3. DOS ESFERAS OPUESTAS
EL PRIMER paso desde la vida vivida en el plano más bajo a la vida en el plano más alto, es aceptar a Jesucristo por Salvador. En la cruz el pecador creyente rompe por completo los lazos que le unen a la antigua esfera y a todo lo que a ella pertenece, y entra en una esfera de vida totalmente nueva.
Dos esferas opuestas
Estas dos esferas están claramente nombradas y definidas.
“Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15:22).
Dios ha tratado con toda la especie humana mediante dos hombres representativos: Adán y Cristo. Adán es la fuente de todo lo que hay en la vieja esfera; Cristo, es la fuente de todo lo que hay en la nueva. Por Adán entró el pecado en el mundo; por Cristo vino la salvación a todos los hombres; el pecador está en Adán; el creyente está en Cristo.
“En Adán” somos lo que somos por naturaleza; “en Cristo” somos lo que somos por gracia. “En Adán” tenemos la vida recibida por generación humana; “en Cristo” tenemos la vida recibida por regeneración divina. “En Adán” fue arruinado el hombre por el pecado del primer hombre; “en Cristo” es redimido el hombre por el sacrificio del segundo hombre. “En Adán” todo es pecado, tinieblas y muerte; “en Cristo” todo es justicia, luz y vida.
Estas dos esferas son la completa antítesis, una de otra, de modo que la vida en una hace imposible la vida en otra. Todo ser humano está en una de estas dos esferas y la relación en que se encuentra respecto a Cristo determina la esfera en que está.
La marca característica de cada esfera
Estas dos esferas se distinguen fácilmente, porque cada una de ellas tiene su marca inconfundible.
“Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Rom 8:5, 9).
La marca de la esfera vieja es la “carne”, y la de la nueva, el “Espíritu”. El pecador “en Adán” está en la carne; el creyente “en Cristo” está en el Espíritu. La carne y el Espíritu son enemigos irreconciliables en campos totalmente opuestos.
“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál 5:17).
El hombre vino a ser “carne” por el pecado de Adán.
“Y dijo el Señor: No contenderá mi Espíritu con el hombre para siempre, porque en su extravío se han hecho carne” (Gén 6:3 – Versión Revisada).
La carne es el hombre natural entero: espíritu, alma y cuerpo, separado de Dios. Es la vida de la naturaleza, buena o mala, recibida mediante generación humana. Es todo lo que soy como hijo de Adán.
“Lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6).
Dios no ve nada bueno en la carne. Aun lo mejor que pueda producir la generación física, Dios lo rechaza.
“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Rom 7:18).
La estimación que Pablo hace aquí de la carne, es inspirada por Dios. Nota la alta estima de sí mismo que él había tenido en otro tiempo (Fil 3:4-6). Por generación humana Pablo había sido ricamente dotado. En Pablo la “carne” era carne educada, culta, moral, hasta religiosa; pero era, con todo ello, inaceptable para Dios. Así que, no hay más que una actitud que Dios pueda tomar respecto a la carne, y es la de condenarla y rechazarla. Dios se niega a tratar con la carne en ningunas condiciones, porque ella le es irremediablemente desagradable.
“Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Rom 8:8).
La regeneración abre al creyente el camino para entrar en la esfera del Espíritu. En el nuevo nacimiento, el Espíritu Santo vivifica el espíritu humano y después hace de él su morada.
“Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).
El reinado del hombre viejo
En cada una de estas esferas hay un soberano que se propone reinar con autoridad no disputada.
“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos” (Ef 4:22).
“No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos” (Col 3:9).
El soberano de la vieja esfera es “el viejo hombre.” El corazón mismo de la carne es esta naturaleza corrompida, llamada “el hombre viejo,” que es un traidor consumado que aborrece todo lo que Dios ama y ama todo lo que Dios aborrece.
La expresión “el viejo hombre” no se usa más que tres veces en la Biblia: en Efesios 4:22, Colosenses 3:9 y Romanos 6:6. Tiene su equivalente en el “yo” de Gálatas 2:20, y en la palabra “pecado” en Romanos 6. El término comúnmente usado es “yo”. Por la caída del primer Adán, el “yo” usurpó el trono de la personalidad del hombre y lo ha mantenido en su posesión, dominio y uso desde entonces. Todo niño viene al mundo con Su Majestad “YO” en el trono, hecho que se manifiesta a menudo antes de que sepa andar o hablar.
“El viejo hombre” en el trono, determina lo que ha de ser toda la vida – desde el centro hacia el exterior. Sus malos deseos se tornan en malas obras; sus aspiraciones profanas se traducen en actos no santos; su carácter injusto se manifiesta en conducta injusta; su voluntad impía se expresa en obras impías. La raíz “pecado” produce fruto en los “pecados”.
Destronamiento del viejo hombre – Crucifixión con Cristo
La inmensa mayoría de los cristianos, en su experiencia de las bendiciones de la salvación, se aferran al perdón de los pecados y a la esperanza del cielo para el porvenir. Pero el presente es para ellos como un viaje de cuarenta años por el desierto, lleno de inútiles rodeos, sin gozar nunca de paz ni descanso, sin llegar nunca a la “tierra prometida.”
Pocos están dispuestos a admitir que “el viejo hombre” es el que se sienta en el trono y gobierna todo el ser con poder despótico. Aun entre los cristianos existe una gran ignorancia de la obra insidiosa y sutil del viejo “yo”, y una gran indiferencia en cuanto a ella. Si la vida está libre de las obras más groseras de la carne, el individuo descansa en una complaciente sensación de bondad, sin darse la menor cuenta de lo ofensivo que son a Dios los más refinados, y menos manifiestos, pecados del espíritu. ¡Qué pocos están dispuestos a decir: “Yo sé que en mí… no mora el bien”!
Detengámonos, pues, un momento para tomar una fotografía de cuerpo entero de este deforme “yo”, y veamos si nos sentimos obligados a aceptar el juicio que Dios hace de él y a consentir en ser libertados de su dominio por el método que Dios propone. El fundamento de la vida en el hombre natural, es cuádruple: voluntad propia, amor propio, confianza propia y exaltación propia; y sobre estos cimientos se levanta una construcción que es un inmenso “Yo”, con mayúscula. Vida que gira alrededor del “yo”, afirmación de sí mismo, orgullo de sí mismo, indulgencia consigo mismo, complacencia consigo mismo, buscar lo suyo, compadecerse de sí mismo, sensibilidad para lo suyo, defensa de lo suyo, suficiencia propia, conciencia de lo propio, justicia propia, vanagloria de lo propio, éstos son los materiales con que se levanta el edificio.
¿Es ésta una descripción verdadera, o falsa? Al mirar dentro de nuestra propia vida, ¿hay alguno de nosotros que no se sienta obligado a confesar que, en mayor o menor grado, todas estas manifestaciones del “yo” se han encontrado alguna vez en ella? Todos y cada uno de nosotros sabemos qué monstruo de siete cabezas es ese viejo “yo”. Lutero lo sabía y decía: “Tengo más miedo de mi propio corazón que del papa y de todos sus cardenales. Dentro de mí llevo el gran papa YO.”
¿Qué, pues, habrá de hacerse con este osado usurpador del lugar que pertenece a Dios? Dios ha declarado muy llanamente lo que Él ha hecho ya con él. Él no tiene más que un lugar para “el viejo hombre”, y es la cruz; y sólo un plan para acabar con su despótico dominio, y es el de crucificarlo con Cristo.
“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Rom 6:6).
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2:20).
Dos hechos se exponen aquí claramente: primero, que la crucifixión de “el viejo hombre” es un hecho ya realizado; y segundo, que es una co-crucifixión. Observad los tiempos de los verbos: “fue crucificado”, “estoy crucificado”. La crucifixión judicial de “el viejo hombre” tuvo lugar hace siglos. Aunque no hubiera ni una sola alma que aceptara este hecho glorioso de que toda la vieja creación en Adán fue llevada a la cruz y crucificada allí con Cristo, es un hecho tan gloriosamente cierto como el hecho de que Cristo mismo fue crucificado.
Tanto para librarnos de los pecados, como para librarnos del “yo”, la cruz es el único lugar que Dios ha provisto. Tan cierto como que Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”, es cierto también que mi “viejo hombre fue crucificado juntamente con él” allí. Si acepto por la fe uno de estos hechos y obro de acuerdo con él, debo aceptar, para ser consecuente, el otro hecho y obrar también de acuerdo con él.
La liberación de la antigua esfera “en Adán” y la entrada en la nueva esfera “en Cristo”, exige el destronamiento del “yo”. Ninguna casa puede hospedar a dos señores. Si el Señor Jesús va a ocupar el trono y a reinar sobre la personalidad humana, entonces “el viejo hombre” tiene que abdicar. Eso no lo hará nunca. Por lo tanto, Dios tiene que tratarlo sin contemplaciones. Es un usurpador a quien Dios ha juzgado y sentenciado a muerte. La sentencia se cumplió en la cruz del Calvario. Dios ahora declara a toda persona que clama por librarse de la tiranía del “yo”, que “el viejo hombre fue crucificado juntamente” con Cristo. ¿Lo crees tú?
El segundo hecho que estos versículos exponen muy claramente, es que se trata de una co-crucifixión. Nuestro “viejo hombre” fue crucificado juntamente con Cristo. Esto declara la manera y el tiempo de la crucifixión. Hay a menudo confusión sobre este punto.
Pablo dice: “con Cristo estoy juntamente crucificado”. No trató él de crucificarse a sí mismo, ni tuvo lugar su crucifixión en algún punto especial de su experiencia espiritual y mediante algún acto de su parte. No tuvo lugar en Damasco, o Arabia, ni aun cuando fue “arrebatado al tercer cielo”. La muerte del viejo “yo” tuvo lugar en la cruz, cuando Cristo murió en ella.
La comprensión de esta verdad se facilita si recordamos que Dios ve a cada persona o “en Adán” o “en Cristo”. Dios trata con el género humano mediante estos dos hombres representativos. Él había dicho: “…mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”(Gén 2:17). Adán comió y en ese día Adán murió, tal como Dios le había advertido – es decir, murió para Dios, murió espiritualmente. Cuando Adán murió, toda la raza humana, antes de que naciera de él, ya murió en él. Vosotros moristeis en Adán; yo también. La Palabra nos declara “muertos en delitos y pecados”(Ef 2:1). Es nuestro espíritu el que está muerto.
El cuerpo y el alma de Adán no murieron, es decir, no murieron en ese día, aunque fueron gravemente afectados por la muerte espiritual. Su muerte física no ocurrió hasta la edad de 930 años, pero llegó también. Pero es la naturaleza del Adán caído, la que ha seguido muy viva en cada descendiente suyo. Esta es “el viejo hombre”, que usurpa hasta el lugar de Dios en el trono de la vida humana. Esa naturaleza de Adán, el “viejo hombre”, rehúsa aceptar el veredicto de muerte, que Dios pronunció.
Pero Cristo vino como el “postrer Adán”, “el último”, con el objeto de recobrar para Dios y para la raza humana todo lo que se había perdido para ellos mediante el “primer Adán”. Para lograr esto, Cristo, el “postrer Adán”, llevó al primer Adán, esa vieja naturaleza que subsiste en cada descendiente suyo, a la muerte. Al morir, su grito triunfal era “¡Consumado es!” El viejo “yo” en vosotros y en mí, fue judicialmente crucificado con Cristo. Nuestra muerte tiene la fecha de la muerte de Cristo.
La perfección de la gracia de Dios se manifiesta de una manera maravillosa en este hecho glorioso de la co-crucifixión: el pecador con el Salvador en la cruz. Se necesita únicamente la preparación de la fe del hombre para que aquel hecho venga a ser una realidad gloriosa en la experiencia espiritual del creyente.