Abraham es “padre de los creyentes”, es “amigo de Dios”, es “profeta” (Gn. 20:7) y en su “seno” se recogían los creyentes cuando morían – eso, por lo menos, era el caso antes de la resurrección de Cristo. ¿Era Abraham todo un súpercreyente? Así parecería… Pero, estudiando el libro de Génesis, ¿qué descubrimos? Descubrimos que Abraham era todo menos “súper”…
¡Qué fascinante es Génesis! ¡Cuánto sacamos para ampliar nuestros horizontes! Hebreos 11 en sus primeros 22 versículos resume todo el libro. Hace desfilar ante nuestros ojos a siete varones-de-fe, desde Abel hasta José – abarcando más de 2.300 años. Abraham está justo en medio y tiene doce versículos que describen su fe – una fe que cubre cuestiones de viajar y habitar, creer y esperar, engendrar y sacrificar. Pero en medio de los versículos de Abraham encontramos a una mujer-de-fe; encontramos a Sara. ¿No dan siete varones un cuadro completo? Sí, pero faltaría el elemento femenino. Los propósitos de Dios no se realizan sin la involucración de la mujer-de-fe. De modo que, comprendida dentro del apartado de su marido, está Sara también. Con ella llegamos a ocho – número bíblico de la resurrección.
La biografía de Abraham empieza en Génesis 11 – el capítulo de la torre de Babel con su rebelión y su confusión de lenguas. Acerca de Abram (como era su nombre original) sólo encontramos “datos”. Seis veces se le menciona, pero es un Abram todavía en nada diferente de los demás, y totalmente pasivo. El “activo” es su padre Taré (padre también de Sara – 20:12). El nombre de Taré parece tener dos significados: “Error” y “Demora”.
Junto a Génesis 11 debemos leer Josué 24. Allí Josué da un recuento de los orígenes de Israel. El capítulo da a entender que los israelitas estaban bien conscientes de sus albores de pueblo, aunque ya habían pasado más de siete siglos. En aquella prehistoria, Taré y los suyos, al otro lado del Río Éufrates, estaban entregados a la idolatría (24:2-3; 14-15). Sin embargo, Dios, en su misericordia, tomó de allí a Abram y le trajo a tierra de Canaán, para que él y sus descendientes dejaran a los ídolos, y temieran y sirvieran sólo al Señor.
Pero en Génesis 11 descubrimos que Dios permitió que la iniciativa la tomara, en realidad, Taré. Era él quien tomó a su hijo Abram, a su nieto Lot y su hija/nuera Sarai – y sale con ellos de Ur, emprendiendo la larga marcha, la que, supuestamente, los llevaría a Canaán.., solamente que van en dirección contraria. Llegan a Harán que significa “Chicharrado”; no exactamente la tierra que “fluye leche y miel”. Harán, igual como Ur, estaba en lo que ahora es Irak. Por 27:43 sabemos que también otros familiares más llegan a Harán. ¿Estaba Dios perdiendo los estribos? Todo estaba saliendo a revés…
Recién en Hechos 7 vemos por el testimonio de Esteban cual es el otro lado de la moneda. Dios se había aparecido a Abram en Ur y le había instruido para salir de su tierra, de su parentela y de la casa de su padre, para ir a la tierra que Dios le mostraría. Por lo cual entendemos que Abram, sí, era creyente, pero… creyente pasivo. ¿Por qué no obedeció sencillamente la palabra de Dios, dejando atrás no solamente su tierra, sino también su parentela y la “casa” de su padre? ¿Por qué permitió que, al contrario, su padre tomara la iniciativa? Según el nombre de Taré fue todo un “error” que causó larga “demora”.
¿Y nosotros? – al no obedecer con prontitud lo que es la clara voluntad de Dios, nos exponemos a cualquier error y demora. Queremos ser útiles en el reino de Dios, ponemos mano en el arado, hacemos por salir, pero… los lazos de familia de repente pueden más. Quizás Abram se justificó diciendo que, efectivamente, había salido de aquellas tierras, incluso de la “casa” de su padre. Se olvidaría de lo de la “parentela” y que, para dejar atrás a la “casa” del padre, hubiera tenido que dejar atrás al padre mismo en primer lugar.
Sí, se aleja de Ur, pero en vez de obedecer al padre celestial, obedece al padre terrenal, y éste incorpora a la parentela en la marcha. Salen para ir a Canaán, pero no llegan a Canaán (11:31). Claro que no – de esta manera nunca. ¿Quién sería el gran enemigo, que imperaba allá al otro lado del río en la tierra de la idolatría, que se veía TAN molesto al perder a sus súbditos, es decir, a los que iban a servir al único y verdadero Dios soberano? ¿Quién, por medio de un plan muy astuto, los estorbaría TAN notablemente en los mismos inicios de su nuevo camino?
Todo es ilustración viva de lo que nos ocurre a nosotros. Nos hace ver lo que es la “carne” – y lo que es capaz de hacer la carne. La carne puede tomar iniciativas muy cristianas, loables y “ejemplares”, aparentemente cumpliendo lo que Dios hubiera mandado. Pero si es la carne la que nos impulsa, NUNCA llegaremos a donde Dios quiere que lleguemos.
Así le ocurrió a Abram, y así le ocurre al hijo de Dios que en el día de hoy no está apegado a Dios y no toma muy en serio su voluntad revelada. ¡Cuántos años pierde en tierras chicharradas! Pero, por fin, ¡muere el viejo Taré (11:32)! Podríamos decir que ahí, con su padre, muere el viejo Abram, porque, acto seguido, aquello que Dios, originalmente, le había dicho a Abram (12:1-3), cobra nueva vida – vuelve al primer plano.
Otra vez “sale Abram para ir a tierra de Canaán”. Y esta vez “a tierra de Canaán llega” (12:5), porque era Dios quien le “trasladó” (Hch 7:4). Ya no era Taré. La carne NO puede, es el Espíritu Santo quien puede, y sólo Él (Ro 8:5-8). Como en el caso de Abram y Taré, la muerte tiene que intervenir – sólo la muerte nos corta del pasado. La buena noticia para el creyente es que su “Taré”, su “viejo hombre”, murió ya (Ro. 6:6), gloria a Dios. Dejemos ahora al mismo Señor trasladarnos a donde Él quiera.
Aún así, Abram permite que su “parentela” vaya con él – sobrino Lot parece inseparable. Abram no lo sospecha, pero quien obedece a Dios a medias, a la corta o a la larga, se trae todo un compromiso encima. Descubriría el “compromiso” con Lot en los siguientes dos capítulos (13 y 14). Ni debemos olvidar que los hijos/nietos de Lot, los que llegaron a ser los moabitas y amonitas, son, en buena parte, los padres de los palestinos de hoy.
Enoc y Noé, en su día, “caminaron” con Dios, pero la Palabra lo dice casi a secas. Ahora, en la biografía de Abraham, descubrimos que caminar con Dios es algo que se aprende (17:1), y que el “caminante”, progresivamente, deja atrás las cosas que estorban. De ahí el consejo: “despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos…” (Hb 12:1).
Poco a poco Abraham es llevado hasta un punto culminante – Dios le pide lo último… Abraham necesita cortar también los lazos sentimentales y afectivos que le atan al hijo de la promesa (cap. 22). Es una prueba sobrehumana, pero la gracia de Dios para el creyente Abraham también es sobrehumana. A lo largo de los años esta gracia de Dios le había enseñado a no rehusar.
Pero volvamos al capítulo 12 – con Abram todavía muy al principio del camino. Si la primera mitad de este capítulo nos muestra a Abram caminando, la segunda nos lo muestra tambaleando. En lugar de dejarse guiar por revelación y fe, se guía por razonamientos humanos; y ¡qué fracaso, qué desencuentro, qué mal testimonio! Al mismo tiempo, sin embargo, notamos, quizás con sorpresa, como Dios no le abandona por esto, que la promesa de los vss 2-3 sigue vigente. Hoy también, aunque nosotros, tristemente, seamos muy lentos para aprender, capaces, incluso, de negarle, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
Las dos mitades del capítulo son polos opuestos. Y, sin embargo, están juntos por un propósito, ya que el contraste demuestra que la sencilla fe en Dios y su Palabra trae bendición, y que, por otra parte, la incredulidad trae maldición. Igualmente, el capítulo demuestra que, de parte de Dios, su fidelidad es inmutable.
Esta asombrosa fidelidad de nuestro Dios sigue a lo largo de los milenios. Se muestra especialmente para con los hijos de la promesa, es decir, para con los hijos de Abraham, Isaac y Jacob. Durante todo ese largo período surgen una y otra vez terribles enemigos para Israel, y por lo tanto enemigos de los propósitos de Dios. En su ceguera éstos no entienden lo que Dios está haciendo con ese pueblo que salió de Abraham. Lo odian y buscan arrinconarlo por todos los medios para eliminarlo. Pero, a menos que haya un arrepentimiento sincero, son ellos los que incurren una suerte terrible, porque el que toca a Israel, toca a “la niña del ojo” de Dios (Zac 2:8).
No menos asombrosa es la terrible infidelidad de Israel – la que causa el exilio para sus hijos, una y otra vez. No se merecen la fidelidad de Dios, pero, al mirar al Dios de la promesa, vemos que Él sigue fiel. Muchos son los pasajes a través del resto de la Biblia que nos recuerdan que, al final, las promesas de Génesis 12 se cumplirán. ¡Completamente! Un ejemplo tenemos en Jeremías 31:
“Así ha dicho el Señor, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche, que agita el mar y braman sus olas; el Señor de los ejércitos es su nombre. Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí, dice el Señor, también faltaría la descendencia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación delante de mí. Así ha dicho el Señor: Si se pudieran medir los cielos arriba y explorar abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharía toda la descendencia de Israel por todo lo que hicieron, dice el Señor.”
Por Romanos 11 sabemos que ¡todo Israel (es decir, su remanente) se arrepentirá y será salvo! La fidelidad de Dios vence la infidelidad de Israel, como también la furia de los enemigos. En Génesis 12 vemos esto ya “en semilla”. Ni bien ha sido dada la Gran Promesa, cuando, acto seguido, su validez y la fidelidad de Dios se ponen a prueba.
Es el capítulo de la GRAN promesa – siete-promesas-en-una, a ser apropiadas por la fe. Pero cuando razonamientos y sentimientos humanos empañan “la promesa”, y ya no parece ser una realidad actual y viva, esa pareja de Abram y Sarai anda de nuevo por sus propios “arreglos”; andan “por Egipto”. Por lo que traman, dicen y hacen, ellos niegan, de hecho, al que prometió. Imagínate si, efectivamente, Sarai es hecha esposa del Faraón – habría sido la nulificación de la promesa… ¡Pero Dios no permite esto, la PROMESA sigue vigente!
“Grandes plagas” caen sobre Faraón y su casa. Dios vigila por esta pareja, como más tarde lo haría por los descendientes de ellos en Egipto por 400 años. El último Faraón de ese período también tuvo que vérselas con las grandes plagas de Dios – nada menos que diez. Muchos siglos más tarde, es este pueblo de Israel, en su colmo de infidelidad, que llega a crucificar a su propio Mesías. En Él toda la promesa se cumple; así que, al ser crucificado, ¿la promesa queda anulada? Más bien queda confirmada y consumada – la sangre del Cordero vertida lo comprueba; y también la gloriosa resurrección del Mesías de Israel.
Estamos a 2000 años de incredulidad israelita, y ¿qué de la Promesa? Pablo contesta en Romanos 11:29: “porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios.” El futuro de Israel es un futuro glorioso. ¡Dios es fiel! “¡Todo Israel será salvo..!” ¡Y todas las familias de la tierra serán bendecidas en él!
¿Y para los “otros hijos de Abraham”? Dios no es menos fiel para con los que formamos “la Iglesia de Cristo.” Las “puertas del Hades” procuran tragarla, pero Jesús prometió que no prevalecerán contra ella (Mt 16). Por su gracia abundante podemos serle fieles a Él – al que nos compró con su sangre. Nuestro “viejo hombre”, nuestro “Taré”, ha muerto. Caminemos, pues, por fe en la nueva vida con Cristo, dejando atrás lo que estorba, y aprendiendo de Él a cada paso… “Mirad, pues, con diligencia como andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Ef 5:15-17).
Jaime vanH.
1ª Tes. 5:24