Heriberto: ¡Nació de Nuevo!

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image005Se pidió a Heriberto de Paraguay que contara la historia de su vida. Estuvimos, un buen grupo de hombres y algunas mujeres, en el centro de campamentos que la UMNT tiene a una hora de Asunción, la capital del país. Dio la casualidad que yo fuera el único sin conocer el “dulce guaraní”, el idioma indígena del país.
Aunque la gran mayoría de los paraguayos se sepa expresar en español, no logran en este idioma siempre la misma naturalidad y fluidez. Así le pasaba a Heriberto; sentía mucha más soltura hablando en guaraní.

Así que, con el guaraní inevitable, mi desilusión era real. En el transcurso de la reunión había evidencia de un cierto impacto entre los oyentes… ¡Cuántas ganas tenía para saber de qué se trataba! Y tanto más en aquellos momentos cuando a Heriberto se le escapaba alguna palabra en español, como de repente: “¡…segunda oportunidad…!”

Ni bien concluida la reunión, dos o tres de los presentes se comprometieron para producir una transcripción al español, la que me serviría para la revista, PRESSING ON! (una vez traducida al inglés). Luego, tenerlo publicado en Internet, también me parecía importante. Gracias a Dios, hoy los dos objetivos han sido realizados.

No debemos olvidar de mencionar aquí las primeras secuelas felices: La esposa – Marisa – y los ocho hijos, además de los abuelos, también “nacieron-de-nuevo”. Para entender ese fenómeno de vidas “renacidas”, se necesita una clave. Y la clave está en aquel anhelo persistente de conocer “el libro”, el anhelo de beber de “las corrientes de las aguas”:

“Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo…”  (Salmo 42).

Notita para algunos lectores:
Para quien desconozca el significado de “chacra”, aclaramos que se trata de una propiedad, un pedazo de tierra, tal vez pequeño, donde se cultivan los productos agrícolas, como algodón, maíz, mandioca, soja, etc., habiendo lugar, además, para frutales y algún ganado.

Jaime van Heiningen

Lo que Contó Heriberto:

     Soy de una familia de muy escasos recursos e hijo de madre soltera. Estas circunstancias me privaron de una preparación académica, y asistí a la escuela rural sólo para el primer grado. Pero, cuando ya grande, esa situación no me privó del deseo de formar un hogar, y tuve la suerte de unirme con una buena mujer con el nombre de Marisa. Para ese tiempo mi madre ya estaba casada; vivíamos con ella y el marido en la misma casa. Tenían la costumbre de leer un pequeño libro y lo hacían en voz alta. Ese libro resultó ser el Nuevo Testamento. Cuando me enteré que se trataba de “la Palabra de Dios”, quedé contento y siempre me acercaba para escuchar la lectura. Me daba un sentir de paz, y me entraban muchas ganas de poder leerlo por mí mismo.

     Siendo del campo, pasaba mucho tiempo trabajando en la chacra. Así carpiendo, mis pensamientos con alguna frecuencia se fijaban en lo que me acordaba de las lecturas escuchadas; haciéndose sentir al mismo tiempo esa atracción hacia el libro… ¡Cuánto quisiera leerlo! Comencé a detenerme a veces en la labor para expresar ciertas palabras al Ser Supremo. Le hablaba precisamente de eso, del deseo y de la necesidad que sentía de poder leer la Palabra de Dios…

     Pasado algún tiempo, se me ocurrió que ese Ser Supremo a quien me estaba dirigiendo, tenía que ser el mismo Dios del libro. Alcé los ojos arriba y, apoyándome en la herramienta, hablé así: “¡Oh Dios, cuánto quisiera leer tu Palabra! Sé que existes porque tengo delante de mis ojos la maravilla de tu creación – los árboles, los animales, los ríos, y aun mi vida misma – todo me demuestra que existes. Oh Dios, ese libro que se lee en casa, si realmente es tu Palabra, y si en ella están escritas las normas de vida que debemos llevar, entonces quiero que me lo hagas leer”.

     Hablando así, escuché de repente una voz; no sé si de arriba o de abajo… Miré alrededor por si alguien me estuviera gastando una broma… Pero no vi a nadie. Quien fuera que me hablaba, esa persona sabía que yo tenía mucho deseo de leer, porque lo que escuché fue esto: “Heriberto, ¡ve a casa, toma el libro y lee!”

     Dudé al principio, pero luego, al darme cuenta que estaba solo de verdad, decidí ir a casa. Le dije a Marisa que quería tomar un poco de agua. Tomé el libro y empecé a leer, aunque sin entender lo que leía, pero lo leí. Esto me daba mucha alegría, y así volví al trabajo con una experiencia totalmente nueva. No sentía el calor del sol y tenía un gozo inmenso; ¡el gozo de haber leído la Palabra de Dios!

     En otro día la voz volvió a hablarme: “¿Comprendes lo que lees, siendo que tú no entiendes de letras?” Eso me pesó, y apagó la mitad del gozo que tenía; pero ahí me vino un pensamiento: ¿No tenía acaso una esposa que sabía leer bien? ¿No podría ella verificar lo que yo leía y corregirme? Así que, dejé el trabajo y volví a casa para hablar con Marisa. Le expliqué que había estado orando a Dios acerca de ese libro que teníamos en casa.

     Le dije que si verdaderamente el libro pudiera guiar nuestras vidas, que entonces sería muy importante que nosotros mismos nos enteráramos de todo lo que dijera. ¿Qué le parecía que yo leyera delante de ella, para que así me pudiera corregir las faltas? Marisa consintió, de modo que tomé el libro y volví a leer…, ella escuchando. Cuando terminé, me dijo que ¡todo estaba muy bien! Pero, me explicó, debía respetar los puntos, las comas y los signos de interrogación y exclamación; si no, la lectura resultaba incomprensible.

image009     A partir de ahí solía encender una lámpara para leer el Nuevo Testamento hasta las altas horas de la noche, y aunque no entendía la lectura del todo, ¡me encantaba! Mientras leía, ¡sentía una paz y un gozo dentro de mi corazón! Después, al estar ya dormido, veía todavía las letras del libro, y me seguían encantando.

     No mucho después llegué al capítulo 3 del evangelio de Juan (ver al fondo la mayor parte de ese capítulo). Ahí Jesús, conversando con Nicodemo, le dice que si no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios, ni tampoco entrar en él. Eso produjo en mí una sensación nueva…, una sensación de “quebranto”, porque yo tenía mucho deseo de entrar en el Reino de Dios y de seguirle al Señor.

     El quebranto me llevó a hablarle de nuevo al Señor, esta vez sobre aquella experiencia que Jesús había mencionado, la de “nacer de nuevo”. Alzando mis ojos al cielo, le dije: “Señor, seguro que, en esta misma región, has de tener a algún seguidor tuyo… Si es así, por favor, ¿no puedes enviármelo, para que me hable de estas cosas, las que tanto quiero entender?”

     No pasaron ni tres días y vino llegando un caballero con el nombre de Pablo Álvarez. Era la primera vez que lo conocí. Él estaba enterado de que mis padres habían comprado una Biblia completa. Ahora vino a preguntar si se leía esa Biblia, porque, dándose cuenta de que no siempre se entiende lo que se lee, su interés era ofrecer alguna orientación para la lectura de la Biblia.

     Vi mi oportunidad, así que, de momento le dije, que, efectivamente, yo tenía preguntas para hacerle. Añadí que, aunque la Biblia tenga tantísimas hojas, yo estaba muy interesado en todo lo que dijera… “Pero, le dije, lástima que hayas venido tan tarde, porque acá no tenemos luz eléctrica…”

     Pablo, entonces, me preguntó si me acordaba algo de lo que había leído, y le conté que sí, que me acordaba de una parte donde Jesús dice que, para entrar en el reino de Dios, se necesita “nacer de nuevo”. Le dije que eso era lo que me interesaba; que yo quería “entrar”, si estuviera a mi alcance.

     Entonces Pablo, con la poca luz de día que quedaba, leyó esa parte y me explicó su significado. Me indicó cómo puede uno nacer de nuevo y entrar en el reino de Dios. Escuchando ávidamente, capté la verdad, y allí mismo entregué mi vida a Dios… muy sencillamente por fe. Era la entrega que Dios necesita para entrar en una vida. Para mí era el principio, mi nuevo nacimiento.

     De ahí en adelante empecé a entender más y más cosas. Por ejemplo, comprendí que quien “nace de nuevo”, ya forma parte de la familia de Dios… Con que, si Dios ahora era mi Padre, entonces, ese hombre Pablo, más que amigo, era un hermano mío.

image011     También caí en la cuenta de otra cosa: comprendí que el trato que yo acostumbraba dar a mi esposa no era un trato correcto, que más bien era maltrato y una total desconsideración. De hecho la mujer de campo tiene muchos más quehaceres que la que vive en la ciudad. No se suele pensar, por ejemplo, en lo que es el arrancar la mandioca, traer la leña, lavar la ropa a mano, dar de comer a los animales domésticos y luego, igual como en la ciudad, tener que cuidar al marido y a los hijos. Nosotros, a esas alturas, ya teníamos dos hijos.

     Fue así que al poco tiempo de mi conversión, de camino a la chacra, me vino la fuerte impresión de dejar las herramientas allí y de volver a casa. Tenía necesidad de hablar con mi esposa sobre lo que Dios me estaba revelando acerca de mi carácter y sobre el trato que le había estado dando a ella. Así que, me dirigí a ella de esta manera:

     “Marisa, necesito conversar contigo. Como tú sabes, hace ya tres días que vino Pablo, cuando yo entregué mi vida al Señor. Pero hay algo que te debo decir: el trato que te he venido dando hasta aquí, eso ha sido más bien maltrato… Te digo, sinceramente, eso ha terminado… ¡A partir de hoy comenzamos una nueva vida!”

     Efectivamente, Dios comenzó una obra en mi vida con respecto a la familia. Especialmente la relación con mi esposa se hizo nueva. Los quehaceres de la casa, los que antes yo nunca tocaba, ahora, sí, los hacía yo. Este cambio que se produjo en mi vida fue lo que más le impactó a ella. Fue de esta manera que Marisa también llegó al Señor. Experimentó de ahí en adelante un gran descanso, tanto físico como emocional.

     Continuando con la lectura de la Biblia, descubrí lo que enseña acerca del bautismo, y no tardé mucho en ser bautizado. Esto tuvo lugar (por inmersión) en Río Acaraí. Seguí experimentando la voz del Señor, que me hablaba sobre la necesidad de predicar el evangelio a otras gentes. Me dio el privilegio de ganar a una familia entera. Un día, volviendo de la obra personal, es decir, de entregar el evangelio a las personas, me vino una voz que me decía: “Heriberto, mira lo que Yo ya hice en tu vida, haciéndote leer la Palabra y dándote mucho más. Si sigues así, podré hacer algo importante en tu vida. Podría darte un cargo entre los creyentes, como el de ‘anciano en una congregación’”.

     Alarmado, respondí con un NO rotundo, porque estaba al corriente en cuanto a la responsabilidad que eso implicaba. También sabía algo de las críticas que recibían los ‘ancianos’, y no sólo ellos, sino sus familias. Tres veces recibí esa voz, la que me decía lo mismo cada vez, y cada vez yo respondí con: “NO, Señor”.

     Desde entonces el Señor dejó de hablarme. No es que yo volviera “al mundo”, o algo del estilo… Sencillamente, no tenía más la misma experiencia con el Señor; ya no disfrutaba de su compañerismo. No obstante, me constó que su amor hacia mí era siempre igual.

     En su trato amoroso permitió que me enfermara de un cáncer testicular, y éste me llevó a las puertas de la muerte. Dos veces tuve que recurrir a la cirugía en la capital, en Asunción, lejos de mi tierra. Cuando ya había perdido más de 45 kilos, hospitalizado y desesperado, abrí una ventana de noche y clamé al Señor con lágrimas. Le pedí que tuviera misericordia de mí y de mi familia, y ¡qué me perdonara las palabras con que le había respondido locamente en cuanto a lo de ese “llamado”! ¡Qué me diera una segunda oportunidad…!

image013     Maravillosamente, desde aquella noche volví a experimentar al Señor. De nuevo me hablaba como antes. Un día, cuando entró en mi sala un hombre gravemente enfermo, me vino una voz diciendo: “Heriberto, predica la Palabra a este enfermo, no calles”. Esto me dio una hermosa experiencia con ese hombre y con su familia. A todos ellos les pude indicar el camino de la salvación. Tanto el enfermo como su esposa manifestaron su fe en Cristo. Al día siguiente se presentaron nuevas oportunidades de dar testimonio de Cristo en el hospital, y más de una persona profesó su fe en Él.

     Ahora quiero compartir algo de las maravillas que hizo el Señor referente al costo económico de mi tratamiento. El total alcanzó más de $20.000. ¡Para mí, un pobre campesino sin dinero, era una suma astronómica! Hasta para el viaje en autobús a la capital para ingresar al hospital, tuve que pedir dinero prestado. Esto motivó que Marisa y yo buscáramos sinceramente al Señor; que “golpeáramos las puertas” del cielo, pidiendo al Señor la solución. ¡Y qué fiel fue con nosotros! Nos proveyó de todo lo necesario y de una manera muy especial. Lo hizo a través de los hermanos-en-la-fe, y aun por medio de algunas personas todavía incrédulas. Por eso quisiera instar a todos a que confíen en el Señor y no pongan la mira en los hombres, ni en las cosas materiales.
Otro aspecto de la fidelidad del Señor fue el cuidado que recibió mi familia durante mi ausencia. Fue un cuidado que superó todo lo que hubiera esperado.

     Una cosa más queda por relatarse. El tratamiento médico era bueno, sin embargo, ¡era Dios quien me sanó! ¿Por qué digo esto? El caso es que, cuando me operaron, el cirujano dejó una parte del tumor dentro de mí. No pudo hacer otra cosa, ya que una arteria pasaba por medio. Esa arteria conecta directamente con el corazón, y si se tocara, me costaría la vida. Tampoco se solucionaba el problema con la quimioterapia, pero Dios, en su misericordia, me guió a un remedio casero, y eso, sí, fue lo que sirvió para hacer desaparecer el resto del tumor. Volví a subir de peso; incluso llegué a más de lo que había perdido

     Ahora sano, y feliz en el Señor, quisiera que este mi testimonio sirva de ayuda para todos mis hermanos, y para quienes todavía no lo sean. ¡Qué les infunda confianza en el único Dios vivo y verdadero!

 

¿Qué es lo que ocurrió en la ciudad de Fortuna,
cierto día en julio del 2009?
¿Por qué la pequeña congregación estuvo con tanto regocijo?

Desde hacía ya varios años, la congregación de Fortuna había quedado con un solo anciano, a saber, el hermano Marcelino. Antes había dos, pero al mudarse uno a otro lugar, Marcelino se había quedado solo en el cargo. No era esta una situación que agradara, ni a él, ni a los demás, porque todos eran conscientes de su anomalía. El Nuevo Testamento aclara con creces que para los cuidados pastorales de guía, aconsejamiento, etc., se necesita más de un anciano (Hechos 14, 20, 1ª Tesalonicenses 5, 1ª Timoteo 3; Tito 1, Hebreos 13, 1ª Pedro 5). Pero ¿qué iban a hacer?

image015Podrían haber discutido el asunto, tomando alguna iniciativa… Podrían haber fijado un día para “votación”, organizando las cosas, democráticamente, como suelen hacer las denominaciones cristianas modernas… Pero no, ¡prefirieron la oración – “esperando en el Señor” – confiando en Él y en su fidelidad y provisión!

Luego, para el buen ánimo de todos, Heriberto llegó a convertirse y fue bautizado, seguido pronto por la esposa y algunos de los hijos. Seguía la oración…

Heriberto describe arriba como Dios estaba tratando con él…, como le estaba preparando precisamente para tal futuro ministerio. Pasó el tiempo y, poco a poco, y en diferentes maneras, los creyentes, Marcelino incluido, comenzaron a estar conscientes de la posibilidad de que Heriberto fuera la respuesta del Señor a su oración.

Finalmente, habiendo una total unanimidad, y habiendo llegado un obrero misionero para la ocasión, Heriberto, con la imposición de manos, fue reconocido como uno de los ancianos de la congregación. Desde entonces, Marcelino y él trabajan juntos como equipo efectivo, ofreciendo aquel liderazgo unido que durante años había faltado.

¡No es de maravillar que la congregación estuviera con regocijo…!


Evangelio de Juan, Capítulo Tres

Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un principal entre los judíos. Este vino a Jesús de noche, y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él.”

Respondió Jesús y le dijo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.”

Nicodemo le dijo: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?”

Respondió Jesús: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.”

Respondió Nicodemo y le dijo: “¿Cómo puede hacerse esto?”

Respondió Jesús y le dijo: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto? De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales? Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.”