4. LA ELECCIÓN DEL CRISTIANO: YO O CRISTO

rios2

4. LA ELECCIÓN DEL CRISTIANO:
YO O CRISTO

HAY DOS clases de cristianos, fácilmente identificadas y claramente distinguidas la una de la otra. Tal vez te preguntes: ¿Cómo pueden brotar de un mismo manantial dos arroyos que fluyen en direcciones tan opuestas?

Tenemos que encontrar respuesta a esta pregunta si decidimos ser cristianos espirituales – y vivir consecuentemente como tales.

La coexistencia de dos naturalezas en todo creyente

Todo cristiano tiene conciencia de un dualismo dentro de sí. Una parte de él quiere agradar a Cristo; la otra parte desea satisfacer las exigencias del “yo”. Una parte de él, anhela el reposo de la tierra prometida; la otra parte codicia “las cebollas, los ajos y los puerros de Egipto”. Una parte de él echa mano de Cristo; otra parte de él se agarra al mundo. Hay una ley de gravitación que le atrae al pecado, mientras otra ley contraria le atrae hacia Cristo.

La explicación que la Escritura nos da de este dualismo, es que cada creyente tiene dentro de sí dos naturalezas: la naturaleza pecadora, de Adán, y la naturaleza espiritual, de Cristo. La primera epístola de Juan nos explica claramente esta verdad:

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8).

Si algún cristiano, por desarrollado que esté, dice que no tiene pecado y que se ha libertado completamente de su vieja naturaleza, se engaña a sí mismo. No engaña a su familia, ni a sus amigos, y menos aún a Dios. No engaña a nadie más que a sí mismo. En el versículo siguiente tenemos la provisión que Dios ha hecho para nuestros pecados.

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Los “pecados” y la “maldad” de que aquí se habla son los de los santos – los creyentes.

Si no hubiera pecado, el creyente no podría pecar. Todo arroyo, por chico que sea, ha de tener alguna fuente. El apóstol Juan sabía bien que algunas personas que anhelaban santidad serían tentadas a ir más allá de lo que la Escritura enseña, y por eso usa lenguaje muy radical por vía de amonestación.

Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:10).

Los pecados groseros y carnales pueden haber desaparecido de nosotros; pero, ¿qué de los pecados escondidos del espíritu, del juzgar severamente a otros, de la irritabilidad secreta, de la actitud torcida, del pensamiento poco caritativo? Y, además, ¿qué de los pecados de omisión? Me amedrenta más el versículo 17 del capítulo 4 de Santiago que ningún otro versículo de la Biblia. Me dice que el pecado está no solamente en un acto o en una actitud, sino en una ausencia. Es no hacer lo que sé que debo hacer. ¿Quién, pues, estará sin pecado?

En todo cristiano está aquella vieja naturaleza que no puede hacer otra cosa que pecar. Es inherente a ella una triple incapacidad: ni puede conocer a Dios, ni puede obedecerle, ni puede agradarle. Por nacimiento natural poseemos esta naturaleza desconocedora de Dios, enemiga de Dios, desagradable a Dios, siempre inclinada a complacer y glorificar al “yo”.

En todo creyente hay, por otro lado, una nueva naturaleza que no puede pecar. Inherente a ella hay una triple capacidad: puede conocer y conoce a Dios, le obedece y le agrada; por nacimiento espiritual poseemos esta naturaleza conocedora de Dios, obediente a Dios y agradable a Dios, que se inclina a complacer y glorificar a Cristo.

Estas dos naturalezas cohabitan en todo creyente durante toda su vida. Juan escribía a los creyentes como si esperara que ellos no pecaran porque tenían la naturaleza dada por Dios:

Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis.”

Sin embargo, hizo provisión para el caso de que pecaran, porque tenían la naturaleza de Adán:

Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).

Dios no hace tentativa alguna para mejorar esta vieja naturaleza, porque es incorregible; ni para dominarla, porque es irreconciliable; ni para desarraigarla. Él tiene una manera mucho más maravillosa de vencerla.

El conflicto de estas dos naturalezas en todo creyente

La coexistencia de estas dos naturalezas diametralmente opuestas en una persona trae inevitablemente lucha. Es la lucha de-los-siglos entre Satanás y Cristo, entablada en la vida del cristiano. La lucha está personalizada en el capítulo 7 de Romanos. Cristo había entrado en la vida de Pablo para poseerla y dominarla. Pero otro le disputaba su derecho. El capítulo 7 de Romanos es la descripción de un hombre “destrozado” por este conflicto y confundido y descorazonado hasta lo indecible.

Es ésta la lucha que hace tambalearse a más de un cristiano joven y produce a menudo un eclipse total de fe o una gradual regresión hacia el mundo. Tomó el primer paso en la vida cristiana porque su conciencia había sido despertada para darse cuenta de la maldad de sus obras. Lo que más le afectaba eran sus pecados. Buscó a Cristo como su Salvador para poder obtener perdón de pecados. Al darse cuenta del perdón experimentó gran gozo y comenzó a dar testimonio de Cristo. Pero pronto se encuentra a sí mismo haciendo otra vez las mismas cosas; persisten los malos hábitos; lo que es peor aún, decrece el gozo de Cristo, el corazón se enfría y acaba por desalentarse completamente.

Pero su amor a Dios no se ha apagado del todo. Hay algo en él que clama por Dios, a la vez que hay algo también que disputa centímetro por centímetro los derechos y el dominio de Dios. Lucha contra el pecado, pide a Dios que le liberte, y hace todos los esfuerzos de que es capaz para conseguir la victoria. Llega a un punto en que dice: “¿Vale la pena?” Un día, al borde mismo de la desesperación, clama pidiendo socorro: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”

Lo que parece una completa caída es en realidad la hora de su liberación. Tenía que llegar al capítulo 7 de Romanos antes de entrar en el capítulo 8. ¿Estás tú viviendo todavía en el capítulo 7? ¿Quieres saber el camino de salida?

La victoria sobre la vieja naturaleza

Dios nos ha dado instrucción clara y definida acerca de la parte que a nosotros nos corresponde en el destronamiento del “yo”.

Debemos condenar la carne. – Dios condena la carne como completamente pecadora. No ve “bien” en ella. Hemos de aceptar el juicio que Dios hace de la carne y obrar en conformidad con él. A primera vista puede parecer cosa fácil, pero considera mejor el asunto. La norma de Dios es muy estricta. Él dice que en la carne “no mora el bien”, en ninguna parte de ella – ni en el centro, ni en lo que hay fuera del centro. Él condena sus deseos “privados” (Ef 2:3) y sus obras “públicas” (Col 3:5-9). El primer paso que Pablo dio hacia la vida en el plano más alto fue condenar la carne y “no tenerle ninguna confianza”(Fil 3:3-4).

Pero nosotros tenemos confianza en la carne. La dividimos en buena y mala. Ciertas cosas de la carne las condenamos como pecaminosas, otras las admitimos como debilidades; pero hay otra considerable porción de la carne que tenemos en alta estima y en la cual confiamos sin reserva. Hacemos un asesoramiento de nuestra carne, y nos parece que la “parte buena” alcanza una proporción bastante aceptable.

Pero sometamos la carne a un examen. Tomad la cosa que puede hallarse en la vida humana más semejante a lo divino, que es el amor, y colocad la parte más pura que de él haya en vuestra vida junto a lo que se describe en 1ª Corintios 13, que es el amor procedente de Dios. ¿Es vuestro amor siempre sufrido sin rastro de impaciencia o irritabilidad? ¿Es siempre amable sin rudeza ni descortesía? ¿No busca nunca lo suyo por egoísmo o envidia? ¿Se abstiene siempre de pensar mal y está siempre libre de suspicacia y falta de caridad? ¿No ha fallado vuestra carne nunca bajo esta prueba divina? Dios nos pide que condenemos aun la parte mezclada de nuestra carne como inmunda e indigna de confianza.

Debemos consentir en la crucifixión del viejo hombre. – Dios ha crucificado ya al hombre viejo, pero nosotros debemos dar, de todo corazón, nuestro asentimiento a aquella medida y considerarla como un hecho consumado. Este es el segundo paso que Pablo dio hacia la vida en el plano superior. El dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”(Gál 2:20).

¿Has consentido en tu crucifixión con Cristo? No debe haber reservas, ni se ha de retener una parte del precio. Todo el “yo” debe tenerse por crucificado. Dios os pide que firméis esta declaración: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”. Si no lo habéis hecho nunca, ¿queréis hacerlo ahora?

Hemos de cooperar con el Espíritu Santo en la obra de mantener crucificado al hombre viejo. – Lo que Cristo ha hecho posible para nosotros, el Espíritu Santo lo hace real dentro de nosotros, pero solamente con nuestra inteligente cooperación. Dios dice muy claramente cuál es nuestra parte.

(1) Consideraos muertos al pecado

Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6:11).

Mediante la crucifixión del viejo hombre el creyente es libertado del poder del pecado y rescatado del dominio del pecado. Todo derecho del pecado sobre él ha quedado anulado, y él ha venido a ser muerto para el pecado. La gracia ha hecho de esto una realidad cumplida; y la fe lo convierte en una realidad experimental. Mediante la gracia, el viejo hombre ha sido clavado en la cruz y sepultado; mediante la fe se le mantendrá en tal estado. Cuando el cristiano se tiene por “muerto al pecado”, el Espíritu Santo hace que realmente lo esté; y en tanto que continúa teniéndose por tal, el Espíritu Santo continúa haciendo que ello sea un hecho real.

(2) No proveáis para la carne

Vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Rom 13:14).

Sin embargo, todos los días y a todas horas estamos proveyendo para la renovación de la vida de la carne, alimentándola con las cosas que la engordan. Proveemos para la carne por los libros que leemos, por los placeres que nos permitimos, por las compañías que guardamos, por los propósitos que seguimos.

¿Empleas horas y horas en la lectura de novelas, extrañándote después de que no tengas gusto por la Biblia? La vida nueva del Espíritu Santo vive de alimento espiritual. ¿Estás matando de hambre tu naturaleza espiritual por querer alimentarla con algarrobas? ¿Estás intentando de alimentar tu espíritu con el teatro, el cine, el baile o la discoteca? ¿Son de tal carácter tus amigos más íntimos que te debilitan espiritualmente? ¿Es tu objetivo en la vida el hacer dinero y dedicas todas tus fuerzas y tiempo a conseguirlo? Si es así, no te extrañe que tu espíritu esté débil.

Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gál 6:8).

La ley de siembra y siega es tan inexorable en el dominio espiritual como en el material. Si sembramos para la carne, segaremos lo que es carnal. ¿Para qué estás sembrando? ¿para la carne o para el espíritu?

Porque los que son de la carne piensan (o: ponen la mira) en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu” (Rom 8:5).

Ponen la mira” es una expresión enérgica. ¿En qué pones tu mira y con qué cosas se ocupa habitualmente tu mente? ¿Pones la mirada en los vestidos o en la cuenta del banco? Somos responsables de la dirección que toman nuestros pensamientos. ¿En qué cosas pones la mira?

Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom 8:4).

El mundo juzga a un cristiano en gran parte por su conducta. Pero, ¿qué pensará el mundo de un cristiano que anda con él seis días a la semana y se separa de él el tiempo necesario para asistir a la reunión del domingo?

Tal vez has dado el primer paso en la vida cristiana aceptando a Cristo como tu Salvador. Viste la necesidad de escoger: o tu pecado o al Hijo de Dios, y escogiste a Cristo como Salvador tuyo. Pero desde aquella hora tu vida ha sido un largo viaje a través del desierto, sembrado de derrotas y desalientos. Estás cansado de todo ello y tu corazón clama por paz, reposo y victoria. ¿Estás dispuesto a dar el segundo paso?

Dios pone delante de ti otra elección: el “yo” o el Cristo. Cristo es tu Salvador. ¿Quieres que Él sea también tu Señor?

¡Qué dolor y qué vergüenza
Que algún tiempo pudo haber
En que a la bondad de Cristo,
Rogando una y otra vez,
Altivo y duro dijera:
Sólo mío, nada tuyo quiero ser!

Mas Él me buscó y hallóme;
En la cruz le contemplé;
Le oí pedir a su Padre
Perdón a mi insensatez,
y murmuré conmovido:
Algo mío y algo tuyo quiero ser.

Su tierna misericordia
Con paciencia y con poder
Me salvó día tras día,
Me colmó de todo bien,
Hasta que humillado dije:
Menos mío, más y más tuyo seré.

Alto más que el firmamento,
No se puede comprender
Tu amor, con que has conquistado,
Oh, Señor, todo mi ser.
Y ahora es mi súplica ardiente:
Nada mío, todo tuyo quiero ser.