El Niño del Bosque y su Perro Piloto

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Hace ya muchos años que, cerca de un inmenso bosque, vivía un leñador. Su nombre era Rogelio Sánchez y con él estaban sus siete hijos. No sé los nombres de los seis mayores, pero el más pequeño se llamaba Guillermo.

La esposa del leñador murió cuando Guillermín era todavía muy chico; así que, el cuidado de sus hijos quedó a cargo del padre. Él era un hombre muy trabajador y ganaba lo suficiente para vivir bien. Cuando había cortado una cantidad de leña del bosque, la llevaba, con la ayuda de sus burros, a una pequeña ciudad que quedaba bastante lejos. Allí la vendía y con el dinero ganado se compraba todas las cosas necesarias para él y su familia.

Hacía trabajar también a sus hijos, y como eran muchachos fuertes y robustos, los mayores pronto llegaron a hacer casi tanto como su padre. Así que, las ganancias eran abundantes, y podrían haber sido muy felices, a no haber faltado una cosa… Sin esta cosa ninguna familia puede tener felicidad.
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El leñador era indiferente respecto a Dios, por lo que no se cuidaba de enseñarles a sus hijos acerca de Él, ni les habló de la salvación que viene de Jesucristo. Esto era realmente muy serio, porque su propia madre, cuando él era pequeño, le había leído siempre de la Biblia, la Palabra de Dios, y le enseñaba acerca del Creador del mundo que vino para morir por sus criaturas.

Pero Rogelio no pensaba ni en ese gran Salvador ni en las instrucciones de su madre, hasta que Dios mismo hizo que reflexionara. Esto fue cuando ocurrió un terrible accidente. Un día, al estar cortando él y sus hijos un árbol en el bosque, sucedió que el árbol cayera precisamente donde Rogelio se encontraba. El pobre quedó tan mal herido que ya no valía para trabajar. Y encima, la desgracia le trajo una enfermedad que poco a poco le llevaba a la muerte.

Padecía mucho dolor y su mente se llenaba de amargos pensamientos. Todo lo que había hecho mal, todos los pecados de su vida, acudían a su memoria. Así lo permitía Dios. Especialmente se acordaba Rogelio de haber abandonado a su madre, que era viuda. Ya hacía muchos años que se había separado de ella.

El leñador llegó a arrepentirse sinceramente y ahora, sí, recibió el maravilloso perdón de Dios y la gran salvación, preparada para él por Jesucristo cuando murió por él en la cruz. Y no sólo la preparó Jesús para Rogelio, sino para toda persona, grande o pequeña, que se arrepiente de todo corazón y cree en el Salvador.

Esto hizo que, por fin, comenzara a hablar a sus hijos del amor de Dios y del Salvador y también sobre el juicio que vendrá sobre todos los que no se quieren arrepentir. No pasaba un día sin que el pobre y moribundo leñador rogase a sus hijos que se arrepintiesen, como lo había hecho él mismo, y que se entregaran a Dios. Pero ellos no hicieron más que burlarse de su padre y no querían escucharle. Él ya no podía trabajar ni proveerlos de lo que ellos necesitaban. Así es que ellos, sintiéndose libres de todo control, dejaron de trabajar también y se entregaron más y más a una vida de ocio. Ni se preocupaban de lo que su padre enfermo pudiera necesitar en cuanto a comida y ropa.

Solamente uno de sus hijos tenía compasión de él. Éste, sí, le asistía y le escuchaba sus consejos. Era Guillermo, el menor de todos. Acababa de cumplir siete años cuando el árbol cayó sobre su padre, y por tanto su corazón no estaba endurecido como el de sus hermanos.

¡Qué importante que los padres y las madres utilicen siempre el libro de Dios, la Biblia, para guiar a sus hijos al amor de Dios, cuando todavía son pequeños y cuando sus corazones son tiernos!

Guillermo era ahora el único consuelo que su pobre padre tenía en este mundo. Cuando el leñador estaba tendido en su cama, Guillermo se sentaba a su lado y le velaba, y siempre estaba dispuesto a llevarle todo lo que necesitaba. Cuando se arrastraba al bosque, como algunas veces hacía para tomar el aire, Guillermo le seguía; y cuando se sentaba, él también se sentaba a su lado; y cuando se arrodillaba para orar, Guillermo se arrodillaba también y oraba con él como mejor podía.

Un día, en que los hijos mayores habían salido para cazar ciervos en el bosque, el leñador y su hijo se quedaron solitos y, echado a sus pies, estaba Piloto, el perro de Guillermo. Estando así solos, Rogelio aprovechó para hablarle a su hijo, y le dijo:
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“¡Guillermín, tú eres mi único consuelo! ¡Cuán malo he sido cuando tus hermanos eran pequeños como tú, que no procuré llevarlos a Dios! Pero… esa oportunidad ha pasado, y ahora nada puedo hacer por ellos. Ellos no quieren escucharme y se vuelven contra su padre moribundo. De veras que merezco este trato de sus manos.”

“Papá, ¿por qué dices que lo mereces?” – preguntó Guillermo.

“¡Ah! por muchas razones, hijo mío. Yo fui un hijo desobediente. Por esta causa, aunque no hubiera ninguna otra, merezco tener hijos desobedientes. Mi madre era viuda y amaba a Dios.

Su casa estaba en este bosque, pero a tres o cuatro jornadas de este sitio. Yo era su único hijo. Ella me crió con muchísimo cariño. Desde pequeño me enseñó la Palabra de Dios; pero crecí y, sin hacerle caso, me hice más amante de los placeres del mundo que de Dios. Un día abandoné la casa y desde entonces no he sabido más de ella.”

“Papá, entonces ella viene a ser mi abuela, ¿verdad?” – preguntó Guillermo. “¿Vive todavía?”.

“¡Ay hijo, no sé si vive todavía! – repuso el leñador – pero viva o muerta, ya no la volveré a ver en este mundo. Sólo desearía que ella supiera lo grande que es mi arrepentimiento, y que al fin su hijo acudió al amor del Salvador. ¡Y que mi esperanza está en Jesucristo para ser salvado del castigo eterno! ¡Pero ay, mis hijos! ¡Mis hijos! Ruego por mis hijos con la amargura en el alma, porque primero he sido un hijo perverso y después he sido un padre malvado. No cuidé de enseñar a mis hijos la Palabra de Dios y ahora me desprecian, volviendo el oído sordo a mis instrucciones.”

“Pero – dijo Guillermo – ¿no puede el Señor Jesús cambiar sus corazones todavía? ¿Por qué no oramos por ellos?”

“¡Sí, hijo mío, mi consuelo, mi tesoro – dijo Rogelio – oraremos por ellos! Cada día, mientras viva, oraremos por ellos. Esto es ahora lo único que puedo hacer por ellos.”

Así Guillermo y su padre, confiando en la misericordia del Señor, oraban con fervor que Dios cambiase los corazones de los jóvenes.

untitled_clip_image006_0000      El leñador no vivió muchos días después de esta conversación. A los pocos días tuvo que guardar cama, y no volvió a levantarse más. Guillermo estaba ahora más solícito que nunca, no dejándole solo más que cuando iba a traerle agua y aquellas cosas que su padre le pedía. Se sentaba a la cabecera de la cama y Piloto se echaba a sus pies, y siempre que oía a su padre levantar la voz en oración, Guillermo oraba con él.

En la mañana del día en que murió, Rogelio le dijo a Guillermo que tenía la seguridad de que sus pecados eran perdonados mediante el amor de su Salvador. Luego oró con fervor a Dios por sus hijos mayores. Le besó repetidas veces a Guillermo y le encargó de acordarse siempre de su Salvador en los días de su juventud.

Al anochecer llegaron los hermanos, trayendo consigo un ciervo que habían matado, y un pequeño barril de ron que compraron a unos viajeros. En un fuego asaron parte de la carne del venado, y abrieron su tonel de ron. Ningún caso hicieron de su padre moribundo, aunque no pudieron dejar de saber el estado en que se hallaba. Con todo, invitaron a Guillermo a comer con ellos; pero este hijo cariñoso no quiso dejar a su padre. Siguió sentado al lado del enfermo hasta que ya le rindió el sueño, y entonces, echándose junto a él, se quedó dormido.

Cuando se despertó por la mañana, encontró a su padre muerto ya, y a sus hermanos durmiendo sobre el suelo, en diferentes sitios de la cabaña. Besó a su padre, y se quedó llorando junto al cuerpo muerto hasta que despertasen sus hermanos.

Los jóvenes enterraron a su padre en un oscuro rincón del bosque, no muy lejos de la cabaña, y, una vez cubierta la sepultura de césped, volvieron a casa, dejando a Guillermo y a Piloto sentados cerca de la sepultura.

Vueltos a la cabaña, los jóvenes se sentaron a comerse los restos de la carne y a beber del ron. Mientras comían, comenzaron a tramar un plan perverso. Querían deshacerse de su hermanito, porque las maneras de él no eran conformes a las maneras de ellos.

“No puede permanecer con nosotros – dijo uno – porque si matamos ciervos del rey, algún día nos podría denunciar.”

“Bueno, pero no queremos matarle”, dijo otro. “A ver, ¿de qué manera nos deshacemos de él?”

“Pues, ¿qué si le llevamos tres jornadas al interior del bosque?” – interpuso un tercero. “Allí le abandonamos y jamás podrá volver para contar cuentos de sus hermanos.”

“Buena idea, pero al Piloto lo tenemos que dejar aquí bien atado – dijo el cuarto – porque si no, nos dará mucho que hacer. Cualquiera le separa del chico.”

“Entonces, mañana – dijo el quinto hermano – saldremos temprano. Nos llevamos uno de los burros para que se monte en él y marchamos tres días al fondo del bosque.”

“¡Pero que no se dé cuenta el chico – dijo el sexto – no vaya a molestarnos con sus lloriqueos!”
Así los malvados fraguaron su horrible plan.

untitled_clip_image008_0000      Se levantaron temprano a la mañana siguiente, prepararon un burro fuerte, sacaron a su hermanito de la cama y le ayudaron a vestirse. Una vez listo, le sentaron sobre el animal.

“¿A dónde vamos?” – preguntó Guillermo sin sospechar ninguna maldad.
“Vamos tres jornadas en el bosque a cazar – respondió el mayor – y tú vienes con nosotros.”
“¿Qué? ¿A cazar los ciervos del rey?” – dijo Guillermo.
Los hermanos no respondieron, pero se quedaron mirando los unos a los otros.
Piloto estaba dispuesto a seguir al burro, y lo demostraba saltando a su alrededor y meneando la cola; pero uno de los hermanos se acercó con una cuerda, que ató alrededor del cuello del animal y lo arrastró hasta la cabaña.
“¿No puede Piloto ir con nosotros?” – dijo Guillermo.
“No” – respondió el mayor.
“Pero si vamos a estar fuera varios días, le dejaréis comida, ¿no?” – añadió.
“¿Quieres callarte, chico? – respondió el mayor – ya cuidaremos de Piloto.”
Piloto quedó, pues, atado en la cabaña, y, estando todos dispuestos, emprendieron el camino.

Primeramente siguieron una senda donde los árboles eran tantos que casi se quedaban sin luz. Después subieron cuestas o las bajaron; a veces torcieron a la derecha, a veces a la izquierda. Y así siguieron con toda prisa, arreando de vez en cuando al burro. Prosiguieron su camino hasta el mediodía; entonces se detuvieron bajo una gran encina para dar algún alimento al animal y también para tomar ellos un refrigerio que habían traído en sus mochilas de cuero.

Después de descansar durante una hora, volvieron a emprender la marcha. Al anochecer llegaron a una cueva, cerca de la cual brotaba un manantial de agua. A la entrada de la cueva encendieron una hoguera por temor de los animales salvajes. Luego, al haber comido su cena, se echaron a dormir.

Al día siguiente continuaron la caminata entre las espesuras del bosque. Algunas veces había ciervos que los miraban entre el follaje, pero huyendo después. La segunda noche durmieron en un claro del bosque donde había una pradera, pero uno de los hermanos tuvo que velar para mantener ardiendo la hoguera. La habían encendido por miedo de los lobos – toda la noche se podían escuchar sus aullidos.

A la mañana siguiente emprendieron su último día de viaje. El burro estaba ya rendido de cansancio; pero esto no era obstáculo para estos jóvenes empedernidos. Trataron sin misericordia al pobre animal y, tomándose poco descanso, llegaron al anochecer a un sitio de donde partían cuatro caminos. Aquí hicieron alto, y una vez encendida la hoguera, se sentaron a comer y a beber.

untitled_clip_image010_0000      “Ya son tres días de viaje – dijo Guillermo – ¿hemos llegado ahora?”
“¿Te parece que estamos ya bastante lejos?” – preguntó riendo el mayor.
“Yo no sé para qué hemos venido” – contestó Guillermo.
“Para robar los ciervos del rey” – respondió el hermano.
“Pero si hay ciervos mucho más cerca de nuestra cabaña, ¿a qué venir tan lejos?”
“No tardarás mucho en saberlo” – fue la única respuesta que le dieron.
Una vez terminada la cena, todos se echaron a dormir. Guillermo era el único que no quería dormir sin orar primero. Aunque muy cansado, cayó sobre sus rodillas, y uniendo las manos como su padre le había enseñado, clamó a Dios en el nombre de Jesús para que le cuidase.

“Mi padre ha muerto – dijo – y mis hermanos me hablan con aspereza. No tengo en el mundo ningún amigo que se cuide de mí. ¡Oh, Dios mío! cuídame tú por el amor de mi querido Salvador.”

Cuando terminó esta oración, se echó al lado del burro. Ya se quedaba dormido, cuando creyó oír estas palabras: “Yo cuidaré de ti, no tengas miedo.” A esto levantó la cabeza y miró alrededor para descubrir al que había hablado, pero sus hermanos estaban durmiendo, excepto aquel que velaba junto a la lumbre, y éste estaba quieto con los codos sobre las rodillas. Entonces el muchacho creyó que su Padre Celestial Mismo le había dicho estas palabras, así que, se sintió consolado, y otra vez se echó a dormir.

Como Guillermo estaba muy cansado, durmió tan profundamente, que no oyó moverse a sus hermanos. Estos perversos, siguiendo su horrible proyecto, se levantaron antes de rayar el día, y llevándose el burro, se marcharon silenciosamente, dejando al pobre muchacho dormido sobre el pasto.

Éste, como no había sido molestado, continuó durmiendo tranquilamente. Ni el sol, a través de las ramas, le pudo despertar. Pero, al final, dos grajos en una rama encima de su cabeza lograron con sus graznidos que abriera los ojos. Entonces, sentándose, miró a su alrededor. La hierba sobre la cual había dormido, estaba salpicada con muchas flores. Y entre los árboles saltaban y cantaban numerosos pájaros. Era una hermosa mañana, y casi no se movían las hojas de los árboles, tan poco aire hacía.

Al principio Guillermo no pudo recordar dónde se hallaba, ni cómo pudo llegar a este lugar, hasta que, de pronto, todo le vino a la memoria. Al darse cuenta que sus compañeros se habían marchado, y que estaba completamente solo, comenzó a llorar amargamente y a llamar a sus hermanos. Su voz resonaba en el bosque, pero ninguna respuesta venía. Sus hermanos estaban ya a muchos kilómetros de distancia de donde él se hallaba.

“¡Oh, mis hermanos! ¡Qué malos son, qué crueles! – suspiró Guillermo – ¿me trajeron aquí para abandonarme en este sitio? ¡Oh, padre mío, mi pobre padre! Si ahora pudieses verme, ¡qué afligido estarías! Pero ahora tú eres feliz, porque estarás con Dios. Pero ya que tú no me puedes ver, Dios, sí, me puede ver, y Él me cuidará. Si las fieras comen mi cuerpo, entonces mi alma irá al cielo. Porque Jesús tendrá compasión de mí. Yo soy un niño pecador, pero Jesús vino para morir por los pecadores.”
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Entonces Guillermo hizo lo que pueden hacer todos los niños cuando están afligidos – se arrodilló y oró pidiendo la ayuda de Dios. Después que terminó su oración, creyó que debía tratar de seguir a sus hermanos, pero ¿cómo? – si de allí partían cuatro caminos y no tenía idea por cuál de ellos se habían marchado. Miró a ver si había huellas recientes en alguno de los caminos; pero no pudo hallar ninguna. En vista de esto volvió otra vez al sitio donde había dormido, y sentándose sobre la hierba lloró otro rato. Pero sus labios no soltaron ni una sola palabra de queja; solamente de tiempo en tiempo, pedía con gran fervor la ayuda de Dios.

A veces se imaginaba que sus hermanos sólo hubieran ido a cazar, y que volverían a la tarde. Esto hacia que no quiso moverse del sitio en que le habían dejado.

Al medio día se sintió con hambre y sed y se puso a buscar entre la hierba algunas migajas de pan o de carne que sus hermanos hubieran dejado. Los pájaros y las hormigas ya se habían aprovechado, pero algo encontró y comió agradecido. Halló además una pequeña corriente de agua de la que bebió – así pudo saciar su sed.

De esta manera Dios le proveyó de comer y beber, por lo que el pobrecito Guillermo estaba muy agradecido – su confianza en Dios fue mayor por esta bondad. Cuando el Señor nos envía bendiciones, por pequeñas que sean, seamos agradecidos; porque Dios ama a los que, con humildad, le agradecen las cosas. Está escrito en la Biblia que “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.”

untitled_clip_image014_0000Al caer la noche, el bosque se volvía más y más oscuro. Los pájaros dejaron de cantar – fueron a descansar en sus nidos o sobre las ramas de los árboles – para dar lugar a los grillos que cantaran, y a los murciélagos que volaran entre las ramas encima de su cabeza.

Guillermín se puso a pensar cómo pasaría la noche, y dónde podría refugiarse para estar fuera del alcance de las fieras, porque había ya dejado la esperanza de que volvieran sus hermanos. Miró por todos lados buscando un árbol al que pudiese trepar – cosa bastante difícil para un chico tan pequeño. Después de un buen rato encontró uno al cual logró subir. Le parecía, incluso, que en cierto conjunto de ramas podría afirmarse lo suficientemente como para no caerse, lo cual sería fácil si se quedara dormido. No creía que podría estar despierto toda la noche.

Al poco rato de esto, la noche oscureció mucho, y se levantó un viento fuerte y frío que silbaba horriblemente entre las ramas. Pero peor que el aire era el aullido distante de un lobo. Le hizo latir el corazón más fuerte y comenzó a temblar de pies a cabeza. Su temor, sin embargo, hizo que, en lugar de llorar, orara a su Padre Celestial, que estuviese con él en los peligros de la noche. Su oración fue hecha como las anteriores, en nombre de Jesús, su Salvador. No en vano el pobre leñador, en los últimos meses de su vida, había puesto tanto cuidado para guiar su pequeño corazón.

El árbol en que Guillermo se había subido estaba delante de uno de los cuatro caminos de que hablé antes, y, cuando terminó de orar, de pronto le parecía ver, desde su rama, que a lo lejos, al final del camino, brillaba una lucecita. No la podía ver muy claramente, pero se imaginaba que pudiera venir de una hoguera. Esto significaba que allí cerca había alguien – alguien que pudiera tener compasión de él.

No se detuvo ni un momento más, sino que, dando gracias a Dios, bajó rápidamente del árbol. Se acordó en qué dirección había visto la luz y empezó a correr a toda prisa. Tenía mucho miedo a los lobos de que el bosque estaba lleno.

El camino que seguía era bastante desigual, a veces subía, a veces bajaba. Así que, después de unos dos kilómetros, cuando había subido una cuesta, volvió a ver la luz y le parecía más cerca y brillaba más que antes. Sin embargo, al bajar a un profundo valle, la perdió de vista otra vez.
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Mientras corría cuesta abajo desaparecieron algunas nubes y pudo ver la luna, no era luna llena, pero había bastante luz para ver que al fondo corría un arroyito que cruzaba por el sendero. Esto le llenó de terror, ya que no sabía si era profundo, ni cómo lo iba a atravesar. Pero continuó corriendo por el mismo camino hasta que sus pies comenzaron a dolerle ya muchísimo.

Era aquí que pasó un terrible susto, porque según corría oyó detrás de él los sonidos de algún animal que le venía persiguiendo. Sólo pudo suponer que era un lobo. Más y más cerca lo sentía, hasta que por fin, el pobre Guillermo, aterrado, no podía correr más, y se cayó cuan largo era en tierra, esperando ser despedazado de un momento a otro.

Pero el animal que se acercó, en lugar de morderle o hacerle daño, comenzó a lamerle y a ladrar de alegría… Ahí Guillermo cayó en la cuenta que ¡era su fiel Piloto! Su perro había logrado romper la cuerda que le sujetaba y había atravesado todo el bosque en busca de su pequeño amo. ¡Oh, qué alegría sintió el muchacho, cuando vio que, en vez de un enemigo, era el único amigo que tenía sobre la tierra! ¡Era su querido Piloto!
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Pronto se levantó y trató de abrazar al perro que saltaba y brincaba alrededor de él, mostrando su alegría. Pero Guillermo no tardó en recordar que se hallaba todavía en el bosque, en sitio muy peligroso; así que, otra vez echó a correr y Piloto con él. Así, a toda prisa, llegaron al arroyito que Guillermín había visto antes. Allí quedaron parados por no saber si era demasiado profundo para cruzar. Pero al oír el aullido de un lobo a alguna distancia entraron en el agua fría sin perder más tiempo, tratando de atravesarla. Los pies de Guillermín, sin embargo, bien pronto dejaron de tocar tierra y la corriente empezó a llevarle. A no ser por el fiel Piloto, seguramente habría perecido ahogado, pero el perro le pudo agarrar y le arrastró a la orilla opuesta.

¡Qué gratitud sintió Guillermo en su corazón hacia su valiente perro! ¡Pero todavía estaba más agradecido a Aquel que le envió tan buen amigo! Pero como no tenía que perder tiempo, se sacudió el agua como mejor pudo y comenzó a subir la pendiente, seguido de cerca por Piloto. Las nubes volvieron otra vez a cubrir la luna, y todo quedó más oscuro. No obstante, Guillermo se sintió fortalecido con la presencia de un amigo de la calidad de Piloto.

untitled_clip_image020_0000      Así continuaron hasta cerca de la cumbre, cuando, de pronto, le parecía a Guillermo que veía, no muy lejos de él, el reflejo de dos ojos de alguna terrible fiera, y oyó un gruñido semejante al del lobo. Piloto se adelantó y comenzó a ladrar furiosamente.

Por fin Guillermo vio que los ojos se movieron – era cuando aquel animal se arrojó sobre Piloto. Por unos momentos el ruido de la lucha que se trabó era espantoso. Efectivamente, era un lobo que había estado acechando desde la ladera del camino y que ahora luchaba a muerte con el fiel perro.

Resonaban por todo el bosque los gritos de los dos furiosos animales. Guillermo no quería abandonar a Piloto, aunque nada podía hacer para ayudarle. Así que, continuó sobre sus rodillas, esperanzado en que Dios les protegiera. Eran momentos terribles en que Guillermo no sabía cuál sería el vencedor, pero al fin el lobo tuvo que salir huyendo. Un instante más y ya estaba Piloto al lado de su amo, tirándole de la ropa como para persuadirle a que se alejase de allí. Guillermo echó a correr entonces, y Piloto con él.

Llegaron a la cumbre del cerro, y entonces, ¡oh qué hermosa vista! Descubrieron a unos cien pasos de distancia una cabaña en medio de un jardín; porque la luz de la ventana era tan fuerte, que pudieron ver distintamente la cancela y la verja del jardín.

Guillermo, ante esto, dio un grito de alegría y se lanzó a la carrera por la suave pendiente que conducía a la cancela. La abrió en un momento, y, cerrándola otra vez al haber entrado él y Piloto, empezó a llamar a la puerta de la casa. Era tanta su impaciencia y temor de ser seguido por otro lobo, que llamó tres veces sin dar tiempo a que pudiesen responder. Desde adentro sonó la voz de una mujer preguntando: “¿Quién está allí?”

“Un pobre niño que se perdió en el bosque” – respondió Guillermo. “Me habría comido un lobo si mi perro no me salva.”
“¡Entra, pues, entra!” – dijo la anciana que le abrió la puerta. “Entra, pobre niño – tú y tu perro seáis bienvenidos.”

Con la puerta ya abierta, Guillermo vio a una ancianita cargada de años, vestida con un traje sencillo de lana azul y con cofia blanca sobre la cabeza. El interior de su casa estaba tan aseado como ella misma. Ardía en el hogar un gran fuego, el mismo que había avistado desde el bosque, y delante de él, había un sillón de brazos y una mesita de tres pies y encima una Biblia abierta. Guillermo no sabía entonces lo que era una Biblia – lo llegaría a saber después. También hubo un gato pardo ya viejo. Éste, con tanto barullo, se había despertado y ahora se fijaba en Piloto con ojos poco amables. En un rincón de la habitación había una limpia y cómoda cama, y alrededor de las paredes algunos adornos sencillos.

Una vez entrados, ella cerró la puerta y, llena de asombro, quedaba mirando a los dos – un niño lleno de untitled_clip_image022_0000barro y un perro lleno de sangre. Pero Guillermo, viendo la puerta cerrada y encontrándose a salvo de los lobos, cayó sobre sus rodillas y dio gracias a Dios por haberle librado de la muerte. Después se volvió a Piloto y exclamó: “¡Oh, mi querido Piloto, mi querido Piloto! Dos veces me has salvado de la muerte. Si no hubiera sido por ti, a estas horas estaría comido por los lobos.” Mientras besaba a Piloto, vio también la sangre y encontró una herida en su lomo. El fiel animal no había hecho caso de la herida hasta que vio fuera de peligro a su amo. Pero en cuanto Guillermo la vio, empezó a llorar mucho y rogó a la anciana que le diese algo para curar a su pobre perro.

“No llores, hijo mío – dijo la anciana – nada podemos hacer para curarle; él mismo se lamerá y esto basta; pero voy a darle donde echarse junto a la lumbre, y también algo de comer y beber. Verás que en poco tiempo estará sano.”

Buscó la piel de un carnero que puso a un lado de la lumbre y apuntó a Piloto para que se echase sobre ella. Luego entró en su despensa y sacó algunos pedazos de carne. Con un recipiente de agua los puso delante de él. El pobre perro tenía mucha hambre y sed, porque había estado varios días sin alimento; así que comió y bebió, y después de lamerse la herida, se quedó dormido.

“Ahora que ya tienes a tu perro tranquilo, querido niño – dijo la anciana – dime ¿no tenías en el bosque más amigo que este perro?”
“No, señora” – respondió el chico.

“Bien, entonces procura sosegarte, porque aquí estás seguro. Mañana me dirás quién eres y de dónde vienes; ahora voy a darte algo de comer, pero antes tendré que lavarte los pies cansados, porque los tienes hasta un poco heridos. Te quitaré tu ropa embarrada para lavarla y luego irás a la cama.” Guillermo no pudo dejar de llorar, notando el cariño de ella.

“¿Por qué lloras muchacho?” – preguntó ella.
“Lloro al pensar que Dios sea tan bueno para conmigo” – respondió Guillermo. “Hace sólo un ratito que las fieras estaban por comerme – y ahora ya estoy a salvo en esta casa – y ¡usted me hace tan feliz!”

“¡Pobre hijo mió! – dijo la anciana – si yo te puedo hacer feliz, feliz serás.” Y besó su húmeda mejilla. Después puso sobre la lumbre un poco de leche con pan partido dentro, y mientras se calentaba, le quitó la ropa mojada. Le lavó bien para quitarle el polvo y el barro, le envolvió en una manta y luego le acostó en su cama. Cuando también había puesto sus ropas en remojo, le dio de comer de las sopas que había hecho.

“No puedo dormir sin dar primero gracias a Dios – dijo Guillermo – y sin darle un beso a usted, porque usted es tan buena conmigo como lo era mi papá.”
“¿Y ahora no tienes papá?”

“No – dijo Guillermo – porque ya murió. Tengo seis hermanos, pero ellos no me quieren, y después que murió mi padre, me llevaron adentro del bosque en un viaje de tres días. Y anoche, mientras dormía, me abandonaron para que fuese comido por los lobos. Pero Dios tuvo compasión de mí y me ha traído a usted. Así que, si usted quiere que me quede, seré su hijo y la querré como le quería a mi padre.”

“Sí que serás mi hijo – dijo la anciana – y yo te amaré mucho. Pero me tienes que decir tu nombre, porque todavía no sé como te llamas.”
“Me llamo Guillermo, pero mi papá me decía Guillermín.”
“Pues, muy bien, Guillermín – juntos serviremos a Dios, tú y yo. Debes de amarle mucho a Dios, porque ha hecho tanto por ti.”
“Mi padre me enseñó a amar a Dios antes de morir – respondió Guillermo – pero no pudo hacer nada con mis hermanos. En vez de escucharle, cuando quería enseñarles algo de Dios, se reían de él.”

untitled_clip_image024_0000      Entonces Guillermo contó a la anciana muchas cosas que habían pasado antes de la muerte de su padre. Contó también lo que su padre le había dicho de su vida pasada, de cómo se había arrepentido de sus pecados, y que murió confiado en su Salvador.

Mientras Guillermo hablaba, la anciana comenzó a temblar. Había estado de pie, pero ahora se vio obligada a sentarse en la cama, porque empezó a sospechar algo… ¿Sería posible? ¿Podría ser? ¿Sería el padre de Guillermín su mismo hijo? ¿Aquel que había huido de ella hacía ya muchos años, y de quien, desde entonces, nunca más supo nada..?
     

Durante algunos minutos no pudo hablar, pero después, conmovida, preguntó: “Dime Guillermín, ¿cómo se llamaba tu padre?”
untitled_clip_image026_0000      “Rogelio Sánchez” – respondió Guillermo.

“¡Oh! – exclamó la anciana, juntando sus manos con gran emoción – es él mismo. ¡Rogelio Sánchez era mi hijo, mi único hijo! ¿Y murió arrepentido de sus pecados y confiando en su Salvador? Entonces mis oraciones han sido oídas. ¿Y eres tú su hijo – mi propio nieto? Dios Mismo te ha traído para que tengas abrigo en la casa de tu propia abuela, para consuelo de ella en su vejez.”

Entonces le abrazó tiernamente y los dos lloraron de alegría.

“¡Qué día milagroso!” – dijo Guillermo cuando pudo hablar. “Los dos tenemos que dar gracias a Dios. ¡Conque mis hermanos me han traído tan lejos para que yo me encuentre con mi abuelita! Ahora le quiero a Piloto más que nunca, porque si él no me hubiese sacado del agua y defendido del temible lobo, jamás habría llegado hasta aquí.”

Como Guillermo estaba cansadísimo, no tardó en dormirse profundamente, pero el corazón de la abuela estaba tan lleno, tan lleno, que apenas le permitía cerrar los ojos. Pasó la mayor parte de la noche orando y dando gracias porque su hijo, que tantas horas de pesar le había dado por tantos años, murió con fe; y porque su fiel Señor le había traído a su nietecito de manera tan asombrosa.
Además oró a Dios para que cambiase los corazones de sus demás nietos, que tan cruelmente habían tratado a su hermanito.

untitled_clip_image030_0000      Guillermo continuó viviendo con su abuela hasta que se hizo hombre, y hacía cuanto podía por hacerla feliz. El cuidaba las cabras y las aves de corral; y trabajaba en el jardín; y ella a su vez le enseñó a leer la Biblia y a escribir. Cuidaron mucho a Piloto. El perro llegó a ser bastante viejo, y cuando finalmente murió, Guillermo, con mucha pena, le enterró en el jardín.

Guillermo vivió muy feliz con su abuela, porque ésta, con la Biblia, le educaba en el temor de Dios, y mientras fue pequeño le reprendía siempre cuando se volvía demasiado revoltoso. Muchas veces solía decirle:

“Amaba tanto, tanto, a tu padre, que nunca le quise castigar, y así Dios me castigó a mí. Pero a ti, mi querido nietecito, tengo que amarte con amor más sabio, y no dejaré de corregirte cuando lo merezcas.”

Al cabo de algunos años la anciana, que tanto amaba al Salvador, murió. La muerte para el creyente verdadero no es más que entrar a la presencia del mismo Señor Jesús. Además, sin ninguna duda, allá en ese hermoso hogar de todos los redimidos, pudo ella reunirse también con su querido hijo, con Rogelio, ya que éste se había adelantado a su madre. En la tierra ella le dejó a Guillermo su casa y todo cuanto poseía. Él la lloró y por largo tiempo sentía mucha pena por la ausencia de ella.

Pero más tarde conoció a una chica, que, como él, era creyente que amaba a Dios. Después de un tiempo prudente de noviazgo, se casaron. Ya Guillermo no estaba tan solo, ya pudo compartir de nuevo las bendiciones de Dios con alguien a su lado. Dios bendijo su matrimonio y le dio varios hijos que él crió en el camino de la fe y de la santidad.

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Cuando Guillermo tenía ya cuarenta años de edad, una hermosa tarde de verano, se halló sentado a la puerta de su casa, rodeado de su mujer y de sus hijos. Su hijita menor estaba leyendo un capítulo de la vieja Biblia que había pertenecido a la abuela, cuando, de repente, seis hombres harapientos aparecieron del lado del bosque. Estaban pálidos y parecían gastados de enfermedad y de hambre. Sobre los hombros traían viejos sacos de cuero, que parecían estar vacíos; no llevaban zapatos. La ropa que vestían estaba hecha jirones. Se llegaron hasta la cerca del jardín, y humildemente pidieron un pedazo de pan.

“Somos unos pobres miserables – dijeron – y muchos días los hemos pasado con nueces y frutas silvestres que hemos cogido en el bosque; desde hace algunas noches no hemos descansado por miedo a los lobos.”

“Esto lo puedo entender perfectamente – dijo Guillermo – porque siendo yo pequeño, pasé todo un día y parte de una noche solo en aquel bosque, y, al no ser que mi fiel perro (que está enterrado en este jardín) luchara por mí, salvándome, habría sido despedazado por una de esas terribles fieras.”

Mientras Guillermo hablaba, los hombres se miraron unos a otros.

“Pero parecéis cansados y con hambre – siguió Guillermo – sentaos sobre la hierba, que en seguida os traeremos de comer.” Les abrió la verja y entraron en el jardín, donde se sentaron a su lado sobre el pasto verde.

La mujer de Guillermo corrió a la casa y preparó una gran cazuela de caldo de picadillo, en la que echó pedazos de pan casero, y se lo dio a uno de sus hijos para que lo llevase a los hombres.

Aquellos pobres, desarrapados y medio muertos, recibieron agradecidos el caldo. Después le pidieron con humildad a Guillermo que les dejase dormir una noche en el corral de las cabras. “Porque – dijeron – hace muchas noches que no hemos dormido en lugar seguro, y estamos tan fatigados y desfallecidos de vigilar a los lobos, que de veras no podemos más.”

“Tengo – respondió Guillermo – un pequeño granero, donde guardo el heno para mis cabras, allí podéis dormir si queréis y os daremos además algo para abrigaros por si hace frío. Entretanto, podéis quedar sentados y estar tranquilos.”
Los hombres se mostraron sumamente agradecidos.

“¿De dónde habéis venido – preguntó Guillermo – y adonde queréis ir mañana? Se ve que habéis hecho un largo viaje, pero realmente no estáis en condiciones para seguir. Alguno que otro, incluso, tiene aspecto de estar enfermo; parece que habéis sufrido mucho.”

“Señor – respondió uno de ellos, el que parecía ser el más viejo – nosotros éramos leñadores que vivíamos en aquel bosque, a tres jornadas de aquí; pero hace ahora algunos años que caímos en el desagrado del rey. Por lo que se nos quemó nuestra casa y nos quitaron todo lo que poseíamos. Nos metieron en la cárcel y allí hemos estado muchos años, arruinándose completamente nuestra salud. De modo que cuando, por fin, nos pusieron en libertad, éramos ya incapaces para el trabajo. Y al no tener ningún amigo, hemos ido errantes de pueblo en pueblo, sufriendo todas las privaciones imaginables, y pasando días enteros sin comer.”

untitled_clip_image033_0000      “¿Y es que – preguntó Guillermo – cometisteis algún crimen que ofendió al rey?”
“Sí, señor, no quiero engañarle – respondió uno – éramos culpables de robar venados. Pero ahora sólo queremos vivir honradamente y llevar mejor vida. Lo que pasa que en nuestra antigua vecindad nadie nos mira, y no tenemos el dinero para comprar siquiera un hacha. Si pudiéramos, seguiríamos nuestro antiguo oficio, y procuraríamos mantenernos, aunque estamos tan débiles que poco podremos hacer.”

“Pero – dijo Guillermo, cuyo corazón empezó a compadecerse de estos pobres – ¿no tenéis parientes allá en vuestra tierra? ¿Sois todos de la misma familia?”
“No tenemos ningún pariente – respondió el viejo – nosotros todos somos hermanos, hijos de un mismo padre. Nuestro padre era leñador, se llamaba Rogelio Sánchez.”
Levantándose de un salto y acercándose, Guillermo preguntó: “¿Y no teníais un hermanito más?”
Ellos se miraron unos a otros con terror y no sabían qué responder.

“¡Yo soy ese hermanito!” – exclamó Guillermo. “Dios me libró de la muerte y me trajo a esta casa, donde hallé viva aún a mi abuela, la que me ha servido de madre. Aquí he vivido en paz y en abundancia desde entonces.” Estaba emocionado, pero añadió: “No temáis, hermanos míos, de buen grado os perdono, como Dios a mí me ha perdonado. Aunque pensasteis hacerme mal, ¡Dios todo lo usó para bien! Y ya que Él os trajo aquí, yo os cuidaré y os ayudaré.”

Sus hermanos no pudieron responderle; cayeron a sus pies, atribulados y derramando lágrimas de arrepentimiento. Guillermo trató de levantarlos, pero no lo consiguió; ellos no lo consintieron. Una y otra vez tuvo que asegurarles de su perdón.
untitled_clip_image035_0000      Por fin Guillermo les pudo persuadir a que se levantaran, y les volvió a decir que los perdonaba libremente y de buena voluntad. Pero, al mismo tiempo, les recomendó que acudiesen a Dios por el perdón divino – el pleno perdón que Dios da libremente al pecador arrepentido, mediante Jesucristo, el Salvador.

Los pobres se consolaron con la bondad de Guillermo. No obstante, al sólo mirarle, brotaban de nuevo los recuerdos feos y terribles de cómo le habían tratado, y de nuevo quedaban rendidos de tristeza y vergüenza.

El siguiente día Guillermo y sus hijos comenzaron a edificar una cabaña para sus hermanos, cerca de la suya, y éstos ayudaron a la obra cuanto podían. Cuando la cabaña estaba terminada, Guillermo les proveyó de colchones para dormir y de pieles de carnero para cubrirse. También les dio cuchillos, cucharas, bancos de madera, platos y otros artículos de uso doméstico, y les proveyó de hachas, para que pudieran de nuevo mantenerse con su trabajo.

Pero lo que era aún mejor que las ayudas materiales, Guillermo no se cansaba de llevar sus almas a Dios. Todas las noches les leía en la Biblia de la abuela, y no era en vano que ellos oyeran la lectura – cada día lamentaron más sus pecados. Al fin llegaron a confiar de todo corazón en el amor y perdón del Salvador, quien había muerto y resucitado por ellos, como lo había hecho por todos. Entendieron que no podrían ser salvos por los méritos de ellos mismos, sino sólo por los méritos del Salvador. Así recibieron la plena seguridad de salvación.

Guillermo y su esposa vivieron muchos años y tuvieron el placer de ver a los hijos de sus hijos – los cuales confiaron también en el amor de Dios, creciendo, luego, en esta fe.

El Pequeño Epílogo de
LA ESTRELLA DE MAR

La historia de Guillermo con su perro Piloto ha impactado en muchas vidas a través de muchos años – niños, jóvenes, padres y abuelos han disfrutado inmensamente, siguiendo a Guillermín a través de su terrible aventura, y hasta aquel momento cuando, ya grande, se encuentra de nuevo con sus hermanos.

Muchos no sólo disfrutaron – también aprendieron cosas asombrosas. Por ejemplo, si antes ignoraban que la oración a Dios tenga sentido, ahora ya saben mejor; si antes el extender un perdón amoroso, a los que más sufrimiento te causaran, pareciera ridículo e impensable, ahora lo ven de otra manera bien distinta.

 

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La estrella de mar no suele encontrarse en los bosques, a no ser quizás en forma fosilizada. Pero en nuestro caso encontramos una que por cierto no está ni muerta, ni fosilizada, sino muy viva. La encontramos, con sus siete brazos, precisamente en el relato de nuestro niño del bosque y su perro piloto. Cada brazo de la “estrella” representa algo maravilloso – hasta milagroso – que brota del corazón de la “estrella”. ¡Y el corazón se llama Jesucristo! Al fijarnos más detenidamente en lo que representa cada “brazo”, reconoceremos en los primeros dos (en “Arrepentimiento” y “Oración”) al pequeño Guillermo junto a su padre Rogelio. En los cinco restantes vemos también las experiencias de Guillermo, pero ya con su abuela, después con su propia esposa y familia y, finalmente, con sus hermanos. También notaremos que ese orden (de 1 a 7) es el natural, el de la semilla que brota y crece y da fruto, cada experiencia dando lugar a la próxima – de tal modo que todo el ciclo empieza de nuevo cuando, al final, el “siete” da a luz al “uno”…

1.      Arrepentimiento y conversión que son de todo corazón.
La triste “desgracia” tenía todo que ver con la gracia de Dios”.
Cuando ocurrió el accidente, Rogelio quedando mal herido y enfermo, se acordó, a raíz de tal desgracia, de su Creador, de su madre y de las lecturas de la Biblia que ella le solía hacer cuando era pequeño. El efecto era un profundo arrepentimiento, y aunque le quedaba poco tiempo de vida, sus intereses ya no eran los mismos. Su vida quedó enfocada en los valores eternos.

Al mismo tiempo el pequeño Guillermín, en contraste con sus hermanos, recibió otro toque de la gracia de Dios. Y su padre pudo a continuación ayudarle con preciosas lecciones – entre ellas sobre el hablar con Dios de forma directa y sencilla.
La gracia de Dios no está limitada a la posesión de la Biblia. Ellos no poseían ningún ejemplar, pero Dios pudo obrar a través de los recuerdos que Rogelio guardaba de las lecturas que su madre le había hecho. La Palabra oída cuando era niño llevó todavía un fruto asombroso.

“En [Cristo] tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1:7).

2.      Oración a Dios con profunda confianza.
Cada día Rogelio y Guillermo oraban a Dios por los seis hermanos, cuyos corazones se habían endurecido contra el evangelio. Oraban con fervor, dándose cuenta que el mismo milagro de la conversión que Dios obró en sus propias vidas, podría llegar a cambiar los corazones de ellos. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg. 5:16).

Dios era tan real para el niño que en los peligros del bosque se acordaba del gran Ayudador. Oraba a Él y Dios le contestaba. Se acordó también de darle gracias por enviar a Piloto y cuando éste le rescataba una y otra vez. En la casita de la abuela lo primero que hizo era arrodillarse para dar gracias a Dios.

Siendo la abuela una verdadera “mujer de oración”, ella pudo guiar los pasos del tierno niño para que él también madurara a ser “hombre de oración”. En cuanto a las oraciones por su hijo, que por tanto tiempo ella había dirigido al cielo, Dios las oyó y ahora había respondido – ¡Rogelio llegó a convertirse! Después la abuela elevaba sus oraciones a Dios por los seis nietos malvados, aun sin haberlos conocido nunca. Y aunque ni ella, ni Rogelio, vieran en la tierra el fruto de estas oraciones, hechas a favor de los seis, Dios, sí, contestó maravillosamente, usando para ello como “instrumento” al mismo Guillermo.

3.      La Biblia – deleite diario en lectura y meditación.
Una de las primeras cosas que le llamaron la atención a Guillermo, cuando entró en la cabaña de la abuela, era el libro gordo sobre una mesita delante de la silla de la anciana. Lo notable es que no se trataba de una Biblia cerrada, ¡sino de una Biblia abierta! Para la abuela era la fuente de agua viva de la cual bebía diariamente.

Rogelio no había podido darle a Guillermo una enseñanza netamente bíblica porque no tenía Biblia, pero su anciana madre, la abuelita del niño, sí, se encargó de ello. No sólo le dio enseñanzas, y hasta disciplina, sacadas de la Biblia, sino que también le enseñó como leer la Biblia por sí mismo. “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación.” (S. 119:97).

Así la Biblia llegó a ser para Guillermo todo lo que era para la abuela. Y cuando, ya casado, tenía varios hijos, se cuidó de que igualmente para ellos, y desde pequeños, el libro de Dios llegara a ser el gran tesoro en que aprendieran a leer y meditar.
Luego, a través del mismo Guillermo, Dios volvió a usar esa vieja Biblia de la abuela para también “atravesar” – como por “espada de dos filos” – los corazones de los otros seis hermanos.

4.      Disciplina amorosa – dada y recibida.
¡Cuánto la abuela lamentaba el no haber entrenado a su hijo, Rogelio, en la disciplina prescrita por el amoroso Padre Celestial! ¡Cuánto, luego, el mismo Rogelio lamentaba el no haber enseñado, ni disciplinado, a sus hijos en el camino del Señor! Los frutos de la indisciplina son muy amargos.

La abuela, después de largos años de sufrimiento por su desobediencia en este asunto vital, entendió ahora mejor lo serio de su responsabilidad. Y, cuando de repente se vio encargada del “entrenamiento” de Guillermín, su tierno amor al niño no le impidió aplicarle el castigo físico que le hiciera falta y cuando le hiciera falta. Es más, ese amor, ahora más sabio, era precisamente lo que le movía a usar la varita. Quien actúa así en obediencia a lo que la Palabra enseña, verá que el amor mueve también a consolarle al niño después del castigo, y a explicarle con ternura y paciencia que la desobediencia siempre trae consecuencias tristes y dolorosas. Guillermín entendió y recibió de buena gana la disciplina que le iba corrigiendo. Así su vida con la abuela resultaba verdaderamente feliz.
 

“La vara yla corrección dan sabiduría; mas el muchacho consentido avergonzará a su madre… Corrige a tu hijo, y te dará descanso, y dará alegría a tu alma” (Pr. 29:15, 17).

5.      Obediencia con alegría y prontitud.
Rogelio en su juventud se rebelaba contra la autoridad de su madre, sus exhortaciones, sus correcciones verbales y sus súplicas. No la aguantó más y se marchó – toda una ilustración del amor que no es firme, sino blando y mal enfocado, y que tiene por fruto rechazo y desafío. Cuando, arrepentido y convertido, Rogelio buscaba la transformación de sus propios hijos, era ya tarde para seis de ellos. Lo que había sembrado, eso es lo que cosechó.

Sin embargo, comprobó con el menor, cuyo corazón era todavía tierno, que otra “semilla”, la del evangelio, daba otra cosecha. Al sembrarse, germinó, brotó y dio fruto abundante. Lo que Rogelio sembrara, la abuela después pudo regar y cuidar (y disciplinar). Guillermo respondía con alegría y prontitud a ese amor ahora transformado en sabio y firme.
   

“Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo… Y vosotros, padres.., criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Ef. 6:1, 4).

“Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hb. 12:11).

6.      Felicidad hogareña – con Cristo en medio.
Alrededor de una Biblia abierta y con verdadera sumisión a la Palabra de Dios, los miembros de una familia experimentan paz, gozo y seguridad. El mundo persigue la felicidad en muchas “cosas”, pero una vez conseguida alguna de esas “cosas”, resulta que la supuesta felicidad ha volado ya, con que siempre hay que estar persiguiendo otras cosas más. Nunca se alcanza la auténtica y plena felicidad…
En contraste, la maravilla de la Biblia está en que la palabra de Jesús siempre se cumple: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Jn. 15:11; 1ª Jn. 1:4). Cuando día tras día “escuchamos” atentamente las “cosas que Él nos habló”, es decir, las que están escritas, buscando en el libro de Dios todo lo que Él nos esté comunicando, el corazón es transformado y rebosa de una verdadera felicidad.

La abuela y Guillermo formaban el mínimo que Jesús había indicado (dos o tres) para reunirse en su nombre. ¿No había prometido estar en medio – evidentemente, para manifestarse y para bendecir? Así lo hace siempre – ¡Él es fiel!

Estando una persona completamente sola, es decir, sin que haya creyentes con quienes pudiera reunirse, el Señor no se retira de él o de ella – su Palabra es la misma y su Presencia también, sólo que no está la bendición adicional de las reuniones con los hermanos en la fe, ni del mutuo compartimiento en la Palabra. Así parece haberle pasado a Guillermo cuando la abuela murió. Pero, luego, al formar un nuevo hogar, ese gozo de estar con el Cristo vivo en medio de los que se reúnen, ya sea matrimonio, familia o tal vez con otros más, ese gozo especial de la armonía entre hermanos cuando Él se manifiesta, volvió plenamente.

“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! … Porque allí envía el Señor bendición, y vida eterna” (S. 133).

7.      Perdón, no venganza, para los que buscan dañarnos.
A José, en Génesis, vendido por sus propios hermanos, le pasó una crisis tras otra, pero, a través de todo, Dios estaba ocupándose de su siervo. Durante los trece años de esclavitud y cárcel en un país extraño, y durante los primeros siete u ocho años como virrey de Egipto, Dios le venía formando para algo definido y muy especial. Finalizada esta “formación”, José estaba listo, aun sin darse cuenta, para enfrentarse a una crisis de otra índole – la de encontrarse con sus hermanos.

Así Guillermo también, en la escuela de Dios desde niño – es decir, en las manos del gran Alfarero – estaba siendo formado para un fin untitled_clip_image041_0000glorioso, el de perdonar, sencilla y amorosamente, a los que habían buscado su muerte.
“Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Ef. 4:32).

Los dedos hábiles de Dios le venían moldeando, primero a través de su arrepentimiento y conversión, luego por todo lo que pareciera negativo – la desolación de la muerte de su padre, la perfidia de sus hermanos, los peligros del bosque, la muerte de la abuela. Pero esos dedos del Alfarero usaban, no sólo lo negativo, sino también lo positivo: la oración, la Biblia, la disciplina, la obediencia aprendida y el amor de hogar. Cuando tenía 40 años, Guillermo estaba listo para el propósito de Dios, el de tocar y transformar los corazones de los seis hermanos.

Y así se renueva la historia – seis vidas no sólo salvadas, sino ingresando a su vez en la Escuela de Dios. De nuevo, para cada uno de ellos, Dios tiene una meta específica, una meta que se revelaría con el tiempo.
         

“Dios me envió delante de vosotros.., para daros vida por medio de gran liberación. Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien…” (Gn. 45:7; 50:20).

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“Los Hijos – ¿Alegría o Alboroto?”
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