EQUILIBRIO ESENCIAL
Juan Berridge tiene la reputación de poder expresar las ideas de manera punzante y bella. Ha dicho que “procurar salvarse por medio de una mezcla de fe y obras es lo mismo que tratar de uncir un caracol con un elefante”. Esta práctica absurda es uno de los errores más comunes en la Iglesia Cristiana actualmente, pero sobre todo es verdad en lo que afecta a la santificación. Muchas veces me ha sorprendido oír a predicadores enfatizar el lado negativo de la verdad. Insisten en la manera de hacer reparación, en nuestros esfuerzos para vivir más cerca del Señor, en la necesidad de consagrarse de nuevo a Él, etc., etc. Todas estas cosas tienen su lugar apropiado, pero es necesario que se mantenga un equilibrio sobrio entre el lado negativo y el positivo de esta verdad. Al fin de cuentas éstas no son las cosas que constituyen una vida santa. La santificación, lo mismo que la justificación, se alcanza únicamente “por gracia… por medio de la fe…; no por obras…” (Efesios 2:8-9).
El gran grito-de-batalla de la Reforma, “el justo vivirá por la fe”, no sólo es el rótulo que señala la puerta por donde se entra a la vida, sino que también es el medio que Dios ha designado para que el cristiano pueda vivir día a día la nueva vida que le ha sido dada en Cristo. Un niño recién nacido está vivo, pero su vida es mucho más que eso. En el curso normal de los acontecimientos, el niño tiene delante de sí muchos años. Y tendrá que vivir, día tras día y hora tras hora, en armonía con las leyes de la naturaleza. Lo mismo ocurre con la vida cristiana. Debemos abstenernos de hacer de la salvación un fin en sí misma. La salvación es la puerta por la que se entra en la nueva vida, la cual debe vivirse un día tras otro hasta que seamos elevados a ver al Señor “cara a cara”, cuando seremos transformados finalmente a su semejanza (1ª Juan 3:2).
En unas notas que la finada Jesse Penn-Lewis había escrito para su estudio privado y que hallé hace poco, leí esta frase: “Es imperativo que los creyentes entiendan cuál es su posición en relación con la gracia, pues ella es el medio por el cual se suministra toda provisión espiritual”. Juan el Bautista expresó la misma idea a los que le hacían preguntas: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (Juan 3:27).
TODAS LAS COSAS EN EL HIJO
La vida cristiana depende, desde su mismo comienzo hasta el final, de una comprensión exacta de lo que Dios ha dado al hombre, con y en “su propio Hijo” (Romanos 8:32). Tal vez el síntoma más alarmante de la decadencia que hoy se puede apreciar en los creyentes evangélicos es que se apresten a preparar para sí un nuevo código legal al cual ajustar sus vidas. Procuran santificarse por sus propios trabajos y esfuerzos. Esto a pesar de que muchos han aceptado – cuando menos mentalmente – el hecho de que sólo pueden ser justificados delante de Dios por el sacrificio, hecho una vez y para siempre, en el Calvario. Los más escrupulosos, cuando tienen que hacer frente al fracaso de este plan, caen víctimas de la condenación del “acusador de los hermanos” (Apocalipsis 12:10). Se suman a la numerosa compañía de cristianos que viven en un mar de dudas y temores. Con frecuencia viven con amargura por su derrota, aunque desplieguen una actividad constante en la causa del evangelio.
Los menos escrupulosos, por su parte, se las arreglan de alguna manera para cubrir sus deficiencias con la capa de méritos adquiridos. Gradualmente se dejan arrastrar a un fariseísmo complaciente, egoísta e impotente. Por otra parte, puede que enfaticen exageradamente algún aspecto de la verdad, y éste, con el tiempo, llegue a convertirse en la piedra de toque por la cual lo juzgan todo. Pero la piedra de toque de la fe es la cruz de Cristo, y es necesario que proclamemos insistentemente la manera en que Dios emplea la cruz en todas sus relaciones con los hombres. Es el único antídoto contra los frutos envenenados del esfuerzo y de la autoafirmación humanos.
Muchos cristianos no tienen ni idea acerca del decreto promulgado por Dios contra todo el sistema humano tan profundamente arraigado en la generación de los hijos de Adán. Es el decreto de muerte, el decreto de “LA CRUZ”. En la víspera de su crucifixión, el Señor dijo: “Ahora es el juicio de este mundo” (Juan 12:3l). En ninguna parte enseñan las Escrituras que Dios se proponga reparar o mejorar la naturaleza humana. Por el contrario, insistentemente se declara en ellas que su gran propósito es “crear”… Empleo este término deliberadamente para significar, como dice el diccionario, “producir algo de nada” – una nueva humanidad – según la imagen de su propio Hijo, “el primogénito de entre los muertos“ (Colosenses 1:18).
En la primera parte de su ministerio, el Señor anunció este principio en la parábola del remiendo de paño nuevo en vestido viejo, y del vino nuevo en odres viejos. En Lucas 5:39 la parábola termina con este comentario sorprendente: “Y ninguno que beba del añejo, quiere luego el nuevo, porque dice: El añejo es mejor”. ¿No es esto precisamente lo que ocurre? ¿No nos resistimos a aceptar el fallo de la cruz en esta cuestión? ¿No nos esforzamos, con frecuencia, por evadirlo por completo? Y cuando ya hemos aprendido, quizás por experiencias amargas, que la vieja naturaleza es absolutamente incapaz de conseguir nada de carácter permanente en el orden espiritual, ahí somos capaces todavía de suplicar a Dios, como lo hizo Abraham, “¡Ojalá Ismael viva delante de ti!” (Génesis 17:18). En este punto Pablo se mostró inflexible, fiel a la revelación que Dios le había dado: “Mas, ¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo; porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre” (Gálatas 4:30).
LA CRUZ DE CRISTO
No voy a ocuparme aquí del aspecto más amplio de esta gran verdad, sino de la importancia de su aplicación práctica a nuestra vida y servicio individuales. Nadie podrá avanzar mucho en la vida cristiana si no está dispuesto a aceptar sin reservas de ninguna clase este aspecto de la cruz de Cristo. La enseñanza moderna respecto a la consagración – que no es otra cosa que la “consagración del viejo hombre” – busca la manera de pasar por alto la sentencia de muerte, lo cual sólo conduce a la desilusión y al fracaso. Pero cuando estamos dispuestos con sencillez y humildad a someternos, y de aceptar nuestra muerte con Cristo como la base de nuestra vida y servicio diarios, entonces no hay nada que pueda impedir que crezca y rebose la nueva vida. Será radiante y llegará a satisfacer, además, las necesidades y la sed de los que están a nuestro alrededor.
Debemos enfatizar aquí también que morir con Cristo no es algo que nosotros podamos hacer por nosotros mismos. ¡Nuestra crucifixión con Él es un hecho consumado! Tuvo lugar cuando el Señor fue clavado en el madero. Lo que nosotros tenemos que hacer es aceptar este hecho por fe. ¿Cómo opera esto en la práctica? Tal vez se pueda responder mejor a esta pregunta si nos hacemos otras dos preguntas sencillas, procurando hallar la respuesta. Si yo quiero saber que mis pecados han sido perdonados, ¿a dónde tengo que dirigir mi mirada? La respuesta inmediata será: “Cristo murió por todos. Cuando miramos por fe al Calvario, vemos al Señor muriendo en la cruz por todos, herido por nuestras rebeliones. Entonces el Espíritu Santo nos muestra este perdón maravilloso, el que se nos da porque otro murió en nuestro lugar“.
Llegamos a la segunda pregunta. Si quiero experimentar, no sólo el perdón de mi pecado, sino mi muerte al pecado, ¿a dónde debo dirigir mi mirada? De nuevo la respuesta está en volverme al Calvario, porque, “si uno murió por todos, luego todos murieron“ (2ª Corintios 5:14). Es cuando miro a la cruz y cuando digo: “Señor, acepto de todo corazón, no sólo el hecho de tu muerte por mí, sino también el de mi muerte contigo“, que el Espíritu Santo descorre el velo y me muestra la verdad, haciéndome entrar en todo su significado. La cuestión no está en que nosotros muramos, sino en que Dios nos ha “plantado” en la muerte de su Hijo. El esfuerzo continuo del “yo” es tan sutil en su operación, que muchos cristianos incautos han agotado todas sus energías procurando “morir”, y han hallado que el pensar que estaban “muertos” no les servía absolutamente de nada. El hecho de haber muerto con Cristo no puede ser entendido a menos que el Espíritu Santo lo revele en el corazón. Handley Moule en su himno precioso, cuando se refiere a los caprichos del ‘yo’, toca este punto con claridad y acierto, diciendo:
“¡Cuán sutil su forma, al aparentar veracidad!
Como si para mí, al descansar en ti, faltara seguridad.”
La traducción que Conybeare nos da de Romanos 6:17-18 resalta también brillantemente el hecho de esta simple confianza en Dios: “Mas gracias sean dadas a Dios que vosotros, quienes erais en otro tiempo esclavos del pecado, obedecisteis de corazón la enseñanza que os moldeó de nuevo; y cuando fuisteis librados de la esclavitud del pecado, llegasteis a ser siervos de justicia”. ¿A qué enseñanza hace referencia este pasaje? No cabe duda que se refiere a la que está contenida en los versículos anteriores, esto es, a la enseñanza que hemos muerto con Cristo, con el fin de que en este mundo, y en este tiempo, podamos vivir la vida del Señor resucitado, y ser sus testigos.
EL HOMBRE NUEVO EN CRISTO
Finalmente he llegado al punto que deseo enfatizar de una manera muy especial en este artículo. El hombre nuevo sobre el cual Dios quiere derramar a manos llenas sus bendiciones, usándole para su propia gloria, es el nuevo hombre en Cristo. Lo que Dios plantea y presenta es la destrucción de todo lo que hemos recibido en Adán, bendiciendo únicamente lo que nos otorga en Cristo. Cuando comenzamos a entender este secreto y aceptamos el designio de Dios en nuestro corazón, ahí entramos al gozo de aquella clase de vida que se suele llamar “el reposo de la fe”. El afán y el estrés, características notables del trabajo y de la vida en tiempos modernos, incluso entre los cristianos, desaparecen. Ya no hace falta que busquemos con avidez el ser útiles, ni tenemos que esforzarnos continuamente para mantener en su posición exacta la “aureola” de nuestra santidad. Tampoco somos llevados de un lado para otro por la fuerza de las circunstancias, ni por la influencia de las opiniones ajenas. Ahora, a medida que, con el correr del tiempo y bajo la enseñanza amorosa del Espíritu Santo, sea aplicado el hecho de la muerte con Cristo cada vez más profundamente en nosotros, su vida se manifestará de manera más espontánea y progresiva. JH Miller ha dicho: “La verdadera negación de uno mismo (Lucas 9:23), como todos los demás rasgos de la semejanza a Cristo, no es consciente. Como en el caso de Moisés, no se sabe que el rostro brille”.
Pero alguien podrá preguntar:
¿No procura la “trinidad de maldad” – el mundo, la carne y el diablo – destruir por todos los medios esta vida, y anular su poder? ¡Ciertamente! Pero escuchemos lo que Juan Bunyan cuenta en su libro alegórico de “El Progreso del Peregrino”. Nos muestra a “Cristiano” en la casa de “Intérprete”. Notemos lo que Cristiano ve allí: “Entonces vi en mi sueño que Intérprete tomó a Cristiano por la mano y le llevó a un cuarto donde había un fuego encendido. Junto al fuego había un hombre de pie que echaba agua en él con el fin de apagarlo; pero el fuego ardía cada vez con más fuerza y daba más calor.”
Entonces Cristiano preguntó qué quería decir aquello e Intérprete le respondió: “Este fuego es la obra de la gracia que opera en el corazón. El individuo que, con el fin de apagarlo, echa agua en él, es el diablo. Pero ahora te enseñaré por qué, al contrario, el fuego arde más vivo y calienta más.” Entonces le llevó a Cristiano al otro lado de la pared y allí vieron a un hombre con un cántaro de aceite en la mano. Éste, secretamente, derramaba el líquido en el fuego.
¿No es esto exactamente lo que ocurre en la vida? Cuando llega la primavera, la naturaleza, que durante el invierno ha estado dormida, se viste de nuevo de toda su belleza al impulso de la vida secreta que Dios le da. Si tú y yo nos sometemos humildemente al Espíritu Santo, y esperamos en Él para que la muerte de Cristo se aplique en nosotros con su poder liberador, las corrientes de la vida manarán espontáneas.
HABLANDO CON FRANQUEZA
Muchas personas hoy se ocupan con el modo en que puedan obtener “poder” para servir a Dios, o indagan acerca de la autoridad del creyente, y se rodean de cuestiones semejantes. Los principios básicos que hemos señalado aquí colocarán todas estas cuestiones en su verdadera perspectiva. Son los principios que nos darán la sanidad mental y el equilibrio verdadero de una espiritualidad que es auténtica. Por otro lado, el enemigo de nuestras almas tiene un interés muy grande en impedir que nuestra unión con Cristo, en su muerte y resurrección, la que hemos captado por revelación, se manifieste en la vida diaria. Para conseguir su propósito trae contra nosotros toda clase de acusaciones. Al mismo tiempo, o bien reitera incesantemente nuestra falta de capacidad y aptitud, o nos incita a adoptar una posición desequilibrada.
Tal desequilibrio ocurre cuando busquemos las bendiciones y promesas que pertenecen exclusivamente al hombre nuevo en Cristo, pero sin que nos hayamos despojado de la vida vieja. El afán constante del enemigo es el de complicarlo todo, cuando en realidad la sencillez, que subraya todas las verdades de Dios, no podría ser más grande. Pero nosotros tenemos la respuesta contra sus acusaciones, sus halagos y sus esfuerzos para provocar autoconfianza. Cuando procura empañar los principios sencillos y claros, los que en este artículo hemos querido exponer, nuestra mejor reacción es la de ponerlas en operación por fe.
Al escribir este artículo, mi intención no ha sido clarificar algún punto específico, ni dar un bosquejo para futuros sermones. Mi propósito ha sido el de hablar a cada lector con franqueza, como si fuera de cara a cara, sobre una cuestión que estoy en el proceso de descubrir y aplicar en mi propia vida. Este proceso me produce mucho gozo. ¡Qué cosa tan maravillosa es el poder “separarse” de sí mismo! Creo que fue Martín Lutero quien dijo que no temía a ningún papa como al “papa YO”. Estoy enteramente de acuerdo con él, y doy gracias a Dios que, con toda mi esterilidad y falta de méritos, puedo decir: “Con Cristo estoy juntamente crucificado…” (Gálatas 2:20).
Amados, no es presunción, ni hay mérito alguno en decir esto. Es más, si Cristo ha de ser manifestado en y por nosotros – si Él ha de “ver el fruto de la aflicción de su alma y quedar satisfecho” (Isaías 53:11) – es imperativo que así se haga. La verdad de este versículo – Gálatas 2:20 – es el secreto de la vida cristiana. Puede hacer que aun nuestro siglo materialista vea que hay un Dios vivo en medio de su pueblo. Dios haga que tú y yo seamos conducidos más profundamente cada día a comprender su gloriosa sencillez.
Proverbios 19:23