos. Debes aclarar perfectamente tu posición y, habiendo rehusado ayuda, debes todavía tener presente tu obligación hacia los demás. Si esperas que Dios te aumente los ingresos, aumenta tú, entonces, los egresos. La experiencia de muchos hijos del Señor confirma lo que Él mismo dijo: “Dad, y se os dará” (Lc. 6:38). Es una ley divina – violarla resultará en dolor para nosotros mismos. La administración de nuestros asuntos descansa sobre una base diametralmente opuesta a la del no-creyente. Éste aumenta por ahorrar; aquél aumenta por dar. El creyente, tal vez, no añada a su cuenta bancaria cuando da, pero su experiencia de dar le capacita, más y más, para compartir la experiencia de Pablo: “Como pobre, mas enriqueciendo a muchos” (2ª Co. 6:10).

Al final de su segunda epístola a los corintios, cuando les escribe de su esperanza de visitarles pronto, Pablo dice: “He aquí, por tercera vez estoy preparado para ir a vosotros; y no os seré gravoso, porque no busco lo vuestro, sino a vosotros, pues no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos” (12:14). Nota en esta carta a la congregación en Corinto, cuán a menudo Pablo habla de su actitud hacia los asuntos financieros, pero, una y otra vez, al aludir a su propia posición aprovecha la oportunidad para instruirles. Así evitaba que ellos pensaran que estaba adoptando una actitud independiente, habiéndose ofendido por las críticas de su persona y de su ministerio.

Aunque Pablo se abstuviera de su ayuda financiera, la posición del apóstol era tan diáfana y tan relajada, que sabía alentarlos a que enviasen ayuda a los santos necesitados en Jerusalén; pudo, incluso, gloriarse de la liberalidad de los corintios ante las congregaciones en Macedonia. Personalmente, Pablo no necesitaba el dinero de ellos, pero había necesidad en otra parte, y Pablo deseaba que diesen abundantemente, tanto para su propio enriquecimiento, como para el enriquecimiento de otros.

En relación con lo dicho por Pablo – “porque no busco lo vuestro, sino a vosotros” – debo hacerte una pregunta: Cuando te mueves entre los hijos de Dios, ¿sabes siempre diferenciar entre “lo vuestro” y “vosotros”? En toda tu comunicación con ellos, ¿estás buscando a “ellos” o a “lo suyo”? Si ellos te miran con cierto reparo y retienen “lo suyo”, ¿puedes tú todavía darles a ellos, sin reserva, “lo tuyo”? ¿O es que tu deseo de ministrarles a ellos disminuye, cuando no hay estímulo de parte de ellos?

Desde un punto de vista natural, Pablo habría tenido amplios motivos para abandonar a los corintios, pero no era capaz de dejarlos y, por tercera vez, estaba planeando una visita. Se negó a aceptar “lo suyo”, pero todavía los buscaba a “ellos”. Se descubre con creciente claridad, a lo largo de sus cartas, cuando les va abriendo el corazón, de qué forma auténtica los buscaba a “ellos”, y no “lo suyo”.

A continuación del pasaje citado, Pablo sigue de la misma manera: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos. Pero admitiendo esto, que yo no os he sido carga, sino que como soy astuto, os prendí por engaño, ¿acaso os he engañado por algunos de los que he enviado a vosotros? Rogué a Tito, y envié con él al hermano. ¿Os engañó acaso Tito? ¿No hemos procedido con el mismo espíritu y en las mismas pisadas?” ¿Ves aquí la actitud del corazón de Pablo? ¡Cómo se derramaba en favor de los corintios! ¡Y cómo derramaba también lo que era suyo propio! Si no somos capaces de invertir en esta “empresa” cuanto somos y cuanto tenemos, somos indignos de nuestra alta vocación como predicadores del evangelio.

Por otro lado, fíjate en que Pablo aceptó la ayuda financiera que se le envió desde Macedonia. Bajo circunstancias normales es correcto que el obrero cristiano reciba contribuciones de sus hermanos creyentes. Pablo no aceptó donativos de manera indiscriminada, ni los rehusó de modo indiscriminado. Tenía percepción espiritual y cuando el estado espiritual del dador era correcto, lo recibía con gratitud. ¡Discernamos nosotros también entre lo que debemos aceptar y lo que debemos rechazar, librados de esa actitud, tan común, de dar la bienvenida a todo lo que sea donativo!

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          [Nota del traductor: Aunque el autor no lo mencione específicamente, es muy notable en Hechos y en las epístolas, que Pablo y demás obreros tenían la práctica de no recibir nunca ningún sustento de las congregaciones donde actualmente se encontraran trabajando, sólo recibían donativos de otras congregaciones después de haberlas dejado. Encontramos referencias a esta práctica, que más que práctica, era también principio espiritual, en Hechos 20; 1ª Corintios 9; 2ª Corintios 11 y 12; Filipenses 4; 1ª Tesalonicenses 2; 2ª Tesalonicenses 3 y 1ª Timoteo 6.

Además, es un hecho conspicuo, que ningún obrero – a saber, ni Juan, Judas, Pablo, Pedro o Santiago – en ninguna carta, solicitara fondos, ni para sí mismo, ni para el equipo misionero, ni para la obra misionera.

Una hermosa excepción de la regla, si se quiere llamar así, es la costumbre de “encaminar al obrero” en su partida. El término parece referirse a la costumbre de dar una ayuda para los gastos del viaje a emprender, el último gesto de la hospitalidad extendida. La encontramos mencionada en Hechos 15:3; Romanos 15:24; 1ª Corintios 16:6, 11; 2ª Corintios 1:16 y 3ª Juan 6.]

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 Vayamos a la carta que Pablo escribió a los filipenses y veamos su actitud al recibir la ofrenda de los santos en esa. Así les escribe: “Y sabéis también vosotros, oh filipenses, que al principio de la predicación del evangelio, cuando partí de Macedonia, ninguna iglesia participó conmigo en razón de dar y recibir, sino vosotros solos; pues aun a Tesalónica me enviasteis una y otra vez para mis necesidades. No es que busque dádivas, sino que busco fruto que abunde en vuestra cuenta” (4:15-20). Pablo, lleno de gratitud, acusó recibo del don de la congregación en Filipos, pero al hacerlo, declara que su gozo mayor al recibir sus dádivas no era el enriquecimiento que le trajeron a él, sino el enriquecimiento que les reportaba a ellos mismos, los dadores; e inmediatamente añadió esta observación: “Todo lo he recibido, y tengo abundancia”. ¡Qué contraste con el informe usual de hoy cuando se envía acuse de recibo! Demasiado a menudo las cartas-de-agradecimiento enfatizan la gran necesidad todavía sin cubrir, siendo la intención — consciente o no — de estimular posteriores pruebas de generosidad. Volvamos a leer las palabras de Pablo, haciéndolas nuestras: “Todo lo he recibido, y tengo abundancia”. Aquí no hay el más remoto indicio de necesidad. Por el contrario, todo comunica la impresión de entera satisfacción. ¡Qué espíritu exquisitamente puro tiene Pablo!

¡Cuán libre está de la servidumbre de Mamón! Pero, sigamos leyendo: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”. Pablo expresa su aprecio por toda la ayuda material que le llegó por medio de los santos en Filipos, pero nunca pierde de vista la gloria de su cargo. Nada sacrifica de dignidad espiritual, ni cuando reconoce su endeudamiento hacia ellos. No se “apega”, ni se “ata” a los donativos o a sus dadores. Expresa libremente su aprecio, pero aclara que considera los donativos como dados a Dios: “Olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios”. Sin embargo, siendo partícipe de su ofrenda a Dios, les ofrece una bendición más allá de todo cuanto hayan podido dar: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”. ¡Qué hombre rico era Pablo! ¡Y cuánta riqueza no derramó sobre los demás! Ojalá compartamos la sencillez de corazón de este hombre, uniéndonos a él cuando añade: “Al Dios y Padre nuestro sea gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

Finalmente, echemos una mirada a la actitud de Pablo en relación con los fondos de las congregaciones. En 2ª Corintios 8:1-4 escribe: “Asimismo, hermanos, os hacemos saber la gracia de Dios que se ha dado en las iglesias de Macedonia; que en grande prueba de tribulación, la abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad. Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos.”

Habiéndose enterado del hambre que se padecía en Jerusalén, Pablo había informado a los hermanos en Macedonia de esta necesidad. Aunque ellos mismos lo estaban pasando mal en el sentido financiero, fueron tan conmovidos por estas noticias que se negaron a sí mismos para poder enviar alivio a sus hermanos, y dieron alegremente aun más allá de sus posibilidades. Era evidente que su manera de dar no era por obligación; se nos cuenta que pidieron encarecidamente al apóstol que les concediera el favor de ministrar a las necesidades de los santos en Jerusalén. Estaban tan estrechamente vinculados con los demás creyentes que su principal preocupación no era la de satisfacer sus propios e inmediatos menesteres, más bien la necesidad de los miembros distantes del Cuerpo de Cristo.

El hecho de que tuvieran que implorar este favor muestra que el apóstol vacilaba en alentar su auto-negación, ya que su propia necesidad era tan aguda; pero su “importunación” venció la reticencia de Pablo. La actitud de ellos era hermosa, pero también lo era la de Pablo. Estando en una posición de responsabilidad, Pablo no podía menos que tener muy en cuenta la necesidad de los hermanos locales en su afán de socorrer a los creyentes en otra parte. Pero los macedonios estaban tan libres del sentido de su propia necesidad y tan auténticamente afligidos por la necesidad ajena, que Pablo no pudo menos que reconocer la función de la vida del Cuerpo y otorgarles su pedido.

¡Qué cuadro hermoso de la relación entre un siervo de Dios y aquellos a quienes busca servir! Nosotros, los que nos llamamos “obreros cristianos”, no deberíamos dar saltos de alegría al ver un dinero que los santos han ofrecido para la necesidad nuestra, o para la de otros – nos conviene tener la debida consideración de las circunstancias de los dadores, evitando que en su preocupación por los hermanos, se excedan y se priven a sí mismos de cosas esenciales.

Habiendo aprobado la contribución de los santos en Corinto para los santos en Jerusalén, Pablo ahora les orienta en la recolección de las ofrendas y en el modo de hacerlas llegar a su destino. Nuevamente hay provecho para nosotros en esta misma carta a los corintios: “Pero gracias a Dios — les escribe — que puso en el corazón de Tito la misma solicitud por vosotros… pero estando también muy solícito, por su propia voluntad partió para ir a vosotros. Y enviamos juntamente con él al hermano cuya alabanza en el evangelio se oye por todas las iglesias; y no sólo esto, sino que también fue designado por las iglesias como compañero de nuestra peregrinación para llevar este donativo, que es administrado por nosotros para gloria del Señor mismo.., evitando que nadie nos censure en cuanto a esta ofrenda abundante.., procurando hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor, sino también delante de los hombres. Enviamos también con ellos a nuestro hermano, cuya diligencia hemos comprobado repetidas veces en muchas cosas” (8:16-22).

Observa cuán cuidadoso era el apóstol en todo el procedimiento. ¿Has notado como él mismo no se ocupó en manejar el dinero? Era Tito quien fue hecho responsable de la recolección. Luego, dos hermanos tenidos en alta estima fueron designados para acompañarle: “El hermano cuya alabanza en el evangelio se oye por todas las iglesias” y el hermano “cuya diligencia hemos comprobado repetidas veces en muchas cosas”. Nunca debería dejarse la administración de fondos congregacionales a una sola persona; siempre deben ser atendidos por un conjunto de dos o tres personas.

Por la necesidad de cuidados extremos en los asuntos financieros, Pablo, escribiendo a ambos colaboradores, Timoteo y Tito, declara que ningún hermano “codicioso de ganancias deshonestas” puede admitirse a la posición de anciano en una congregación local (1ª Ti. 3:3; Tito 1:7). Y en 1ª Timoteo 3:8 hace la misma estipulación con respecto a la posición de diácono. Ningún hombre, que no sepa manejar fielmente el dinero, está calificado para ocupar una posición de responsabilidad en la congregación. Pedro escribe en el mismo sentido que Pablo: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto” (1ª P. 5:2).

La codicia es un mal que requiere tratos drásticos y, a menos que resolvamos este problema de forma fundamental, tarde o temprano estaremos metidos en dificultades. Por la gracia de Dios lleguemos a una resolución clara de todas nuestras cuestiones financieras; y seamos capacitados para tomar responsabilidad delante de Él, no sólo para hacer frente a todas nuestras propias necesidades materiales, sino también — en nuestra medida – a las de nuestros hermanos.

 

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 Lealtad absoluta a la Verdad es un asunto que debe gozar de prioridad en la vida de todo obrero cristiano. Es posible, y de hecho ocurre con cierta frecuencia, que un obrero modifique la Verdad – sea bajo influencia de hombres, de circunstancias, o de sus propios deseos. La Verdad es absoluta y requiere de todos los hombres una lealtad incondicional – bajo cualquier circunstancia. En caso de necesidad, podemos sacrificar todo lo que poseemos, pero no nos atrevamos a sacrificar la Verdad. No procuremos nunca adaptarla a nuestro propósito – más bien, inclinémonos siempre a ella.

Todos estamos propensos a ignorar la Verdad cuando nuestros intereses personales entran en conflicto con ella. Si nos encontramos en un dilema, o si alguna calamidad golpea el círculo familiar, o si un amigo íntimo está en apuros, ¡cuán rápidamente cancelamos nuestras convicciones para librarnos de alguna situación espinosa, o para librar a nuestros seres queridos de un problema que puede evitarse al acomodar la Verdad a las circunstancias que prevalecen!

Por ejemplo, el hijo de un obrero cristiano expresa el deseo de ser bautizado. Si su padre busca sostener la Verdad, por encima de cualquier otra consideración, remitirá a su hijo a los ancianos de la congregación. Así lo haría con el hijo de cualquier otro creyente, para que los ancianos decidan si el hijo es apto o no para ser bautizado. Pero, ahora, como el candidato particular es su propio hijo, trata de efectuar ciertas modificaciones en su caso. Está empeñado en que su hijo sea bautizado, no en sostener la Palabra de Dios. Si su preocupación primaria fuera la de sostener la Palabra de Dios, se vería libre de parcialidad acerca de su hijo y estaría perfectamente abierto al veredicto de otros.

Toma otra ilustración. En cierto lugar surge una controversia doctrinal. Un número de los santos está favorablemente dispuesto hacia un obrero determinado y le secundan, mientras que otros tantos tienen preferencia por otro obrero y se alinean con él. Tristemente, ninguno de los dos grupos está absolutamente comprometido con la Verdad, ya que ambos llegaron a “un arreglo” por causa de apegos personales – apegos que pudieron más que el apego a la Verdad. ¡Qué traicioneramente nuestras simpatías influyen sobre nuestras decisiones, de modo que pervirtamos la Palabra de Dios, en vez de rendirnos ante ella!

Las normas de la Palabra divina no tienen que ser rebajadas para que armonicen con las nuestras. No debemos manipularla, ni cuando manifieste nuestras deficiencias. Debemos proclamarla tal y como es – eternamente inmutable, e invariablemente por encima de nuestro entendimiento y logro. Debemos seguir sosteniéndola, incluso cuando contradiga nuestra experiencia y confunda nuestro intelecto. Sobre todo, debemos guardarnos de exponerla en un sentido, cuando afecta a otros, para, luego, suavizarla cuando debe aplicarse a nosotros mismos, a nuestras familias o a nuestros amigos.

Estemos sobre aviso de una sutil trampa. Muchas dificultades surgen en las congregaciones por cuanto hay creyentes que sacrifican la Verdad antes que sus propios intereses. Un hermano de cierta congregación local dio a entender que ya no iba a asistir más a las reuniones porque algo había ocurrido en la congregación y no se le había informado debidamente. ¿Qué había visto aquel hermano de la naturaleza absoluta de la Verdad? ¿Era la Verdad la que le impulsaba a cortar su conexión con los hermanos? Entonces, aunque le hubieran informado, su obligación era cortar. Si no era la Verdad, sólo una reacción suya humana, la que le hizo cortar la conexión con sus hermanos, entonces, el mero hecho de no haber sido puesto al corriente de determinado asunto de congregación, no era motivo de separarse de ellos.

Si estamos asociados con un grupo, que no está en armonía con el propósito revelado de Dios, entonces debemos abandonar esa posición. Si, por otra parte, nuestra posición concuerda con el propósito de Dios, pero nos acarrea problemas, entonces no nos atrevamos a tratar la Verdad con ligereza, justificando nuestra salida por algún disgusto u otra dificultad.

¿Quiénes somos nosotros para insistir en que los hermanos nos muestren deferencia? ¿Y quiénes somos nosotros para tener esa osadía de hacer de lado la Palabra de Dios porque por causa de ella nos encontramos en alguna situación penosa? ¡Qué “grandes” somos y qué atrevidos! Hasta que nuestra vida del «YO» no sea quebrantada, nunca llegaremos a ser verdaderos siervos de Dios. Debemos aprender a considerar su Palabra con sincera sumisión, no importe que su aceptación sea “ventaja” o “desventaja”. Si sólo viéramos la naturaleza de la Palabra de Dios, entonces esa tendencia nuestra de impulsarnos hacia la luz de la publicidad, oscureciendo la gloria suya, perdería todo su poder. ¡El Señor nos salve de nuestra presunción!

Otra ilustración más. Un hermano que había oído como cierta congregación era criticada adversamente desde algunos lados, más tarde se identificó con ella, y en sus contactos con esos creyentes siempre se expresaba favorablemente, aunque nunca había examinado la situación honestamente, más bien se desenvolvía entre ellos a tientas y de modo cortés.

Después de algún tiempo, uno de los hermanos, discerniendo su condición espiritual y deseoso de ayudarle, trató con él en fidelidad y le habló “la verdad en amor”. En seguida se molestó con lo que le fue dicho y se separó del grupo, esparciendo todo tipo de disparates sobre los hermanos. Este hermano carecía de una actitud fija frente a la Verdad, por lo que era capaz de torcerla cuando veía afectada su comodidad personal. Si hubiera averiguado la Verdad con honradez, y se hubiera entregado a sus implicaciones, entonces, si así la Verdad lo requiriese, se habría opuesto firmemente contra aquella congregación, y desde el principio. Pero si la Verdad demandase su identificación con ellos, entonces, la más severa corrección personal no habría resultado en una rotura con ellos.

Y otra ilustración más. Un obrero cristiano que tiene un don de liderazgo se sintió guiado a tomar cierta línea de acción y, siendo líder, lo inevitable ocurrió – otros siguieron su ejemplo. Si el camino que escogió aquel líder era correcto, no fue porque lo escogió él; y si el camino era equivocado, el hecho de que lo siguiera él no lo habría convertido en correcto, por muy serio creyente que él fuera. Y si más adelante este hombre cayera en pecado, su pecado no haría equivocada la línea que había adoptado.

Déjame que te diga otra vez: La Verdad de Dios es absoluta – no porque fulano o mengano la afirme, sino porque lo es de forma inherente. Pero nosotros tenemos esa tendencia de clavar la vista en hombres y de sacar la conclusión que si fulano, quien nos parece hombre espiritual, emprende cierto camino, éste debe de ser el buen camino; y si mengano, en un estado espiritual muy dudoso, va en cierta dirección, esa dirección ha de ser mala. ¿Acaso dejarás de ser creyente porque algunos creyentes, conocidos tuyos, son tan triviales? ¿Vas a repudiar el cristianismo porque algunos cristianos han caído en pecado? ¿Dejarás de confiar en el Señor por el fracaso de algunos que profesan confiar en Él? Desde luego, que no. Si el Señor es digno de confianza, seguiremos confiando en Él. No se trata de las reacciones humanas frente a la Verdad, sino de la Verdad misma.

Algunos hermanos nos han dicho: “¡Qué agradecidos estamos al Señor por habernos traído a estas reuniones! Hemos recibido mucha ayuda aquí”. Tales afirmaciones no llegan a encantarnos de forma indebida. No son indicación que la naturaleza absoluta de la Verdad haya sido reconocida. Es bien posible que quien afirme tales cosas, asista sencillamente porque el tipo de reunión le agrada. Si sólo esperas un poco – hasta que alguna cosa deje de merecer su aprobación – verás si acaso no proclame que “¡allí todo anda mal!”.

Si nuestras reuniones están bien, están bien; si están mal, están mal. No es mi trato favorable o desfavorable de ellas que las haga estar bien o mal. Sólo la Verdad ha de ser “piedra de toque” para todas nuestras asociaciones. Y para esto, aquel «YO» que no deja de torcer nuestra capacidad de juzgar, necesita ser despedido. Las numerosas divisiones que padece la Iglesia y las muchas disensiones en la obra se eliminarían si se eliminaran nuestras preferencias personales. Al rendirnos sencillamente a la Verdad, sin tener en cuenta sus posibles repercusiones en nuestra vida, no sólo se resolverían los problemas en la congregación y en la obra, sino que también nuestros problemas personales terminarían.

Desde luego, no estamos para abandonar la Verdad; pero, acá y allá, permitimos alguna leve desviación… y, gradualmente, la Verdad deja de impactarnos. El resultado es que perdemos nuestro sentido de dirección y vamos a la deriva, ahora por un lado, luego por otro. Si la gente nos trata bien, entonces andamos por el camino que el Señor nos ha trazado; si la gente nos trata mal, entonces nos buscamos otro camino. ¡Qué importantes nos hacemos a nuestra propia vista! Ocupamos el lugar que sólo corresponde a la Verdad. Nos constituimos el eje del universo y todo debe gire en torno nuestro.

Hermano y hermana, ¡es la Verdad la que importa!, no los efectos que tenga sobre criaturitas como tú y yo. Puede que exija de nosotros que abandonemos la más feliz de las relaciones personales para una asociación constante con personas que nos parecen incompatibles. Pero la felicidad dentro de nuestro entorno no es prueba de que nuestra asociación sea la correcta; ni una incompatibilidad con nuestros asociados es prueba de que la asociación esté mal. Dejémoslo sentado de una vez para siempre que la Verdad es final y suprema; debe gobernar todas nuestras asociaciones y todas nuestras discreciones. Ni siquiera en los tribunales terrenales se permite que las preferencias personales del juez influyan en sus veredictos. No puede, por ejemplo, seguir los dictados de su corazón y negarse a pronunciar culpable a su propio hijo si la ley prueba su culpabilidad. Tampoco puede negarse a reconocer la inocencia de su enemigo, si así lo requiere la ley. La ley es absoluta y el juez se tiene que sujetar a ella.

Si, como conjunto de colaboradores en la obra, nos sujetáramos incondicionalmente a la Verdad, ¡cuán despejadas y viables resultarían nuestras deliberaciones y cómo prosperaría la obra! Cuando nuestra única consideración sea la voluntad del Señor, entonces nos veremos libres de muchas discusiones estériles y llegaremos pronto a conclusiones nítidas. Hasta ese momento estaremos gastando (y malgastando) mucho tiempo en discutir nuestras opiniones individuales. Tendremos que estudiar nuestras palabras y acudir a la diplomacia para que nadie quede ofendido. Continuamente tendremos que hacer un alto para considerar si acaso el hermano A quedara mal en el caso de que tomemos tal y cual acción; o si el hermano B vaya a negarse a colaborar si tomamos otra línea; luego, qué concesiones habrá que concebir para acomodar al hermano C. Incluso, si nuestra consideración cuidadosa de unas opiniones y de otras, y nuestros ajustes constantes a las convicciones de unos y de otros, nos salva de una clara discordia, ¿qué habremos ganado al final, si la Verdad queda comprometida?

La norma humana puede ser la de buscar maneras de complacernos unos a otros, y redactar planes y reglas que sirvan de “parches” para la paz entre colaboradores. La norma de Dios es que cada uno de nosotros acepte la Verdad como final y suprema, y que nos sujetemos humildemente a ella – es ahí que la bendición del Señor descansa sobre todo el grupo. ¡Oh, si nuestro único afán fuera el descubrir la voluntad de Dios y el cumplir sencillamente lo que Él diga!

¡Qué esa sea nuestra seria ocupación! Y acordémonos que en la obra del Señor no hay lugar alguno para esa actividad que, en vez de ser “del espíritu”, es “del alma”, es decir, del «YO». Pudiera ser con un serio deseo por la prosperidad de la obra que busquemos influir en las vidas ajenas; inclusive pudiéramos lograr influirles a que acepten la Verdad, pero el fin no justifica los medios. La Verdad es demasiado grande para que necesite de la manipulación del «YO». Nos toca confiar, sencillamente, en que la Verdad, con su autoridad inherente, ocasione su propio impacto. Tomemos, con humildad de corazón, el lugar que nos corresponde frente a ella.

por

Ni To-Sheng (Watchman Nee)

(traductor: Jaime van Heiningen)