Cartomancia

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Adivinar y predecir el futuro siempre han sido cosas fascinantes para mucha gente. En el día de hoy ciertos métodos de adivinación son casi idénticos a los empleados siglos atrás. Están la quiromancia (palma de la mano), la cartomancia (cartas de tarot), la astrología (horóscopos), la tabla ouija (juego de la copa), y otros métodos. En Ezequiel 21:21 vemos al Rey Nabucodonosor “usando de adivinación”. Lo hacía con los métodos de aquel entonces, dos milenios y medio antes de nuestro tiempo. “Detenido en una encrucijada”, necesitaba saber por donde echar, así que, se sirvió de “la sacudida de las saetas”, “la consulta de sus ídolos” y “el estudio del hígado”.

Mil años antes de eso, cuando Israel estaba por entrar en la tierra prometida, Dios le advertía: “No sea hallado en ti… quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos. Porque es abominación para con el SEÑOR cualquiera que hace estas cosas, y por estas abominaciones el SEÑOR tu Dios echa estas naciones de delante de ti… Porque estas naciones que vas a heredar, a agoreros y a adivinos oyen; mas a ti no te ha permitido esto el SEÑOR tu Dios” (Deuteronomio 18:10-14).

La muerte sumamente trágica del primer rey de Israel, Saúl, se debió, en buena parte, al hecho de haber consultado a una adivina (1º Crónicas 10:13).
Todos sabemos que en nuestra Europa moderna la práctica de la adivinación sigue atrayendo a mucha gente, como si de un juego inocente se tratara. Lo que la mayoría ignora es que el precio a pagar por tan deseado “arte” y sus “beneficios” suele ser altísimo. El siguiente testimonio nos hace partícipes, por una parte, de la tragedia de una vida joven, que es atrapada en el torbellino y llevada al suicidio, y, por otra, del triunfo de AQUEL que tiene la respuesta al poder satánico, el Resucitado que rescata y transforma.


…que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros; pues no ignoramos sus maquinaciones…
Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús
” – 2ª Corintios 2:11, 14.

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           Mis padres, fieles asiduos de la Iglesia, siempre me habían llevado a misa. Pero todo aquello para mí carecía de significado. De Jesucristo no tenía más que una idea vaga. Era una figura lejana que no guardaba relación con la vida moderna.
Cuando hacia preguntas a mis padres respecto de Dios, las eludían. “Tú eres una constante caja de preguntas”, decían, “simplemente acéptalo, como hacemos nosotros”. Pero yo no podía hacer eso; y para mí la Iglesia dejó de tener relevancia. No obstante, había una búsqueda continua; esperaba encontrar algo que llenara el vacío de mi vida.

A los 17 años conocí a una mujer que era médium espiritista. “La única manera de vivir”, me dijo esta nueva amiga, “es mediante las cartas de tarot y tu horóscopo. Ven, déjame mostrarte”.
Ella me fascinó. Parecía gobernada por un extraño espíritu, y, estando como en trance, me sacó las cartas y me declaró unos cuantos sucesos de mi pasado con pasmosa precisión. Manifestó además una extraña habilidad para curar enfermedades. A menudo los médicos le enviaban pacientes.

“Aquí tienes un mazo de cartas”, ofreció ella un día. “Debes iniciar siempre las actividades del día echando las cartas.” Con destreza me echó las cartas y me mostró como interpretarlas. Aprendí las diferentes combinaciones y sus significados. Pronto supe predecir cosas que pasarían en el futuro, según lo que veía en las cartas.
En los meses siguientes me hallé controlada cada vez más por esta misteriosa mujer. Paso a paso me introdujo en el mundo de los espíritus, hasta que un día declaró, “Ahora ya eres una de nosotros. ¿Estás dispuesta a tomar el juramento?”
Impotente, expresé mi asentimiento. Casi sin saber lo que hacía, corté mi dedo y con mi propia sangre escribí, “Te doy, oh Satán, mi corazón, cuerpo y alma”. Desde aquel momento vivía completamente por las cartas de tarot y mi horóscopo. Casi no me atrevía a respirar sin primero consultarlos.

El diablo, teniendo ahora derechos sobre mi alma, me atormentaba incesantemente. Yo hacía cosas que no pueden mencionarse públicamente; y a la edad de diecinueve años estaba totalmente desmoronada en el sentido moral. Me llenaban la melancolía y la depresión. Sufría ataques de histerismo. No podía concentrarme en mi trabajo a causa de la confusión de mi alma. En el hospital donde trabajaba mis responsabilidades sufrían las consecuencias.
En marzo de ese año llegué a firmar la carta de horóscopo que predecía que me quitaría la vida el día 26 de julio… Según el horóscopo, mi vida ya no tenía utilidad. Pasaron los meses y llegó julio. Pasaron los días…, llegó la noche del 25 de julio. Esa noche me encontré vagando por las oscuras calles de mi ciudad, buscando con desesperación, a ver si no hubiera un camino de escapatoria. El pensamiento de morir me causaba horror.

Vagando así, de repente, me alcanzó una hermosa música. Seguí en la dirección de donde venía el sonido hasta que llegué a un lugar de reunión evangélica, nada menos que una carpa grande. Entré furtivamente, y al poco tiempo la música concluyó. El orador, un tal Leandro, se puso de pie y dijo: “Esta noche voy a hablarles respecto del maravilloso poder del Evangelio”.
Deseé escapar, pero me faltaban las fuerzas. Durante todos los años que había ido a la Iglesia, nunca había oído de este Cristo — un Salvador personal que, según el predicador, hubiera muerto por mí, personalmente por mí. “¡Solamente Cristo puede quebrantar el poder de Satanás!”, exclamó. Oh, ¡cómo yo anhelaba que en mi vida quebrantara las ataduras de Satanás!

Cuando, más tarde, Leandro invitó a los oyentes a pasar al frente, es decir, a los que anhelaran conocer al Cristo resucitado, yo me abrí paso hasta llegar junto a él. Cuando pude dirigirle la palabra, le pregunté: “¿Hay esperanza para una pecadora como yo? Predicador, si lo que usted dice es cierto, entonces yo quiero ser librada… ¡Por favor, ore por mi!”
Leandro oró, y me aseguró que Cristo podía y quería perdonar al más grande de los pecadores; que solamente hacía falta pedírselo. Citó del evangelio (S. Juan 6:37): Al que a mí viene, yo no le echo fuera’. Pero yo no era capaz de clamar a Cristo por ayuda. Cada vez que trataba de hacerlo, sentía una mano invisible que me atenazaba el cuello.

“Ahora vuelve a tu casa”, me aconsejó Leandro, “y nosotros, como grupo, estaremos orando especialmente por ti. Luego, mañana por la noche te esperamos de nuevo en la carpa.” Casi le grité: “¡Pero eso será demasiado tarde…!” Me fui a casa llena de miedo.
La larga noche del terror pasó lentamente. No pude dormir; sólo pensaba con terror en el día que se aproximaba. Cuando, finalmente, la luz del día penetró en mi habitación, me levanté y me eché mecánicamente las cartas. Luego me dispuse a ir al trabajo.

Me estremecí al cruzar el río camino hacia el hospital; pronto estaría allí abajo. Llegué al trabajo e hice otro intento más de escapar de mi atormentador. Con mano trémula marqué el número de teléfono de Leandro.
“¿No puede usted venir ahora mismo?”, pregunté; “es asunto de vida o muerte”. Cuando llegó, apresurado, le pregunté, “¿Realmente tiene su Cristo poder sobre Satanás?” “¡Sí, por supuesto!”, me aseguró.
Le pasé la caja con mi horóscopo y con el compromiso de muerte plegado en su interior. “Léalo”, insistí. “Si su Cristo no puede rescatarme ahora, tendré que saltar al río esta tarde; la hora, lugar, y modo de hacerlo me están señalados.”

El oró fervorosamente, y sentí como si me estuvieran desgarrando. Me retorcía y me sacudía descontroladamente, las lágrimas corriendo por mis mejillas. En vano traté de alcanzar a Cristo. Intenté orar, una y otra vez, pero un poder invisible me lo impedía. “¡No hay caso, no puedo!”, exclamé.
“Tú no puedes, ¡pero Cristo puede!”, fue la respuesta cargada de convicción. Leandro siguió orando durante media hora más, y la batalla dentro de mí se intensificaba. Luego, con una contorsión violenta caí repentinamente de rodillas y rogué al Señor que quitara de mí la terrible obsesión diabólica. ¡Triunfó el poder de Cristo! Una sensación de paz inundó mi alma. ¡Supe que podría vivir…!

Durante una semana luché para conseguir el coraje de vivir, definitivamente, y sin mis “muletas” ocultistas. Por fin, con recelo, metí todas aquellas cosas en una bolsa y la entregué a Leandro. Ahora, sí, comencé a ascender un largo camino hacia la estabilidad y serenidad espiritual. Este camino no ha sido sin dificultades, y a veces siento una presencia siniestra, pero está Cristo conmigo y su fortaleza es siempre suficiente cuando clamo a Él.
Hoy, por la gracia de Dios, estoy trabajando en un centro de conferencias bíblicas y ayudo en la impresión y distribución de literatura evangélica.
Diariamente mi oración es: “Por favor, Señor, haz que hoy mi vida sea una bendición para alguien que todavía esté atado por Satanás”.

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Proverbios 4:18